lunes, 25 de febrero de 2013

Corrupción y mundo interior


Al debate sobre la corrupción, debate tan antiguo como el mundo, sólo se me ocurre añadir lo que acabo de leer de Etty Hillesum: “No veo otra solución que adentrase dentro de sí mismo y exterminar toda esta corrupción. No creo que podamos mejorar en algo el mundo exterior, mientras no hayamos mejorado primero nuestro mundo interior”.
La idea de que el todo es la suma de muchos pocos y que la calidad de éstos se transforma en calidad del todo, es la idea madre. No es que haya que ser perfecto para mejorar lo exterior, porque en tal caso nunca estaríamos en disposición de hacerlo, pero sí que debe haber un intento de mejora personal. Coherencia se llama a esto. Pero coherencia también en lo que los otros no ven o no tienen capacidad de comparar. Sanear el mundo interior, el de los pensamientos, ideas, intenciones, deseos, …, el de los diálogos con ese que siempre va conmigo que diría Machado.
“El mundo necesita de lo interior -escribió el profesor Albareda-, en el sujeto y en el medio, en hombres y en edificaciones. Casa adecuadas, calor de hogar, espíritus que piensan, estudio que no desemboque en vano escaparate, vida que sea vida, porque hoy la vida tanto se ha agostado en exterioridad, que para designarla hay que decir vida interior”.
Mundo interior, dice Etty; vida interior, dirá Albareda con los clásicos. Pero algunos, como oyó decir Gustave Thibon, pueden pensar que son nociones anticuadas para un siglo en el que priva el dinamismo y la eficacia; en el que sólo la acción y la distracción pueden hacer que nos sintamos vivos. Sin embargo, ¿no es verdad que cuando en las actividades exteriores ponemos toda el alma, es decir, cuando las fecundamos con nuestra vida interior, parece que la vida está lograda? Y, por el contrario, ¡qué sensación de vacío e inseguridad cuando, sin pasar por nuestros adentros, repetimos lo que otros piensan, dicen o hacen!
El agotamiento de la calidad interior lleva a la uniformidad, que tanto se da en nuestro tiempo, y segrega aburrimiento, añadirá Thibon. También Schumacher dirá que la vida parece aburrida “si las ideas que llenan nuestra mente son insignificantes, débiles, superficiales e incoherentes”. Y es que ese mundo interior depende de las ideas que lo nutren. En ocasiones, como lo muestra la rica vida interior de tanta gente sencilla, bastará con meditar sosegadamente las tareas cotidianas atreviéndonos -en el decir de García Hoz- a traspasar la corteza de las impresiones hasta llegar al fondo del ser “donde habita la verdad de su vida, esa vida interior, que, por añadidura, enseña a apreciar con justeza lo que las cosas y los hombres son”. Otras veces habrá que alimentarlo con la reflexión y el estudio.
El mundo exterior sólo tiene ojos para la corrupción política si esta tiene que ver con el dinero (al menos en España, que no en otros lugares), pero es el mundo interior el que hace ver que hay muchos otros tipos de corrupción, no tan espectaculares pero sí más nefastos. Corrupción en los conceptos, en las palabras, en las ideas, en las acciones, polvos que traen estos lodos.
Decía Etty Hillesum que hay “que adentrase dentro de sí mismo” y recordé el “¡Adentro!” unamuniano. En aquel texto epistolar, don Miguel aconsejaba: “Deja eso de delante y atrás, arriba y abajo, a progresistas y retrógrados, ascendentes y descendentes, que se mueven en el espacio exterior tan sólo, y busca el otro, tu ámbito interior, el ideal, el de tu alma… Reconcéntrate para irradiar; deja llenarte para que reboses luego, conservando el manantial. Recógete en ti mismo para mejor darte a los demás todo entero e indiviso”. Yo no añado nada.

lunes, 18 de febrero de 2013

Benedicto XVI


Entre pistas nevadas y a un paso de Francia, me refugio en una de las cafeterías del Tarter justo cuando alguien comunica el anuncio de la dimisión de su santidad Benedicto XVI.  La existencia de wifi me permite corroborar la noticia. Minutos después, un amigo me pregunta sobre su veracidad, a lo que respondo con un sí que él apostilla con “creía que era una broma”.
Desde entonces, y a lo largo de toda la semana, escucho y leo -sin avidez- comentarios y opiniones sobre tal decisión. Digo “sin avidez” porque soy consciente del morbo que ha suscitado entre el vulgo, especialmente en el más alejado de la Iglesia Católica (¿por qué será?), y del dolor, mezcla de desconcierto y orfandad, que ha podido producir entre los hombres y mujeres de fe.
Sabedor de que el Espíritu Santo vela sobre la Iglesia y de que ante lo extraordinario -que no depende de uno mismo- la mejor opción es rezar, he procurado mantenerme al margen de toda discusión. No ha sido fácil, pues no hay encuentro en el que no se hable del tema o te pidan opinión. Menos aún cuando hay opiniones contrarias o hay quien pregunta “¿cuáles crees tú que son las verdaderas razones por las que dimite el Papa?”
Las verdaderas razones las dijo en su día el propio Papa. Pueden creerlas o no, pero harían bien en creerlas. Ya es hora de dar de mano a ese siglo de la “sospecha” que pone siempre en duda que uno diga lo que piensa. La trayectoria de este Papa responde a lo contrario, siempre ha dicho lo que piensa, como lo demuestra que -aun a sabiendas de las discusiones que iban a generar sus palabras- no haya tenido inconveniente en decir: “por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. …, el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu, …, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”.
Se habla de si ha hecho bien o mal al tomar tal decisión y me sorprende que gente como yo –soldado raso me decía un amigo- sea capaz de calificar de buena o mala la dimisión de un Papa. Sabemos que robar o tomar a la mujer del prójimo es malo, como sabemos que perdonar al que nos ofende o dar de comer al que tiene hambre es bueno, pero ¿cómo saber si un Papa obra bien o mal al dimitir de su ministerio? Y lo peor de todo es que se empieza hablando del Papado y se acaba juzgando a un Papa. Nosotros, ¿quiénes somos nosotros para juzgar a alguien? Además, ¿quién de nosotros toma una decisión “después de haber examinado ante Dios reiteradamente su conciencia”, tal como lo ha hecho Benedicto XVI?
Desde que conocí la noticia, mi preocupación no fue la Iglesia –que la sé, repito, en manos del Espíritu Santo- sino el santo Padre. Era evidente lo que iba a suceder, sería el blanco de dimes y diretes. Su decisión sería evaluada con parámetros del siglo. Y hasta habría algunos que la consideraran como una falta de confianza en el Espíritu Santo o, incluso, una huida de la Cruz. Para nada tendrían en cuenta sus razones, “la edad avanzada”, “la falta de vigor de cuerpo y de espíritu”, “las rápidas transformaciones [de un mundo] sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe”. Sí, están en lo cierto, yo pensaba que iban a ser precisamente los suyos los que le infligieran mayor dolor. Independientemente de que los otros cargaran sus tintas, de nuevo, sobre el beato Juan Pablo II. Presentarlo como su contrario sería el éxito de sus críticas de antaño. Cuando en realidad son dos formas distintas de comportamiento heroico en dos momentos distintos de la historia de la iglesia.
Benedicto XVI hizo su anuncio casi al inicio de la Cuaresma. Tiempo para la contemplación de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, a quien él mismo recordó aquel día como Sumo Pastor. También Jesús, al inicio de su pasión, dijo: “Todos vosotros os escandalizareis esta noche por mi causa” (Mt). Y, una vez más, es lo que ha sucedido. Y ha sucedido porque nuestra visión sobrenatural sigue estando a años luz de la de nuestros citados Santos Padres.
Por el contrario, tengo para mí que esta dimisión, ejemplo de humildad desde el punto de vista espiritual y cosa lógica desde el punto de vista humano, va a suponer un salto de calidad en la vida de la Iglesia. ¿En qué consiste ese salto?, no lo sé, es cuestión de esperar. Doctores tiene la Iglesia. Aunque está claro, siguiendo con las palabras de san Mateo, que Él irá delante de nosotros a Galilea, tierra de gentiles. Quizás ese salto tenga que ver con una nueva y grande reevangelización tal como el vicario de Cristo, Benedicto XVI, nos propone y vislumbra. Para ello, contamos con su oración como él cuenta con la nuestra.

martes, 12 de febrero de 2013

Nacer mujer


"Nacer mujer en el Sur" son las primeras palabras de un artículo que cuenta cómo Manos Unidas trabaja en proyectos que pretenden un futuro digno para niños de 50 países del Tercer Mundo, así como la promoción de la mujer. Y uno que, después de ver el telediario piensa que todo va mal y que cada uno va a la suya, cae en la cuenta de que hay cosas que todavía están peor y a las que hay gente que dedica tiempo y dinero por cambiarlas.
Cosas que, aunque parezcan lejanas, se dan no sólo en el Sur, sino también en el Este, en el Oeste, en el Norte y en el Primer Mundo. Porque eso de nacer es ya difícil en cualquier parte del mundo. Y si, por ejemplo, es difícil nacer mujer en China, también lo es  para aquellos cuyo diagnóstico prenatal da una alta posibilidad de ser niño de Down o de no poseer los ojos o el pelo deseado por sus padres. Un ejemplo este último que, aunque suene a película de ciencia-ficción, se ha dado al menos en Inglaterra. Por no hablar del niño medicamento, concebido como objeto, como cosa útil, no deseado por sí mismo sino cosificado ya en el vientre materno. Y es que en este mundo hay muchas cosas que deben ser, de nuevo, dignificadas. No quiero decir que haya que inventar algo nuevo para conseguirlo sino que hay que desenterrar aquello que hace digno de ser a cada hombre, independientemente de sus circunstancias.
Unos amigos que habían adoptado una niña China me hablaban de la cultura de aquel país, una cultura milenaria que daba a la hija un papel secundario y que tantas penosas consecuencias, como todos saben, conlleva el hecho de nacer mujer. Y pensaba yo en nuestra cultura cristiana con los datos recientemente leídos del libro de A. G. Hamman. Una frase me venía una y otra vez a mi mente, el grito que el martirio de santa Perpetua arrancó del pagano Libanios: "¡Qué mujeres encuentra uno entre los cristianos!" Y el comentario con el que Hamman concluye el capítulo: son ellas las que nos salvan de la apatía y la mediocridad. Toda la historia judeo-cristiana está repleta de mujeres de este tipo y, aún hoy, cuando el mensaje cristiano está tan diluido, no hay duda de que esta grandeza de la mujer ha superado los siglos. Hasta el punto de que, como dice algún autor moderno que ya es un clásico, parece sorprendente que haya hombres tan hombres cuando su formación recae casi al cien por cien sobre mujeres, sus madres.
Con todo, ¡qué difícil es la vida -si consigue tenerla- para aquella que nace mujer! Y no hace falta ir a otro mundo para advertir la lucha interna por la que atraviesan las mujeres. Y lo paradójico es que son otras las que se lo ponen difícil denigrando la maternidad, criticando la vocación de todas ellas por sacar adelante una familia. Tengo claro que, a diferencia del hombre, la mujer es capaz de hacer dos cosas a la vez. Tanto en la vida doméstica como cuando realiza algún trabajo fuera del hogar. Y que ese ejercicio profesional fuera del hogar exige que el hombre complete su ausencia. Pero, por mucho que se diga, la mujer sigue siendo el alma del mismo. Tiene un don, quizás porque ella misma es un don, que la hace irremplazable.
Nacer mujer en el Sur o en el Este bien merece cualquier tipo de apoyo, quizás más que en el resto del mundo por las barbaridades que contra ellas se ejercen, pero no podemos olvidar a las que nos son próximas, su esencia sigue exigiendo el darse, que es el secreto para sacar al mundo de su mediocridad.  

lunes, 4 de febrero de 2013

Discurso y violencia


Cuando un discurso lleva a posturas radicales que engendran violencia,  algo falla en el discurso. Y si, además, dicho tipo de discursos tiene su origen en la misma persona, algo no va bien en esa persona. 
Cuando vi en la tele a Rubalcaba hablando de la “alarma social” provocada por la supuesta trama de corrupción del partido Popular, no tuve ninguna duda de lo que vendría después: acoso violento a las sedes de dicho partido.
Rubalcaba es especialista en este tipo de situaciones, lo hizo ya en el 2004, en el día de reflexión de unas elecciones generales y no ha dudado en volverlo a hacer ocho años después. Cuando no está en el poder, se aprovecha de los momentos de duda para aupar el extremismo. Él, que tantas verdades oculta, se erige como paladín de la verdad.
Pero si su discurso es irresponsable, también lo es la actitud de aquellos que pretenden resolver los problemas en la calle, saltándose a la torera las instituciones pertinentes. Porque la violencia no es la forma adecuada para que cambien las cosas. Pero esta es la filosofía de Rubalcaba y adláteres, el fin justifica los medios. ¡Y luego dicen que todos los partidos son iguales! Podría hacer una relación extensa de lo que separa al partido del Gobierno del mayor partido de la oposición, pero me lo reservo para otra ocasión. En todo caso, lo único cierto es que, siendo los partidos políticos un conjunto de personas, en todos ellos existe la posibilidad de actuar mal. Algunos se ríen de los pecados capitales, pero siguen ahí, especialmente la avaricia y la envidia. Bueno, la verdad es que siguen vigente los siete.
Si tuviera que hablar de “alarma social” diría que la cara de esta es el paro, el gran número de familias que encuentran dificultad hasta para satisfacer las necesidades primarias. Esta sí que es una auténtica “alarma social”, con casi seis millones de parados de los que, al menos cinco, han sido responsabilidad de Rubalcaba. 
A este paro se suma el hecho de que frente a nueve millones de jubilados, haya sólo dieciséis millones de personas cotizando a la Seguridad Social. Y, entre medias, es destacable el poco valor que se da a la descendencia, manifestado en el bajo número de nacimientos y el aumento de abortos.
En las circunstancias actuales, este es un país en el que más que cizaña hay que sembrar esperanza y principios sólidos que fundamenten el actuar de los ciudadanos. Lo que ahora interesa es fomentar la unidad en lugar del paseíllo incendiario hacia las sedes del partido que gobierna. Y, ante la disconformidad, para eso está el Congreso y las próximas elecciones.
Nos estamos jugando la democracia. Que se castigue a los que se han servido de ella para lograr su propio enriquecimiento, pero no privemos al resto del orden que el Estado de Derecho propicia. Hay muchas cosas que mejorar y una de ellas es que no hay que tomarse la justicia por propia mano. Menos aún cuando todavía no hay nada probado.
Cuando un discurso lleva a posturas radicales que engendran violencia,  algo falla en el discurso.