lunes, 25 de marzo de 2013

Decadencia


Abro las páginas de cualquier periódico, recorro sus titulares y una palabra me viene de pronto: decadencia. Otros han hablado de ella, pero a nosotros nos ha tocado experimentarla.
Tenía razón Kapuscinski: “La imaginación de la Edad Media creó las catedrales. Nuestra imaginación actual no sería capaz de volverlas a inventar”. Y, si aquella fue calificada por algunos como una edad oscura –que no lo fue-, la que nos ha tocado es mucho más siniestra. Y lo peor es que esta nueva oscuridad ha sobrevenido de un modo vertiginoso.
Por su coincidencia con un tiempo de esplendor tecnológico que ha conllevado un notable estado de bienestar, la decadencia de Occidente no se manifiesta de un modo evidente. Ni siquiera la actual crisis económica la escenifica. Tampoco se puede medir aún con parámetros materiales -que el declive hará surgir con el tiempo-, pero basta un solo parámetro para intuir su existencia: el hombre (varón y hembra). Y, al escribir “hombre”, advierto que también éste es para algunos algo material. El hombre como un conglomerado de moléculas que responden a reacciones bioquímicas. Definición acientífica que manifiesta la profundidad de la mencionada decadencia.
No es que la depravación y miseria del hombre sea mayor que en otro tiempo, ni siquiera es menor su grandeza. Lo que sucede es que el hombre de Occidente ha perdido de vista lo que le permitió superarse. Su memoria sólo alcanza a lo inmediato, a lo próximo; como un rascacielos que sólo se enorgullece de sus últimas alturas y que ha olvidado el papel fundamental de sus cimientos, así anda el hombre de hoy.
Es natural que cada generación rechace a la anterior, pero rechazar todo de todas las anteriores es otra cosa. “¿Cómo puedo saber quién soy –se pregunta Jack Escarcha en el Origen de los Guardianes- si ni siquiera sé quien era?”
No nacimos ayer, ni nuestros predecesores fueron tan ingenuos como pretenden hacernos creer algunos. Parece que el hombre maduro haya nacido hoy, pero quienes lo encarnan presentan los mismos vicios, el mismo egoísmo, la misma hipocresía y la misma sed de poder que ha atravesado la Historia de la Humanidad desde sus orígenes. Solo que lo que antes eran llamados vicios, egoísmo, hipocresía o sed de poder, ahora los llaman “logros”. La infidelidad matrimonial, el aborto, la ideología de género, …, son algunos de ellos.
Y del mismo modo que llaman “logro” a lo que era tenido como “vicio” por el saber greco-cristiano que aupó nuestra civilización, toda una propaganda fuertemente subvencionada se alza ahora contra aquellas virtudes que permitieron a nuestros antepasados su construcción. Refinamiento de los vicios hasta su auto-justificación, encubrimiento de las auténticas virtudes hasta su olvido.
Y en esto radica nuestra decadencia, en un olvido de lo que hizo posible ir a más y en un vuelco de lo auténticamente valioso, fruto de no atreverse a aceptar que hay acciones que pueden ser malas. Malas para el hombre y malas para toda una civilización. Una aceptación que no puede darse sin  la consideración del ser, lo bello, lo bueno y lo verdadero. Algo que, en este tiempo, no pasa por la mente de los que nos dominan –que no son precisamente los políticos, ni los que se llaman gobernantes-, presos como están del pragmatismo y relativismo imperante, del todo vale.
Con todo, tengo para mí que esta decadencia no arrasará nuestra civilización original –la judeo-cristiana-, sino que –en el peor de los casos- perdurará en sus formas en otro u otros continentes.  Las raíces de Europa -¡que son cristianas!- sólo serán trasplantadas y hasta es posible que la misma Europa llegue a tiempo de reencontrarlas. En eso estamos.

lunes, 11 de marzo de 2013

Contenido de la democracia (12-03-2013)


En la tarde de hoy se inicia un nuevo Cónclave. Y yo, que no entiendo de quinielas, he decidido unirme a este acontecimiento divulgando algunas de las ideas expuestas por Joseph Ratzinger en su conferencia de Bratislava (1992) recogida en el libro “Verdad, valores, poder”. Evidentemente, lo que suene mal es de mi cosecha. (…)
Llevamos tiempo hablando de la corrupción de los políticos, como si fuera el único tipo de corrupción que existe en nuestro país. Pero no sólo no lo es, sino que tampoco es el único tipo de corrupción que se da en nuestra política. Y, por mucho que los medios de comunicación nos coman el coco con la primera, lo cierto es que la otra corrupción es peor por ser -entre otras- la causa de aquella.
Los políticos surgen de entre el pueblo, como los que gobiernan emanan de las urnas. Esto es la democracia, que consigue la participación de todos en el poder y es “el mejor aval de la libertad individual y el respeto a los derechos humanos”. Pero entre esa libertad individual y ese respeto a los derechos humanos debe haber algo, un contenido, un orden en las libertades, por el que cada persona sea capaz de “reconocer su propio bien en el bien común perseguido por los gobernantes”. Un contenido, pues, que haga que la libertad individual defienda los derechos humanos. Pero es, precisamente en este contenido, donde no nos ponemos de acuerdo. Más aún, es la necesidad de ese contenido lo que algunos niegan.
Y, sin embargo, al hablar del “propio bien” y de “reconocer el bien común”, aparecen dos nuevos conceptos: lo justo y lo bello. Esto es, al mismo tiempo que la libertad caracteriza la forma de vida democrática, lo justo y lo bello se presenta como su contenido. De manera que, si aceptamos como lógica la necesidad de un contenido, este debe de venir dado por lo que es justo y bello, que eso es el bien. Pero, ¿de qué bien hablamos y quién decide ese bien? Y, es más, ¿puede imponerse ese bien a una parte de ciudadanos que no lo consideran como tal?
La democracia actual y, de manera especial, sus políticos, elude  su contenido y se inclina por el relativismo. Lo justo y lo bello lo construye a instancias de la libertad y la vacía así de contenido. Concibe lo justo como aquello que los órganos competentes disponen que es justo, siendo su único sostén el procedimiento. Y, lo bueno, como aquello que conlleva la decisión de la mayoría. Esto es, la praxis por delante de lo que es justo o bello. El procedimiento en lugar de lo justo, la cantidad como única razón para definir el bien. Con esto se cumple lo que dijo alguno: “ser sin cualidades: he ahí el modelo de hombre democrático”.
Como ejemplo de esta democracia relativista y vacía se alza la figura de Pilato. Con su pregunta “¿Qué es la verdad?” está dada también la respuesta. La verdad es inalcanzable. De hecho, sin dar tiempo a respuesta alguna, se dirige a la multitud para resolver el asunto en litigio con el voto popular. “Como no sabe lo que es justo, confía el problema a la mayoría para que decida con su voto”. No hay más verdad que la de la mayoría. A Pilato, para enviar a un justo a la muerte, sólo le hace falta contar con la mayoría, es decir, tener apoyos suficientes.
Este es el peligro de poner la praxis por delante de lo justo y lo bello. Un peligro que se puede desvanecerse al considerar las siguientes preguntas de Ratzinger: ¿cómo justificar los valores fundamentales que no están sujetos al juego de las mayorías y minorías? ¿Cómo los podemos conocer? Preguntas que, al formularlas, devuelven la confianza en la razón humana, a la vez que abren un camino fundamental para el mejoramiento de nuestra democracia.