sábado, 31 de agosto de 2013

"¡Mirar!"

Cada tarde, hacia las ocho, el niño cogía su bicicleta y se alejaba pedaleando. “Ahora vengo”, gritaba; sin dar tiempo a preguntar “de dónde”.
Le seguí una tarde, sin que pareciera importarle. Pedaleamos hacia la escollera del puerto, la del faro. Y cerca de él, a la sombra de una pequeña construcción, dejamos las bicicletas para sentarnos en uno de los bancos de piedra.
“Y ahora, …, ¿qué hacemos?”, le dije. “¡Mirar!”, contestó.
Y miré el mar de aguas oscuras que agitado por el viento se me figuraba lleno de poder; miré el golfo en toda su amplitud, con las playas y edificios de sus orillas y las viejas montañas a su espalda; miré la montaña más alta, la de las antenas de repetición, la que en días de poniente se alcanza a ver la isla de Formentera; miré el puerto con sus barcos, almacenes y grúas. Y todo lo que ví me pareció grandioso, de una belleza sorprendente.
 “Hoy hay temporal”, me dijo el niño, como adivinando mi vértigo ante aquella inmensidad en movimiento. Vértigo que -pensé- pudo ser la sensación que llevó a los primeros hombres a llenar el mundo de dioses. El mar y sus dioses. La aparente pequeñez del hombre ante la grandeza de la Naturaleza. La fragilidad humana ante el poder de lo incontrolable e imprevisible. También ahora, donde una mayoría sólo sabe de pronósticos, mientras que sólo unos pocos conocen los métodos de cálculo. Creemos saber, pero seguimos en manos de unos pocos. Vivimos más de la fe en otros que de nuestros propios conocimientos. Y, cuando decimos “¿a dónde llegará el hombre?”, más bien debiéramos decir ¿a dónde nos llevarán esos pocos hombres?
Hay algo en el corazón del hombre que lo ha llevado siempre a la trascendencia, y la maravilla de la Naturaleza ha contribuido a ello. Pero, una vez dominada ésta, sangrada hasta sus profundidades, el hombre ha dejado de mirar afuera para concentrarse en sí mismo. Nunca como ahora el hombre se ha sentido tan rey de su destino. Rey con súbditos en un mundo que presume de ciudadanía. La admiración ante lo que le rodea se ha tornado en admiración por sí mismo.
Por suerte, frente a ese mar turbulento está la costa. Siempre se puede encontrar la costa, esa otra infinitud que limita a la primera. La costa supone la tierra firme, la seguridad. Siempre hay una orilla a la que recurrir. Dios, Cristo resucitado es esa orilla. Cristo, Dios en el tiempo, esperándonos en la orilla. Esperándonos Dios que es padre, maestro, amigo. Esperándonos con una misericordia que no tiene límites, como se figura a los ojos esa inmensidad de las tierras de la Mancha, mi tierra adoptiva. Hijos adoptivos de Dios, por la gracia.  
Esto pensaba hasta que las primeras luces aparecieron en la costa y los últimos pescadores recogían sus cañas. Entonces, el niño decidió volver. Durante los primeros kilómetros, la visión contemplada llenaba mi espíritu. Poco a poco, el calor y la humedad iba borrando de la mente aquella maravilla. El pensamiento se volvió práctico: dificultad de pedaleo, necesidad de agua fría, deseos de piscina, … Volvía el hombre vulgar, el que olvida hasta lo maravilloso, el que se sumerge en mar turbulento de las opiniones. Pero con la confianza de que, desde ese día, la orilla, la costa, ya no fuera sólo una multitud de granos de arena, ni ruido de olas que se rompen, sino un lugar de encuentro en el que el Amigo espera.

“¡Mirar!”, me dijo el niño. 

miércoles, 14 de agosto de 2013

¿Hacia dónde?

¿Hacia dónde camina nuestro mundo?, me pregunto sin desesperanza. ¿Hasta cuándo sobrevivirán los nuevos paradigmas?, ¿qué hay de verdad en eso que llaman políticamente correcto?, ¿a dónde nos conduce esa pérdida generalizada del sentido trascendente de la vida?  
El aborto como derecho, la manipulación de embriones humanos y de células embrionarias, la desaparición del modelo secular de familia, la neutralidad del Estado como excusa para neutralizar las distintas opciones que caracterizan la sociedad civil, la falta de respeto a lo sagrado, el mercantilismo atroz, la libertad desligada de la responsabilidad, los derechos separados de los deberes, la sexualidad desligada del amor y de todo compromiso, la política emancipada de la moral, la naturaleza despojada de finalidad, la acción y la felicidad como únicas metas, la razón empírica como único instrumento, la certeza en sustitución de la verdad.
Nuestro mundo ha recogido generosamente todos los errores del pasado y, merced a la técnica y la falacia, incluso los ha superado, además de justificado. Y, es que, el subjetivismo los justifica todo. Bueno, no todo, porque no sabe o no contesta a la cuestión primordial del sentido de la vida. Es una huida hacia algún sitio, sin saber cuál, que olvida el deseo de verdad que hay en el hombre y que contribuye a que el misterio de su existencia personal resulte un enigma insoluble
Cada vez estoy más convencido de la labor de gigantes llevada a cabo por sólo unos pocos. Nuestra malograda sociedad está apuntalada por ellos, la resistencia que ofrecen es garantía de que esto no se va a venir abajo. Que sean pocos no es un problema, siempre ha sido así, son el fermento que transforma la masa.
Pero, como digo, nuestra situación no es muy diferente a la de tiempos pasados. La historia no es lineal y, aunque podamos visualizarla como un vector que recorre el tiempo, cada periodo de la historia ha tenido sus propios avatares. En su contexto, cada periodo ha tenido que superar retos de la misma altura que los actuales. Y ha sido sólo al final de cada etapa cuando hemos advertido que la solución venía de unos pocos.
Regresé de Alemania el día de san Benito abad, patrón de Europa. Pensaba en la coincidencia de fechas, ¿casualidad o causalidad? En cualquier caso, era un motivo para pensar en la figura de san Benito quien en la primera mitad el siglo VI había abandonado Roma huyendo de la vida licenciosa de la ciudad. Aparentemente evadido del mundo, la vida monástica que propagó contribuyó a cristianizar Europa haciendo posible la nueva civilización post-romana. La vida de oración litúrgica, el estudio y el trabajo fueron sus pilares. El Evangelio, su inspiración. Cristo, su modelo.
Pero no vivimos del pasado. El siglo XX estuvo repleto de personas que se han hecho célebres en el actual y cuya influencia se consolidará con el paso del tiempo, ¡cuán gigantescas son sus figuras! Y, entre ellos, otra multitud sobresale calladamente en nuestro siglo. Héroes en un mundo de antihéroes, mártires en un mundo que los silencia, santos en medio de una vida aparentemente anodina.
Decía Juan Pablo II que Dios había creado al hombre como un “explorador” que, apoyándose en Él, se dirige siempre hacia lo que es bello, bueno y verdadero. Y no me cabe la menor duda de que este espíritu de “explorador” pervive en muchos hombres y mujeres de nuestro siglo. Gente que, abiertos al misterios de la Revelación, permiten que la razón entre en el ámbito de lo infinito haciéndola capaz de descubrir posibilidades de comprensión hasta hoy insospechadas.
No consigo ver hacia dónde vamos, pero sí veo multitud de estrellas reflejando la Luz que ilumina el camino de la Humanidad. Con esto me basta.