viernes, 20 de marzo de 2015

Anhelos de felicidad

¿Cuántas veces hemos oído decir a padres y madres que lo que quieren es la felicidad para sus hijos?, ¿cuántas, nosotros mismos, lo hemos repetido? Quiero que mi hijo sea feliz, hemos dicho. Incluso se lo decimos a ellos: hijo mío, lo importante es que seas feliz. Y, es que, como ha dicho alguna madre: “cuando tú los ves bien a ellos, tú estás bien también”.
Aunque, por lo general, no parece necesario recordarles que deben ser felices, pues algunos dan la impresión de que pasan buena parte del día buscando su felicidad (que es una de las formas de no encontrarla). De manera que casi se puede afirmar que la necesidad de recordarlo es motivada por alguna situación concreta en la que les vemos perderse en la infelicidad o intuimos que están a sus puertas. Les vemos sufrir por circunstancias que, con la perspectiva de un adulto, son motivos menores. Pero, ¿cómo les explicamos que son naderías? Les vemos tomar decisiones que no conducen a buen puerto. Pero, ¿cómo convencerles de ello o cuál es la base sobre la que construir los argumentos?
El hecho de que una madre o un padre sea feliz viendo felices a sus hijos da que pensar. Parece que la felicidad no tiene, necesariamente, raíces materiales. Los padres no se alegran porque reciban algo material sino por ver felices a sus hijos. Ver, esta es la palabra. Aunque quizás sea más propia la palabra contemplar, que es algo más que ver, es un mirar pensante.  Ahora bien, ¿qué es lo que ven los padres para entender que sus hijos son felices? Evidentemente, no puede ser algo solamente material, pues no es lo material lo que a ellos les hace felices. Sólo podemos intuir que debe ser algo enseñado y vivido en el hogar.
Los hijos son, a la vez, testigos y jueces implacables de los padres. Intentarles argumentar sobre la felicidad cuando el modelo que han conocido está relacionado con la seguridad y el bienestar, aderezado con un poco de “pasarlo bien” (algo que nunca se sabe qué es), resulta difícil cuando falla alguna de estas condiciones. La felicidad, a diferencia de la diversión, no se puede comprar y no tiene vigilantes en su puerta que impidan el paso de aquellos que la quieren robar.
En Locos Egregios, Vallejo-Nájera ponía en boca de Abderramán III: “No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. Y en esta situación he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce”. ¡Catorce días en cincuenta años de reinado! Se entiende que concluya: “hombre, no cifres tus anhelos en el mundo terreno”. También la actual crisis económica ha descalificado el bienestar como clave de la felicidad. Y, en cuanto a la seguridad, basta recordar el Teorema de la Seguridad Absoluta (No te tomes tan en serio la vida, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella) para reírnos de lo que ella aporta.
La felicidad no es pues algo sencillo de obtener, ni se compra ni se fabrica. Quizás sea este el motivo por el que se han escrito tantos libros y tratados sobre ella. Se esconde en lo más íntimo del hombre y tiene mucho que ver con la libertad. De hecho, su contrario -la infelicidad- crece con facilidad en el ambiente propiciado por concepto de libertad que es común hoy. Se insiste mucho en la capacidad de decidir, pero poco en la capacidad de aceptar. La libertad como capacidad para decidir debe ir unida a la capacidad de aceptar las consecuencias de cada decisión. Sin esta segunda parte, el mundo se llenará de infelices.
Pero no basta con aceptar las consecuencias de las propias decisiones, también hay que encajar las consecuencias de las decisiones ajenas. La enfermedad, entre otras. Lo que hace pensar que el meollo de la felicidad quizás no esté donde tan afanosamente lo buscan algunos.
No sé cómo enseñamos a nuestros hijos a ser felices, pero por la infelicidad de algunos de los jóvenes que conozco deduzco que algunos han olvidado hablarles sobre lo esencial. La voluntad de Dios. Y, al olvidarlo, están limitando su libertad ya que será difícil que recurran a él. Y, sin embargo, ese anhelo de felicidad perdurará siempre. Pero siempre lejano porque nadie les dijo: “No lo olviden: la voluntad de Dios es nuestra felicidad” (Papa Francisco).