lunes, 30 de mayo de 2016

Creación y mundo

En algún momento que no logro recordar, Benedicto XVI llamó la atención sobre la necesidad de una catequesis sobre la Creación. La consideraba un tema prioritario para el hombre de hoy. Y algo de ello hay en el segundo capítulo de la encíclica Laudato si’ del Papa Francisco. Una petición del entonces Papa que se me ha hecho presente después de leer una conferencia de Romano Guardini: Sobre el sentido cristiano del conocimiento.
Vivimos un tiempo en el que la mayoría de los cristianos no piensan de manera cristiana. A menudo, no lo hacen ni cuando piensan en cosas cristianas. Dura y certera afirmación que señala una de las causas del retroceso del cristianismo en Europa, continente en el que se da la gran contradicción de que la mayor parte de su gente se proclama cristiana pero que -como continente- no gusta ya del tal apelativo y hasta niega que estuviera un día en las raíces de su origen.
No es que haya una sola manera de pensar en cristiano pues, como escribe el Papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia, mientras que el Espíritu no nos lleve a la verdad completa es posible “que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina cristiana o algunas consecuencias que se derivan de ella”. Por tanto, cuando escribo que no piensan en cristiano estoy diciendo que no lo hacen de ninguna manera.
Recuerda Guardini que la palabra “convertíos” de Jesús no se refiere sólo al hacer, sino también al pensamiento. También el pensamiento se ha de convertir. Pero “no en el sentido de que el hombre deba tener pensamientos relativos a la fe cristiana, sino que debe pensar cristianamente sobre el mundo”. Pensar en cristiano llamamos a esto. Porque parece que cuando el cristiano piensa el mundo lo hace como el que no cree.
¿Cómo piensa el mundo aquel que no cree? Lo piensa como naturaleza; esto es, como algo que está ahí y en lo que el hombre está inserto. Algo “sobre lo que el hombre no puede preguntar qué hay detrás o qué hay más allá”. Como un universo frío -escribe Guardini- regido por fuerzas mudas, por el que vuela una bolita (Tierra) en la que en un determinado momento apareció un moho (vida) y por la que se mueven unos seres diminutos (hombres); una bolita que dura sólo unos momentos, pues se enfría, el frío congela la vida, y todo se ha acabado.
En tal estado de la cuestión, Guardini sugiere una primera conversión, un giro básico del pensamiento para “no pensar el mundo como naturaleza, sino como obra, obra de Dios”. Y al llegar aquí recordé a Benedicto XVI y la Creación. No es pues un tema más para los niños que van a catequesis con vistas a recibir la primera Comunión, sino el punto de apoyo de todo pensamiento cristiano adulto con vistas a “adentrase en la luz que alberga el mundo, por obra del Creador”.
No es de extrañar que el hombre de hoy mantenga cierta aversión a la palabra creación. A menudo, maestros ideologizados o tan solo ignorantes la contraponen a la palabra evolución y, por este motivo, ya desde la juventud, muchos cristianos consideran la Creación sólo para sus cosas de fe, pero no para enfrentarse al mundo; la fe se convierte en una isla que permite hacer afirmaciones pero que no sirve para pensar el mundo. El conocimiento deja así de ser cristiano.

En la encíclica citada, el Papa Francisco también recuerda que decir creación es más que decir naturaleza, “porque tiene que ver con un proyecto de amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado”. Y apunta de nuevo hacia la primera conversión que sugería  Guardini. “La mejor manera de poner en su lugar al ser humano (…) es volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo”. Una propuesta que deja claro que la mejor manera de hacer las cosas es hacerlas pensando en cristiano. Y la Creación es un hecho esencial en este pensamiento.

domingo, 8 de mayo de 2016

Salir fuera

En matemáticas se dice que para resolver un problema hay que salir del planteamiento concreto del mismo. Mirar desde fuera. Salir, como en esas escenas cinematográficas en las que el personaje central parece abandonar su propio cuerpo para contemplar la representación que él mismo está protagonizando. Es al salir fuera de uno (que es el problema) cuando se es capaz de comprender algo nuevo (la solución o el camino para encontrarla). Pero, claro, para poder salir tiene que haber algo fuera, que en el caso de las matemáticas es el conocimiento y el bagaje matemático que uno tiene.
Tengo para mí que en la vida sucede algo análogo. Y si, como decía el profesor Leonardo Polo, el hombre es un solucionador de problemas, esta analogía se hace bastante precisa. Hay problemas en la vida, esos de los que decimos que sólo nos pasan a nosotros o ya quisiera ver yo quien lo pasara o no se lo deseo a nadie, que están pidiendo a gritos que salgamos fuera. Y lo mismo puede decirse de otros tantos problemas sociales. Unos y otros proclaman la necesidad de salir fuera. A la vez que encuentran la misma dificultad: ¿a dónde?, ¿existe eso que usted llama “fuera”? o ¿existe algo fuera de este mundo?
Una frase de la madre de Luigi Giussani permite dar respuesta a lo anterior sin necesidad de diatribas filosóficas. Su exclamación en una mañana de Pascua: “¡Qué bello es el mundo y qué grande es Dios!”. Su primera parte (¡qué bello es el mundo!) resume todo aquello a lo que se llega mediante la libertad humana, incluido -como diría Guardini- el sentido de lo religioso y su misma experiencia. Aquello que, desde la cima del Everest, hizo exclamar a Mallory: “la solución está en los cielos”. Todo aquello que es en el mundo que nos movemos y que, por tanto, no supone salir fuera. Su segunda parte, en cambio, se refiere a la libertad de Dios que penetra en la historia y a la respuesta libre que da el hombre ante este hecho. Y esta relación entre el mandato de la revelación (Dios hecho hombre) y la obediencia de la fe es el “único acto de auténtica trascendencia respecto al mundo”. Esto sí que es salir fuera, porque un mandato así no puede darse nunca a partir del mundo.
En conversación amistosa con alguien abrumado por un motivo concreto, tuve que decirle que estaba limitado por su falta de trascendencia. Lo mismo que sucede a otros tantos para los que sólo existe lo que pueden tocar o razonar. Pero lo real es más grande, mucho más, que la medida que le adjudica la razón. Como decía Newman, el mundo real abarca lo temporal y lo eterno, pero todavía queda lo que él llamaba irreal. Basta un chispazo de la sabiduría divina, sólo uno, para encontrar solución a lo que son “problemas temporales”
 En un mundo que habla tanto de abrir la mente, se echa de menos abrirse a la luz del amor divino. Al pensar en los jóvenes a los que por decreto se les va a mantener en la ignorancia de toda trascendencia y, más en concreto, en el desconocimiento de la revelación que heredaron sus padres, surge espontánea otra exclamación: “¡no tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo, no le temáis!”. Del mismo Juan Pablo II que afirmaba que “el hombre no se conoce a sí mismo”. Porque si se conociera sabría que la participación en la vida divina es un don que no tiene límites pues estamos hechos para amar, creados para el Amor que es siempre un salir fuera.
Curiosamente, al considerar esta trascendencia y, más en concreto, la revelación, es cuando descubrimos el desconocimiento que tenemos de nuestra propia naturaleza. Pues si la naturaleza humana es tal que Dios la adoptó para encarnarse, si él  mismo cupo en ella, ¿de qué infinitas posibilidades podemos llegar a hablar?

Desde luego que salir fuera no es consejo baladí.