domingo, 29 de enero de 2017

Con todo respeto, discrepo.

A principios del siglo XIV, Ockham (el filósofo de la navaja) se propuso convencer al Papa (conocerá a tres) de que debía ocuparse más de su grey y menos de las cuestiones temporales. Buscaba la lógica separación del poder espiritual y el temporal, de la Iglesia y del Imperio. Ahora, siete siglos después, esta solicitud resulta evidente, como evidente es que el Papa de hoy es un guía espiritual, un pastor de almas que no quiere que ninguna (¡ni una!) se pierda.
Pero la tentación de imponer las propias ideas por la fuerza no ha perdido actualidad. Aunque solo sea con la fuerza de una Ley hecha a la medida de esas ideas. Una ley a resultas de los que más gritan, de los que agitan la calle (antes, ley del más fuerte), de los lobbies con medios económicos suficientes para crear opinión, es hoy el método empleado para dominar. El que emplea la ideología de género: con multas, como en el caso de la presidenta Cristina Cifuentes contra el director de un Colegio de Madrid que se atrevió a denunciar tal ideología, o con petición de cárcel (o la condena al ostracismo) para aquellos personajes públicos que no las comparten.
Porque hoy ya no se entiende que discrepar no es discriminar. Parece que sólo los de una orilla están legitimados no sólo para expresarse y criticar, sino también para ofender. Para los de la otra, bastará que se atrevan a expresarse para condenarlos al trullo. Y luego defenderán la libertad de expresión de Hebdo, cuando no lo hacen con el que está al lado.
El conocido caso de unos pasteleros cristianos de Belfast, acusados por discriminación a pagar una multa de 500 libras por negarse a aceptar el encargo de una tarta con el lema “Apoya el matrimonio gay” ya que no estaban de acuerdo con ello, hace preguntarnos: “¿se puede obligar a un impresor musulmán a publicar caricaturas de Mahoma?, ¿se puede obligar a uno judío a que imprima un libro que niegue el Holocausto?, o ¿se puede obligar a un pastelero gay a que decore sus tartas con eslóganes homófobos?” Entonces …
Se ha pasado de la postura lógica de no imponer las creencias espirituales de una mayoría a imponer, con revanchismo y odio, las creencias (aunque no sean espirituales, son creencias) de una minoría. “Ahora, yo impongo”, parece que dicen. Primeramente, impongo la destrucción de todo lo anterior (deconstrucción, en su lenguaje). Después, impongo mi opinión por medio de la coacción so capa de Ley. En tercer lugar, desarrollo mis ideas con proyectos educativos en la escuela. Y así, algunas ideologías (como la de género), que tratan de imponerse como un pensamiento único, acaban determinando incluso la educación de los niños.
He dicho “creencias”, porque detrás de la ideología de género (la más agresiva so capa de Ley con el que discrepa) no hay ciencia, sino creencia. Sorprende que en un tiempo en el que el progreso se daba al ritmo de la ciencia o, más bien, de apariencia de ciencia, en el que las ideas se revestían de ella para ser admitidas (véase la teoría del superhombre y el nazismo, la teoría de la lucha de clases y el marxismo, tan catastróficas ambas para la humanidad), sorprende -digo- que esta nueva ideología (la de género) no haya encontrado sustrato científico, más bien al contrario. Quizás por ello, como escribió Camila Paglia (mujer que defiende una total libertad de expresión sexual): “Hoy está censurada la discusión sobre las causas de distintos asuntos de género. (…). Incluso plantear la cuestión del origen de la homosexualidad se considera un signo de homofobia (..) Estoy esperando que algunos jóvenes gais valientes protesten contra esta censura” (web británica Spiked, 15.4.2016).
         Pero he de acabar, volvamos a Ockham, a aquel fraile franciscano que sufría ante la incongruencia del Papado. Se ha afirmado miles de veces el valor de la diferencia. Qué incongruencia pues imponer las propias ideas. Que las de unos y otros no les lleven a un cuadrilátero sangriento, que sepan ver la grandeza del otro, que respeten su libertad, que no obliguen a nadie a quemar incienso al César, cualquier César.

miércoles, 25 de enero de 2017

Galileo, 1616 (II)

El 16 de julio de 1610 fue nombrado Primario Matematico dello Studio de Pisa e primario Matematico e Filosofo del Granducca di Toscana, con el privilegio de no dar clases y dedicarse a la investigación. En el fondo, como escribe S. Drake, era un florentino hasta la médula, allí había nacido (Pisa, 1564) y a sus 47 años cumplidos volvía a su Universidad.
La noticia causó gran consternación entre los paduanos y nunca perdonarán su marcha. No obstante, dejó amigos, como fray Paolo Serpi (teólogo oficial de la República de Venecia), Antonio Querengo (poeta en lengua latina), G. Sagredo (que perfeccionó el termómetro a partir de las ideas de Galileo), Santone Santorio (que contribuyó a la medicina experimental partiendo de estudios de Galileo) y Benedetto Castelli, monje benedictino y alumno que le seguirá a Pisa en 1613 como profesor de matemáticas.
En Padua había cosechado grandes éxitos. Acudían tantos estudiantes a sus lecciones -comenta Brandmuller- que tuvo que trasladar sus clases a un aula mayor con capacidad para un millar de personas (ríanse ustedes de la preocupación actual por el tamaño de las aulas y la ratio) o, bien, impartirlas al aire libre. Inventó el compás geométrico y militar, reunió sus teoremas sobre el movimiento, descubrió que la velocidad de caída era proporcional al cuadrado de la distancia y que la trayectoria del movimiento de un proyectil era parabólica, (…) E insisto en ello, estimado lector, para que quede clara la fama que ya tenía Galileo como físico antes de publicar el Siderius y, por supuesto, antes de volver a Florencia.
Llegó el 12 de septiembre. Y ya en Florencia, su Siderius recibió el apoyo de los astrónomos jesuitas de Roma y hasta del padre Clavius, profesor de matemáticas, que introdujo -junto a Magini- el punto en la expresión decimal de un número, y reputado astrónomo, componente de la comisión encargada de la reforma gregoriana del calendario. Galileo le había conocido en su primer viaje a Roma (1587) y el 17 de diciembre iniciaron un fecundo intercambio de correspondencia. Así acabará un año que acrecentó su figura y en el que hizo público, por fin, su apoyo al heliocentrismo de Copérnico.
Pero 1610 tuvo también su espina. Fue a finales de año, cuando el filósofo Ludovico delle Colombe (profesor en Pisa) invocó las Sagradas Escrituras como argumento contra el movimiento de la Tierra, a la vez que metía cizaña contra Galileo. Estaba resentido contra nuestro protagonista a causa de la crítica de este a una publicación suya de 1606 referente a la supernova de 1604.
Y fue de esta forma, consciente o inconscientemente, como se abrió el debate a los teólogos. Un debate que dará pie al conflicto por el que Galileo será recordado entre la mayoría de los mortales. Todavía habrá que esperar a 1633 para el desenlace definitivo, pero lo que acontezca en 1616 será determinante.
 Ante cualquier provocación hay siempre dos opciones, las mismas que tenía Galileo: hacer oídos sordos o responder. ¿Por cuál optaría Galileo? No hay que ser un lince para adivinar que optó por la segunda. Ahora bien, para su respuesta podía elegir, a su vez, entre dos tipos de argumentos: los físicos o los teológicos. Y, ¡cómo no!, Galileo eligió los teológicos. Si con aquella provocación Colombe pretendía llevarle a ese terreno, entonces podemos afirmar que nuestro protagonista había caído en la trampa.
Porque si Galileo se hubiera mantenido en el campo científico, donde era una autoridad, todo hubiera quedado en una discusión entre escuelas, una más; pero hacerlo en el campo teológico suponía una intromisión inaceptable para los teólogos profesionales. Más aún cuando la discusión iba a girar en torno a la interpretación de las Sagradas Escrituras que, como se sabe, era una de las cuestiones que separaba a los cristianos protestantes de los católicos. Lutero había proclamado la libre interpretación de las escrituras, cada cual las interprete a su modo. Mientras que, el Concilio de Trento (1545-1563), en su sesión del 8 de abril de 1546, había dejado claro que la interpretación de la Escritura debía estar guiada por la autoridad del magisterio de la Iglesia.  
          Son tiempos convulsos, de desunión en la cristiandad. Pronto comenzará la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) con luchas fratricidas entre protestantes y cristianos, donde cada bando busca y castiga la herejía. Por eso he dicho que era una trampa, que Galileo se iba a meter en la boca del lobo. El Concilio había recibido su aprobación general con la Bula “Benedictus Deus” de Pío IV casi dos semanas después del nacimiento de Galileo y la sensibilidad con respecto a esta materia estaba a flor de piel. No era el mejor momento para dar lecciones a los teólogos.
           No obstante, no se precipitó. Tenía otras prioridades, acababa de descubrir las fases de Venus, lo que implicaba que Venus no giraba en torno a la Tierra sino alrededor del Sol, y buscó reconocimiento en Roma que en aquel tiempo no sólo ostentaba la primacía del mundo católico, sino también la del saber científico, artístico y cultural.
Llegó a Roma el 29 de marzo de 1611, Jueves Santo. Se alojó en la residencia del embajador toscano y fue recibido en la “Accademia dei Lincei” (la primera academia científica de la historia) como su sexto miembro; por el Colegio Cardenalicio (ya había enviado un telescopio a algunos cardenales) donde, aunque no todos compartían su copernicanismo, le esperaban entusiasmados; por los jesuitas del “Collegio Romano”, quienes reconocieron que después del descubrimiento de las fases de Venus era ya insostenible el sistema tolemaico y, como guinda, fue recibido por el Papa Paulo V quien, rompiendo el protocolo, no permitió que le hablara arrodillado.
        Galileo estaba exultante, con entusiasmo exponía a todos sus ideas copernicanas, hasta el punto de que le aconsejaron ser más cauteloso. Le matizaban que lo que había demostrado era que, al menos, Venus giraba en torno al Sol, pero nada más. Pasó buenos ratos conversando con Clavius o en sesiones prácticas con el telescopio en las que mostraba sus hallazgos a numerosos invitados. Platicó con el cardenal jesuita Roberto Belarmino (consultor del Santo Oficio) ante quien le aconsejaron que tuviera máxima prudencia. Antes de su visita a Roma, el cardenal ya se había interesado por Galileo inquiriendo el 17 de febrero (no consta la tan citada consulta del 17 de mayo) por su relación con el profesor Cremonini, recientemente investigado por la Inquisición. Belarmino también consultó (19 de abril) a los jesuitas Clavius, Grienberger, Van Maelcote y Lembo, sobre el fundamento de las proposiciones de Galileo, quienes confirmaron cinco días después, con mínimas diferencias, las tesis de Galileo.  
             Abandonará Roma el 4 de julio. Fueron tres meses triunfales tal como muestran las palabras que el cardenal Del Monte escribe (31 de mayo) al duque de Toscana: “Si estuviéramos todavía en tiempos de la antigua Roma se le habría erigido una estatua en el Capitolio como reconocimiento a sus méritos”. Pero nuevas polémicas le esperaban en Florencia. (Continuará)