miércoles, 25 de diciembre de 2024

La fe de Tolkien

 


 

                Ciento veintiún años después de la conversión de Tolkien, Navidad de 1903, he leído el libro “La fe de Tolkien”, de la escritora norteamericana Holly Ordway. Y quisiera recomendarlo. No es una biografía al uso, es una biografía espiritual que partiendo de sus propias palabras, su correspondencia privada, entrevistas y testimonios con familiares y amistades, a las que se suman retazos que aparecieron ya en algunas de sus biografías, presta atención a lo que la fe significó para Tolkien. No es un libro sólo para creyentes, es un libro para todos aquellos que encontraron en su literatura esa esperanza clara, luminosa, que tanto se echa en falta. Conocer la verdad que apoya esa esperanza es acercarse a las raíces de este académico que veía más allá de los muros del mundo.

                El planteamiento de Holly Ordway es inteligente. Plantea las cuestiones para que todos, creyentes o no, entiendan su significado. Lleva en paralelo el desarrollo de los acontecimientos principales de la vida de Tolkien junto a la evolución del catolicismo en Inglaterra, explicando detalles que ayudan a comprender que no le resultó cómodo ser un católico converso en la Inglaterra del siglo XX. Hombre piadoso al que no le gustaba pasar como beato, rezaba frecuentemente el rosario. Hombre de oración que llegó a afirmar que “en muchas ocasiones se le había otorgado una historia como respuesta a una plegaria”.

                Tolkien recibió la mayor parte de su formación espiritual en casa, por boca y ejemplo de su madre. Completó esta formación con los oratorianos del Oratorio de Birmingham y estuvo atendido constantemente por el padre Francis Morgan, su tutor tras la muerte de su madre, quien fue a su vez secretario del cardenal Newman, hoy san John Henry Newman.

                Holly Ordway deja muy clara su devoción a los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la confesión, su dedicación diaria a la oración, así como sus oraciones preferidas. Dando a entender que su vida es incomprensible sin tener presente su fe. Y, más aún, parece que su obra no se puede entender sin esa fe. De hecho, el libro está salpicado de referencias que la relacionan con diversos pasajes de sus obras. Una fe que se manifestaba constantemente en el trato con sus amigos, a los que Ordway dedica algunos capítulos, de manera singular a su amistad con C. S. Lewis a quien llevará de vuelta a Dios, al hogar. Y que permitió que su éxito no se le subiera nunca a la cabeza. Ordway también destacará su devoción a la Inmaculada Concepción, su cariño a san Felipe de Neri, santo Tomás Moro o a Chesterton, entre otros.

                Su noviazgo, el amor a su esposa, el significado del matrimonio y el trato con sus hijos y familiares, llena también buena parte del libro. Así como su lealtad a la Iglesia, manifestada de modo concreto tras las reformas litúrgicas del Concilio Vaticano II. No olvidemos que, al igual que la propia autora, Tolkien fue un converso que no tuvo reparos en hacer presencia pública de su fe. Era conocido como católico en el ambiente universitario. Y tuvo trato con personajes célebres como Ronald Knox o Hilaire Belloc.

                Resumiendo, Holly Ordway describe a un profesor y académico cristiano católico que disfrutó con sus amigos, con sus creaciones literarias (casi un hobbit salvo por el tamaño), que tuvo que pasar por muchas penalidades (la orfandad y las dos guerras mundiales con sus consecuencias, entre otras), pero que fue capaz de vivir en presencia de Dios, aún en sus años tibios, siempre agradecido “por haber sido educado (desde los ocho años) en una fe que me ha nutrido y me ha enseñado lo poco que sé”. O, con palabras de Ordway, “un hombre complejo, fascinante, devoto, divertido y brillante”, al que sólo se le puede entender desde la fe.