Ciento veintiún años después de la conversión de Tolkien,
Navidad de 1903, he leído el libro “La fe de Tolkien”, de la escritora
norteamericana Holly Ordway. Y quisiera recomendarlo. No es una biografía al
uso, es una biografía espiritual que partiendo de sus propias palabras, su
correspondencia privada, entrevistas y testimonios con familiares y amistades, a
las que se suman retazos que aparecieron ya en algunas de sus biografías,
presta atención a lo que la fe significó para Tolkien. No es un libro sólo para
creyentes, es un libro para todos aquellos que encontraron en su literatura esa
esperanza clara, luminosa, que tanto se echa en falta. Conocer la verdad que
apoya esa esperanza es acercarse a las raíces de este académico que veía más
allá de los muros del mundo.
El planteamiento de Holly Ordway es inteligente. Plantea
las cuestiones para que todos, creyentes o no, entiendan su significado. Lleva en
paralelo el desarrollo de los acontecimientos principales de la vida de Tolkien
junto a la evolución del catolicismo en Inglaterra, explicando detalles que
ayudan a comprender que no le resultó cómodo ser un católico converso en la
Inglaterra del siglo XX. Hombre piadoso al que no le gustaba pasar como beato,
rezaba frecuentemente el rosario. Hombre de oración que llegó a afirmar que “en
muchas ocasiones se le había otorgado una historia como respuesta a una
plegaria”.
Tolkien recibió la mayor parte de su formación
espiritual en casa, por boca y ejemplo de su madre. Completó esta formación con
los oratorianos del Oratorio de Birmingham y estuvo atendido constantemente por
el padre Francis Morgan, su tutor tras la muerte de su madre, quien fue a su
vez secretario del cardenal Newman, hoy san John Henry Newman.
Holly Ordway deja muy clara su devoción a los
sacramentos, especialmente la Eucaristía y la confesión, su dedicación diaria a
la oración, así como sus oraciones preferidas. Dando a entender que su vida es incomprensible
sin tener presente su fe. Y, más aún, parece que su obra no se puede entender
sin esa fe. De hecho, el libro está salpicado de referencias que la relacionan con
diversos pasajes de sus obras. Una fe que se manifestaba constantemente en el
trato con sus amigos, a los que Ordway dedica algunos capítulos, de manera
singular a su amistad con C. S. Lewis a quien llevará de vuelta a Dios, al
hogar. Y que permitió que su éxito no se le subiera nunca a la cabeza. Ordway
también destacará su devoción a la Inmaculada Concepción, su cariño a san
Felipe de Neri, santo Tomás Moro o a Chesterton, entre otros.
Su noviazgo, el amor a su esposa, el significado del
matrimonio y el trato con sus hijos y familiares, llena también buena parte del
libro. Así como su lealtad a la Iglesia, manifestada de modo concreto tras las reformas
litúrgicas del Concilio Vaticano II. No olvidemos que, al igual que la propia
autora, Tolkien fue un converso que no tuvo reparos en hacer presencia pública
de su fe. Era conocido como católico en el ambiente universitario. Y tuvo trato
con personajes célebres como Ronald Knox o Hilaire Belloc.
Resumiendo, Holly Ordway describe a un profesor y
académico cristiano católico que disfrutó con sus amigos, con sus creaciones
literarias (casi un hobbit salvo por el tamaño), que tuvo que pasar por muchas
penalidades (la orfandad y las dos guerras mundiales con sus consecuencias,
entre otras), pero que fue capaz de vivir en presencia de Dios, aún en sus años
tibios, siempre agradecido “por haber sido educado (desde los ocho años) en una
fe que me ha nutrido y me ha enseñado lo poco que sé”. O, con palabras de Ordway,
“un hombre complejo, fascinante, devoto, divertido y brillante”, al que sólo se
le puede entender desde la fe.