miércoles, 7 de febrero de 2024

¡Que se acabó la linde!

 

 

Un magnífico e irónico WhatsApp decía: “lo importante no es dejar claro que dos más dos no son veintidós, sino profundizar en el heteropatriarcado opresor y la perspectiva de género”. Y recordé un curso de educación de la voz, con un módulo titulado la igualdad de género, que suscitó la pregunta: ¿qué relación hay entre educar la voz y la igualdad de género? Respuesta: estamos obligados. Y, es que, en la escuela de hoy se puede obligar una ideología, la de género, pero no se puede obligar a aprender matemáticas, historia, lengua u otras materias.

Pero no va esto de la ideología de género, que se impone como dogma tanto en escuelas como universidades gracias a sustanciosas subvenciones, sino de la Enseñanza, ésa que es noticia después de PISA, al finalizar una evaluación o tras la estadística de repetidores. Porque hasta ese día, la enseñanza va bien, mi hijo va bien, las estadísticas no incomodan.

¿Hacia dónde va este modelo de enseñanza? ¿Qué fin persigue? Desde luego que no el de los usuarios, ya sean padres, estudiantes, profesores, empleadores o librepensadores. Colectivos que confían en que aquellos que se gradúan, ya a los dieciséis o a los dieciocho años, hayan adquirido los conocimientos adecuados que presupone el nivel alcanzado. Pero esto no es así, hoy se pasa de nivel por edad o por el incumplimiento de alguna minucia que forma parte de una extensa gama de formalismos. Y todo bajo un control burocrático férreo que niega la libertad de cátedra. El conocimiento no es decisivo. Saber o no saber es indiferente, lo único que parece interesar es poder presumir de estadísticas y evitar conflictos esenciales. Y esto, como mínimo, es una injusticia comparativa para los que saben o logran llegar al nivel correspondiente a base de esfuerzo, además de un fraude social, salvo que el usuario esté equivocado sobre lo que espera de la enseñanza y este modelo educativo tenga otro fin. Pero ¿qué fin?  

Daniel Mendelsohn cuenta en uno de sus libros que su padre solía preguntar: “¿cómo podemos recorrer una larga distancia sin llegar a ninguna parte?” La solución de la adivinanza es “viajando en círculos”. Lo que resulta una buena analogía de la enseñanza actual: muchos años escolarizados para llegar al punto de partida, la ignorancia, una y otra vez a la ignorancia. Ni hélices, ni espirales, sino circunferencias. Pero, claro, con un título o certificado académico.

El Bachillerato, el BUP e, incluso, la EGB, estaban cargados de saber, de ese saber que no se aprende por gusto, pero que constituye el bagaje cultural de muchas generaciones. Porque, además de pagar impuestos, hay otras cosas que hay que hacer por obligación, aunque cuesten o no se entiendan los motivos. Sitúan al joven en el mundo y le ayudan a conocerse. Saber por saber, y nada más. Lo contrario es esta enseñanza utilitarista que siempre conjuga el “para” y muy pocas veces el qué o el por qué. Un modelo de enseñanza que están abandonando muchas naciones.

Dice un refrán de estas tierras: “se acaba la linde y el tonto sigue”. Y esto parece que está pasando con los que introdujeron este tipo de enseñanza, que no se paran a analizar o a reflexionar sobre la posibilidad de que no fuera tan guay. Que no es que los responsables de llevarla a cabo lo hayan hecho mal, sino que se acabó la linde.

miércoles, 10 de enero de 2024

Una pregunta sobre la estrella

 

 

                Sabemos que los magos de Oriente siguieron el camino que les mostraba una estrella, a la que vieron salir. Y, si la vieron salir, es porque era una estrella nueva o, al menos, desconocida para ellos. Imagino que la siguieron como se sigue la estrella Polar, pero no quiero entrar en esta cuestión tan sencilla para los montañeros o los astrólogos, y tan complicada para la gente de ciudad como yo. Mi pregunta es ¿por qué acabaron en Jerusalén y no en Belén?

                Quizás sea fácil de responder para aquellos que han seguido alguna vez una estrella, pero ya he dicho que no es mi caso. Puedo pensar que desapareció al entrar en Jerusalén, pues dice san Mateo que “después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos”. Y digo al entrar en Jerusalén y no antes porque ellos seguían la estrella y estaban convencidos de que habían llegado a su destino pues, en caso contrario, no hubieran preguntado “¿dónde está el Rey de los judíos?”, ni afirmado su propósito: “venimos a adorarlo”. Así pues, confirmada la ciudad, ya sólo querían saber en qué lugar de esa enorme población se encontraba el Rey de los judíos.

                Dejando a un lado estas especulaciones, imagino que a la vista de Jerusalén quedaron deslumbrados por el esplendor de su Templo, la fortaleza romana o la visión del palacio de Herodes. Además, esa era la capital de los judíos, su ciudad santa, por lo que parecía el lugar más adecuado para el nacimiento de su Rey. No lo dudaron y entraron en ella. Excesiva confianza que ni advirtieron que la estrella había desaparecido. O, bien, sí lo advirtieron, pero pensaron que ya no la necesitaban, que ésta había cumplido su cometido.

                Tú y yo, que hemos seguido la estrella hasta aquí, la estrella que recibimos con el Bautismo y que conduce a ese Rey que buscan los magos, también hemos quedado muchas veces deslumbrados por las apariencias o por lo que parece adecuado en el momento, que no siempre coincide con lo correcto. Por el consumismo desenfrenado, por palabras atractivas de vendedores de humo, por el deseo de quedar bien, por el éxito, por el bienestar, por el desprecio a lo que nos rodea, incluso a la propia vida. Y, como los magos de Oriente, hemos creído que dejar de ver la estrella no era una mala señal. Al contrario, que con su desaparición había llegado nuestro momento, que éramos más libres, que habíamos completado el camino.

                Los magos preguntaron. Recorrieron toda Jerusalén repitiendo la misma pregunta, hasta conocer la respuesta: “En Belén de Judea”. Se habían equivocado de lugar. No mucho, claro, unos diez kilómetros. Un error relativo pequeño si tenemos en cuenta la distancia recorrida desde que empezaron a seguir la estrella. Pero tuvo consecuencias. Porque hasta los errores pequeños o involuntarios tienen consecuencias. Alertaron del nacimiento del Hijo de Dios al rey oficial de Judea, a Herodes, con la trágica consecuencia de la matanza de los inocentes. Que, si a nuestro parecer resultó una acción inhumana, no podemos juzgar su alcance sin tener presente que la Providencia divina tiene sus propios caminos, incomprensibles muchas veces, como velados, que forman parte del misterio en el que viven los hombres, enanos ante la sabiduría de Dios, pero también hijos suyos muy queridos.

                También nosotros, cuando allí donde estamos no encontramos lo que hemos ido a buscar, hemos preguntado: “y la felicidad, ¿dónde está esa felicidad prometida?” Lamentablemente, no siempre obtenemos una respuesta clara. Unos dicen que aquí, otros que allá. Y vamos de aquí para allá probándolo todo, buscando la felicidad lejos de la estrella, sin advertir que es imposible y que no hay otra respuesta que la de Jesús: “yo soy el camino, la verdad y la vida”. Un camino que conjuga perfectamente dolor y felicidad.

                Los magos reaccionaron con prontitud: “se pusieron en camino”. Deslumbrados, sin luz, incapaces de pensar que algunos de los pueblos de alrededor pudiera ser el lugar del nacimiento, fueron al lugar más glamuroso. Como nosotros, a veces. Pero supieron rectificar a tiempo, con premura, “y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño”. También nosotros, si rectificamos, volveremos a ver la estrella, lo hemos experimentado. Y, puestos en el camino, veremos maravillas como nunca podremos imaginar.