domingo, 31 de diciembre de 2017

Hoja, de Niggle

En enero de este año que finaliza se cumplió el ciento veinticinco aniversario del nacimiento de John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973), buena excusa para escribir sobre él y su obra (casi no llego). Más aún para aquellos que la disfrutamos.
            Y, puesto a escribir, decido hacerlo sobre una de sus obras menores: Hoja, de Niggle. Un cuento “escrito de un tirón” (Segura) entre 1938 y 1939, aunque publicado en 1945, cuando “soplaban vientos de guerra en Europa y los presagios no parecían muy favorables para Gran Bretaña” (Santoyo-Santamaría). En él parece que Tolkien, temiéndose lo peor, hace un balance simbólico de su vida por medio de la autojustificación de su trabajo literario. Su hija Priscilla lo calificaba como el relato más autobiográfico de la obra de su padre (Pearce). Como también es el más simbólico.
            Ahora bien, la vida de un hombre no puede narrarse sin acompañantes, sin la participación en ella de los otros. La vida es camino de encuentros, es andar en compañía y tiene también sus despedidas. Por eso, este relato, contra lo que puede sugerir el título, no trata sólo sobre Niggle (pintor por vocación) sino también sobre su vecino Parish (que cuando miraba los cuadros de Niggle sólo veía manchas verdes y grises, y líneas negras que se le antojaban sin sentido). Niggle es el protagonista, pero todos tenemos algo de Parish.
            Y si comento este cuento es porque me llamó la atención su aplicabilidad a la vida real. Daba pie para reflexionar sobre el aprovechamiento del tiempo, sobre la manera de realizar un trabajo bien hecho, sobre la necesidad de interesarse por los demás, sobre la eficacia del olvido de sí y, como colofón, abría las puertas a la esperanza en una vida eterna gozosa. ¡Casi nada!

¿Quién es Niggle?
Tolkien describe a Niggle como un pintor de segunda fila, un pobre hombre o un hombrecillo de lo más común, y bastante simple, aunque la narración muestra que no es del todo así. Porque, a pesar de su autor, Niggle no deja de ser un artista, un creador y, en este sentido, se aleja del común de los mortales. Otra cosa es que no desarrolle su don al cien por cien. Pero, lo cierto es que su idea creativa, su intento por pintar un árbol completo, con todas las hojas de un mismo estilo y todas distintas, no le abandonará.
Niggle refleja al hombre (o a la mujer; aunque en este caso sea un hombre) consciente de su singularidad, que no se siente uno más, y cuya personalidad debe quedar expresada, fijada, a la vez que valorada. Es alguien con el convencimiento íntimo de ser capaz de crear algo original que sólo él puede llevar a término. Alguien que quiere dejar para la posteridad algo de su don. Y en este sentido creo que Niggle somos todos, aunque algunos no sean conscientes de ello.

Un ideal que no encaja
Frente a este ideal (llamemos así a su interés por desarrollar su don) se alzaban varios obstáculos. Por un lado, el desconocimiento público de lo que Niggle llevaba entre manos (Desde luego, pocos tenían noticia de su cuadro) y, como consecuencia, la ausencia de toda valoración ajena (pero aunque lo hubiesen sabido, tampoco habría mucha diferencia. Dudo que hubieran pensado que era muy importante). Esto es, la única fuerza con la que cuenta es la interior. Su empeño íntimo es su único carburante.
No obstante su entusiasmo, su debilidad radica en esa ausencia de valoración. Habría deseado tener algún amigo que le orientase, alguien que le diera unas palmaditas a la espalda y que le dijera: ¡Realmente magnífico! Para mí está muy claro lo que te propones. Adelante, y no te preocupes por nada más. Es la soledad del artista, pero es también la soledad propiciada por una sociedad regulada hasta el extremo por normas frías (porque lo dicta la ley) y con intereses sólo materiales (mientras él contemplaba su cuadro con emoción, los otros veían tan solo cantidad de materiales: lienzo, madera, pintura impermeable para reparar las casas vecinas porque primero son las casa, la ley es la ley).
En efecto, Tolkien enmarca el cuento en algún país con leyes bastante estrictas. Referidas algunas al deber de ayudar a los demás, lo que denota una humanidad que sólo piensa en el prójimo por obligación. En el caso de Niggle no era exactamente por obligación, sino porque se sentía incómodo si no lo hacía. Pero le hubiera gustado tener más carácter para que no le afectasen los problemas de los demás. Ayudaba, pero ello no era óbice de que gruñese, perdiera la paciencia y maldijese (la mayor parte de las veces por lo bajo).
Tengo la impresión de que se trata de una sociedad puritana, sin la alegría de hacer las cosas con amor y por Amor. Semejante archipiélago de individuos estresados por el formalismo de las normas me recuerda “La teoría sueca del amor”.

La brevedad del tiempo
Otro obstáculo sale a su paso: el tiempo. Y es aquí donde Tolkien logra que el simbolismo alcance de lleno la realidad. Lo afirma desde el principio, un pobre hombre llamado Niggle que tenía que hacer un largo viaje.  Un viaje que le resultaba enojoso, pero que no estaba en su mano evitarlo. Sabía que en cualquier momento tendría que ponerse en camino. ¿Les suena? Sí, no lo duden, se trata de la muerte, el viaje que todos emprenderemos algún día. Ese del que no se habla y que olvidamos preparar, como Niggle, que no apresuraba los preparativos para su viaje. Y también a él le llega el momento: Vamos. Y, como nunca terminó de prepararse para el viaje, su reacción: ¡Dios mío!, dijo el pobre Niggle, echándose a llorar. Y, es que, se fue con lo puesto.
Pero lo que más le dolía, lo que le hizo llorar, no fue la partida sino dejar el cuadro sin acabar: ni siquiera está terminado, exclamó. Nada más real. La inoportunidad de la muerte ante lo que queda todavía por hacer. Mayor dolor para aquel que se va sin ver cumplido su ideal, más aún si considera que tiene en ello algo de culpa.
¿Por qué Niggle no logró acabar el cuadro?
Varias razones aparecen explícitas: algunas veces se sentía un poco perezoso y no hacía nada. Pereza. Cuando se ponía a pintar, se veía interrumpido de forma casi continua. Las obligaciones sociales. ¡Maldita sea!, hoy se acabó el trabajo para mí. Pérdida de paz. Intentó subirse a la escalera (el cuadro era muy grande), pero la cabeza se le iba. Enfermedad. Aquel día no había hojas en su imaginación ni vislumbres de montañas. Falta de inspiración, desánimo.   
Y no es que no advirtiera la falta de tiempo o la necesidad que tenía de aprovecharlo. Era muy consciente de que necesitaba concentrarse, trabajar, un trabajo serio e ininterrumpido, si quería terminar el cuadro. Por eso se decía que cueste lo que cueste, acabaré este cuadro, mi obra maestra, antes de que me vea obligado a emprender ese maldito viaje. Pero era como ese hombre con un ideal que la vida cotidiana ahoga constantemente: tenía otras muchas cosas que atender.
Pero seamos benévolos con Niggle. No era un ingenuo. Sabía que no podría acabar el cuadro de una manera definitiva, que había algunos puntos dónde sólo tendría tiempo para esbozar lo que pretendía. Tampoco se consideraba un pintor de primera. Además, cuando no podía evitar las cosas que tenía que atender, ponía en ellas todo su empeño. Es cierto que descuidó lo material (el huerto parecía bastante descuidado), pero no así a las personas (respondió a muchísimas llamadas).

Un trabajo bien hecho
            Ya dije que Niggle era un pintor por vocación, un artista, un creador. No se limitaba a replicar tornillos y tuercas sino que creaba arte, intentaba mostrar el modo real de las cosas. En consecuencia, su trabajo no puede ser valorado por su exactitud o su utilidad práctica. Ni siquiera por haberlo finalizado a tiempo. Porque el hecho de que su cuadro se hubiera ampliado tanto que tuvo que echar mano de una escalera no era sino consecuencia del arte, que “enseña que esta vida nunca es suficiente” (Segura).
            No obstante, en ese cuadro que había comenzado con una hoja arrastrada por el viento que se convirtió en árbol que dio numerosas ramas a las que llegaron extraños pájaros que hubo que atenderlos, para que después creciera un paisaje alrededor y entre los espacios que dejaban las hojas y las ramas, con un bosque, tierras de labor y montañas coronadas de nieve, en ese cuadro inacabado -digo- había algo que sí me atrevo a valorar como trabajo bien hecho: las hojas.
            Niggle solía pararse infinidad de tiempo con una sola hoja, intentando captar su forma, su brillo y los reflejos del rocío en sus bordes. Como dice un personaje del cuento: una hoja pintada por Niggle posee un encanto propio. Pintadas con amor: se tomó mucho trabajo con las hojas, y sólo por cariño. Desinteresadamente: nunca creyó que aquello fuera a hacerlo importante. Sin que le sirvieran de excusa por desatender otras cosas: ni siquiera ante sí mismo pretendió excusar con esto su olvido de las leyes.
            Al poco de partir Niggle, la mayor parte de su lienzo se echó a perder, sólo quedó un retazo que contenía una preciosa hoja que había permanecido intacta. Debía ser hermosa, pues uno de los personajes que más le aborrecía la hizo enmarcar y luego la donó al Museo Municipal. Fue expuesta con el título “Hoja, de Niggle”. Trabajo bien hecho. Cada hombre, cada mujer, tiene también su “hoja”. ¡Si hiciéramos bien, al menos, nuestra “hoja”!

Continuaremos desde donde partimos
            Entramos en la última parte del cuento, la más simbólica. Hasta ahora ha sido un cuento anómalo sin esa felicidad y armonía con la que suelen empezar. Desde su inicio hemos asistido inquietos a la agonía de Niggle, turbados por el desprecio que suscita, tanto por lo que es (un pobre estúpido) como por lo que hace (un inútil. Sin ningún valor para la sociedad). Pero el desenlace le devuelve su identidad como cuento. Y, como ha sido una analogía simbólica de la vida real, su final no puede ser otro que el inspirado por la fe de su autor, cristiano católico desde los ocho años. Así que no podía acabar de otra forma: y siguió al pastor. Trasunto de ese Salmo 23 que tantas veces repetiría Tolkien: “El señor es mi pastor … me conduce hacia fuentes tranquilas … nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan”.
            Pero tendrán que leerlo ustedes, no les desentrañaré el final, sólo necesitaba escribir lo anterior para que, cuando lo lean, compartan conmigo esa idea (“porque nadie vió ni oyó lo que el Padre Dios tiene preparado para los que le aman”) tan católica de que nuestra vida en el Cielo será el culmen de lo que iniciamos en la tierra.

            ¿Y Parish?, me dirán, ¿qué hay de Parish? Es verdad que lo mencioné al principio y que, sin embargo, no he escrito nada más sobre él. Sólo les diré que hay un tren con el nombre “Niggle-Parish” y que, cuando se lo comunicaron a ellos, se rieron. Se rieron, y las Montañas resonaron con su risa.

sábado, 25 de noviembre de 2017

Vida e ideal

A un mes del día de Navidad y a poco menos de las elecciones en Cataluña. La fiesta más entrañable del cristianismo junto a la de la democracia. Inicios de algo nuevo. Hechos extraordinarios que preparamos de manera especial. Acontecimientos ante los que el muelle de la vida salta, reacciona. Dan vida, despiertan del letargo de esa otra que llamamos ordinaria. Surge el entusiasmo, la ansiedad, la razón procede de manera distinta, pensamos, hablamos, nos interesamos por cosas dispares, nos hacemos las grandes preguntas, reímos de otro modo, como si no hubiera habido ocasión de hacerlo nunca. ¿Nunca?
La novedad estimula. Usted puede multiplicar los ejemplos. Desde aquellos más alegres y afectivos hasta los más luctuosos, porque también los tristes provocan reacción. Parece entonces que vivimos y, a su vez, como consecuencia de tanta vida vivida en esos instantes, surge la sombra dada por la cantidad de días vividos enajenados. Días en los que decimos “hemos sobrevivido”. ¿Sobrevivido?
Sobrevivir es otra cosa. No provoquemos la indignación de los que realmente sobreviven. Decir que hay días no vividos porque hemos permanecido en lo ordinario, porque no hemos salido de lo cotidiano, es entender la vida de una manera reactiva, infrahumana, porque la vida es en esencia creativa, se construye frente a las objeciones surgidas de las circunstancias. “No es vida la que pueda saltarse lo cotidiano”, dirá Giussani para añadir después: “la vida es una trama de circunstancias que te asedian, te tocan y te provocan”. Se vive en la realidad de cada momento. Y la realidad es precisamente eso, el “lugar geométrico de las circunstancias que te tocan”.
Escribía R. Guardini que “en el ámbito de la experiencia de un gran amor todo lo que sucede es un acontecimiento”. Indica así el camino: convertir lo cotidiano en un acontecimiento. Pero, claro, para ello se necesita un amor, un ideal. Algo que haga ver que esas cuatro paredes de la casa, del taller, del laboratorio, del aula o lo que usted quiera, concreta las circunstancias de su mundo y da la posibilidad de hacerlas nuevas, de hacerlas novedosas. ¿Qué es, para mí, ese algo?

“La gran cosa en cuyo ámbito todo se convierte en acontecimiento es la fe” (L. Giussani).

NT.: Para una mayor profundización en las últimas ideas recomiendo: L. Giussani. Seguros de pocas grandes cosas (1979-1981). Ed. Encuentro, 2014.

martes, 3 de octubre de 2017

Derecho a decidir

Derecho a decidir. Claro que usted tiene derecho a decidir. En concreto, tiene derecho a decidir en aquello en lo que puede decidir. Una afirmación que no es una tautología sino, más bien, una ecuación. Porque se trata de saber en qué puede usted decidir, qué se le está permitido. Y no cualquier valor es solución de esa ecuación.

martes, 15 de agosto de 2017

Galileo, 1616 (VII)

            Detengámonos en la carta a Castelli, que el lector encontrará fácilmente en internet, porque puede ayudar a conocer un poco más a Galileo. La dividiré en tres partes. Una primera, donde muestra estar informado del encuentro en la Corte por medio del relato de Niccolò Arrighetti. Otra, en la que considera el hecho de que algunos recurran a las Sagradas Escrituras en las discusiones sobre filosofía natural (física). Y, finalmente, la demostración de que el pasaje de Josué concuerda perfectamente con el sistema de Copérnico, a la vez que prueba “la falsedad e imposibilidad del sistema del mundo aristotélico y ptolemaico”.
            Primeramente, se muestra satisfecho de Castelli cuyo prestigio profesional en la Universidad ha reducido el número de sus rivales a “unos pocos”, así como del placer que encuentran “sus Altezas” con sus respuestas. Después, da una lección sobre el modo de entender las Sagradas Escrituras y no porque lo diga yo, sino que es el mismo Papa san Juan Pablo II quien afirmará, más de trescientos años después (1979), que: “Galileo formuló importantes normas de tipo epistemológico, que son indispensable para reconciliar la Sagrada Escritura y la ciencia”. Incluso tomará palabras de esta carta, citándola, que incluirá posteriormente en su encíclica Fides et ratio (1998). Estas normas o criterios provienen de los Padres de la Iglesia tal como había propuesto el Concilio de Trento y concuerdan, como explica Artigas, con el Magisterio de la Iglesia expresado más recientemente en las encíclicas Providentissimus Deus (León XIII) y Divino afflante Spiritu (Pío XII) o la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II. Hasta el punto de que hoy resulta difícil entender cómo no fueron bien recibidas por algunos. Lo que evidencia la complejidad del caso Galileo, así como la importancia de analizar la historia en el contexto del momento y no con parámetros o criterios posteriores.
            Es verdad, dirá Galileo, que jamás las Sagradas Escrituras pueden mentir o errar, pero sí pueden errar sus intérpretes y comentaristas. Y la tendencia más grave es entenderlas siempre en su sentido literal. Por ello, es necesario que haya sabios intérpretes que den el verdadero significado e indiquen las razones especiales que les hace expresarse de ese modo.
            Galileo tenía muy clara la legítima autonomía de la ciencia (algo nuevo que empezaba a ver la luz siguiendo sus propios pasos), pero no como algo independiente de la fe, sino al contrario. Pues ambas, “las Sagradas Escrituras y la naturaleza proceden igualmente del verbo Divino, aquélla en tanto que es revelación del Espíritu Santo, ésta en tanto que es fiel ejecutora de las órdenes de Dios”. Ahora bien, “la autoridad de las Sagradas Escrituras no ha tenido otra intención que enseñar a los hombres los artículos y proposiciones que, necesarios para su salvación y sobrepasando toda razón humana, no podían ser enseñados y creíbles por otra ciencia ni por otro medio, sino por boca del Espíritu Santo”. En cambio, es “posible creer que Dios, que nos ha dado los sentidos, la razón y el intelecto, haya querido darnos otro medio de conocer lo que podemos alcanzar con ellos, sobre todo en las ciencias de las que las Escrituras no nos ofrecen más que ínfimas parcelas dispersas”.
            Como tenía claro que se trataba de dos verdades a las que se llegaba por caminos distintos, “y siendo evidente que dos verdades nunca pueden contradecirse”, insistía en que “en el debate sobre cuestiones naturales sólo se debería recurrir a ellas (a las Escrituras) en última instancia”. Más aún, lo que la experiencia sensible o una demostración necesaria nos obliga a concluir no puede ser revocado o puesto en dudad por un pasaje de la Escrituras tomado al pie de la letra. De ahí que los sabios interpretadores no deben tomar de manera literal pasajes que contradigan lo probado experimentalmente pues, si lo hacen, están faltando a la verdad en dos sentidos: contradicen la ley de la naturaleza dada por Dios y, a la vez, añaden verdades de fe que no lo son.
            Esta era la posición de Galileo, posición que contaba -como ya hemos dicho- con los sólidos precedentes de los Padres de la Iglesia. Por esta razón, dirá Drake, Galileo se sentía seguro en su postura. Y no era para menos. O, al menos, eso nos parece ahora, a posteriori.
            De la carta, hizo varias copias (algunas de ellas modificadas) para difundirlas entre sus amigos, aunque alguna cayó en manos de sus enemigos o, al menos, de los enemigos de la teoría copernicana a la que hace mención en su última parte, aquella en la que parece que por -reducción al absurdo- demuestra su íntima compatibilidad con el manido pasaje de Josué.

            Con ella, Galileo intervenía públicamente en un debate que había saltado a la calle y que, en opinión de Brandmuller, era materia de conversación en amplios círculos: “Copérnico y la Biblia”. Y la respuesta no tardará en llegar. (Continuará)

lunes, 7 de agosto de 2017

Galileo, 1616 (VI)

El intercambio epistolar del año 1613 muestra a un Galileo en plena edición y promoción de su libro sobre las manchas solares. Resuelve continuas dudas del impresor, concreta la notación matemática y aclara los dibujos. Recibe numerosas cartas de amigos, príncipes y cardenales que agradecen haberlo recibido. Y hasta le convencen de que lo publique también en latín (versión que estará preparada en agosto), para que lo entiendan en Alemania (de donde partió la polémica) y el resto del continente.
Pero también aparecen comentarios sobre su disputa con Colombe. En febrero, su amigo Cigoli le dice “no sé si es más descarado que ignorante”. También Castelli, habla del “escrito vil” de Colombe que “le agita cada hora”. Por otra parte, su amigo el jesuita Grienberger (sucesor de Clavius), le escribe varias veces para consultarle un problema sobre el espejo hiperbólico que solicita traslade a Kepler, a la vez que añade: “no se sorprenda de mi silencio sobre sus escritos: no tengo tanta libertad como usted” (ya que el general de la orden, Claudio Aquaviva, había dado instrucciones escritas para que no alimentaran polémicas).
El 29 de junio, Galileo se entera por carta de la muerte de Cigoli. Murió de “fiebre maligna” el 8 de junio. En mayo había recibido su última carta. Llora su muerte y relee sus cartas hasta percatarse del valor profético de algunos renglones: “perchè il tempo é breve”, le dice en una; “perchè fugge il tempo”, en otra. ¿Presentía Cigoli tan cercana su muerte? Llora a aquel que hizo la primera representación artística de “su” Luna; a su alumno de perspectiva; al que pintó, en la cúpula de la capilla paulina de Santa María la Mayor en Roma, a la Virgen apoyada en una Luna con cráteres.
Pero a la tristeza por la muerte de uno de sus discípulos le sobrevino la alegría del progreso de otro. En efecto, gracias a su recomendación al Gran Duque, el benedictino Benedetto Castelli, que había sido su pupilo desde 1604 en Padua, obtiene el cargo de profesor de matemáticas en Pisa. Será su discípulo preferido, su gran colaborador. Lo tratará siempre como a un hijo predilecto. Recíprocamente, Castelli siempre se sentirá orgulloso de ser su “discípulo, hijo y servidor obligado”. Merece la pena entretenernos con él; sigamos sus pasos hasta finales de 1613, pues marcarán los de su maestro.
Castelli llega a Pisa un domingo y el miércoles 6 de noviembre ya está escribiendo a Galileo. Cuenta que, de inmediato, la tarde de su llegada, fue a presentarse al rector de la Universidad Arturo Pannocchieschi d’Elci (miembro de la “Liga de las palomas”) quien, después de recibirle con mucho afecto, lo primero que le dijo es: no entre a opinar sobre el movimiento de la Tierra. Castelli respondió que le obedecerá porque lo mismo le ha aconsejado Galileo, su maestro, quien en sus 24 años de enseñanza nunca ha tratado esa materia. Confundido ante la respuesta, el rector añadió que, si en la digresión de algún otro tema sale éste, puede explicarlo enfatizando que es sólo probable. Pero Castelli, que será también un genio, le replicó que no lo haría sin un permiso expreso de él. Acaba la carta hablándole de los profesores a los que había conocido. Le volverá a escribir con más detalle una semana después, el día 13, contento por “una audiencia como la que nunca había visto”, no sólo de escolares sino también de doctores, donde muchos asistentes deben permanecer de pie. Con todo, un pequeño número de aristotélicos tratará de hacerle la vida imposible en Pisa.
No quiero dejar pasar que el mismo día 6 el rector escribe a Galileo y, como de pasada, le dice haber conocido “con mucho gusto” a Castelli a quien en consideración a aquél está dispuesto siempre a servir. Y no he querido obviar esta carta porque desmonta cualquier interpretación maniquea. El rector, que asociado con Colombe, participa de la crítica al planteamiento galileano no deja de manifestar su admiración hacia él. La autoridad intelectual de Galileo era indiscutible. Incluso se declara “amico suo”. Pero el prestigio de Galileo no es óbice para que cada cual defienda su parcela. Los aristotélicos la suya, Galileo la nueva ciencia. ¿Pero qué era eso de la nueva ciencia, cuando sólo estaba en sus albores, frente a tantos siglos de peripatéticos?
Habrá que esperar a diciembre para que todo se precipite. El domingo, día 14 del mes, Castelli escribe a Galileo sobre el debate que tuvo en la Corte el jueves anterior. Ese jueves fue invitado a la mesa del Gran Duque Cósimo II, en compañía de la Gran Duquesa Cristina (madre de Cósimo), la Archiduquesa (esposa de aquél), d. Niccolò Arrighetti (compañero de estudios de Galileo, primer biógrafo de Salviati y futuro Cónsul de la Academia Fiorentina), el duque Paolo Giordano (Orsini) y el filósofo aristotélico Dr. Boscaglia. Cósimo se sintió muy satisfecho por el trabajo de Castelli en la Universidad pasando después a interesarse por los satélites Mediceos de los que la Gran Duquesa precisó que era necesario que fueran reales y no un engaño del telescopio, lo que confirmó el Dr. Boscaglia. No obstante, en determinado momento, Boscaglia susurró al oído de la Gran Duquesa que todos los descubrimientos de Galileo eran ciertos salvo la hipótesis del movimiento de la Tierra que era imposible pues contradecía a las Sagradas Escrituras.
Cuando ya iba a abandonar el Palacio, Castelli fue invitado en calidad de teólogo a la sala de la Gran Duquesa, donde ya estaban los citados invitados, con el propósito de aclarar la contradicción entre el movimiento de la Tierra y el pasaje bíblico de Josué que afirma que el Sol se detuvo. El debate, en el que Boscaglia permaneció callado, duró dos horas. Castelli, que tuvo a favor al resto de tertulianos, salió satisfecho por su disertación y así se lo hace saber a Galileo. E, incluso, llega a intuir que las preguntas que le hacía la Gran Duquesa estaban pensadas para que él se luciera. Termina con las alabanzas que había recibido la figura de Galileo y anunciándole que d. Arrighetti le trasladaría de palabra sus argumentaciones.

Como respuesta, Galileo escribirá a Castelli su famosa carta de 21 de diciembre de 1613 que era, en realidad, un comentario sobre la justa manera de entender las Sagradas Escrituras. Con ella empieza una nueva historia. (Continuará)

lunes, 17 de julio de 2017

Galileo, 1616 (V)

            Estimado y paciente lector, avanzamos lentamente hacia 1616. En el artículo anterior entramos ya en 1612, pero el Galileo de ese año quedaría incompleto si obviara dos polémicas; real una, ficticia la otra. La real, de tipo científico, versa sobre las manchas solares. La ficticia, a raíz de los rumores de que sus enemigos están tramando algo, tuvo al dominico Lorini (no confundir con el jesuita de idéntico nombre) como protagonista. Con ellas cerraremos 1612.
            La primera, como escribe Sharratt, se trata de una polémica de ámbito europeo ya que los chinos hacía siglos que las conocían. Para nuestro propósito, bastará informar que enfrenta a Galileo con el jesuita alemán Christoph Scheiner de la Universidad de Ingolstadt en Baviera (Mary Shelley, en su Frankenstein, sitúa a éste como alumno ficticio de esta universidad). Encierra dos cuestiones: la autoría del descubrimiento (¿quién fue el primero que las vio?) y la naturaleza de dichas manchas. Galileo defendía que estaban localizadas sobre el Sol, mientras que Scheiner con el fin de preservar la teoría aristotélica afirmaba que eran la sombra de pequeños planetas situados entre nosotros y el Sol.
La polémica fue iniciada por Marcus Welser (político, financiero, asesor de Rodolfo II y amigo de Kepler) y alimentada por la “Accademia dei Lincei”. Todo empezó en enero, cuando Welser envió a Galileo un opúsculo de Scheiner sobre el que le pedía opinión. La labor de la Academia era la de hacer públicas las respuestas de ambos. A causa de los promotores (mecenas y académicos) no fue una polémica agria, sino al contrario, aunque ya se sabe cómo las gastaba Galileo. Más allá del interés científico, lo que Welser buscaba era reivindicar la investigación astronómica alemana, y ¿qué mejor forma de darse a conocer que debatiendo con su admirado Galileo?
Con todo, esta fue la primera batalla librada por Galileo contra los jesuitas (aquí se echa de menos a Clavius), a la vez que se volvía a debatir la teoría aristotélica del Universo. Y si es dudable el alcance de las consecuencias de lo primero, es claro que lo segundo enfadó a muchos.
El cardenal Conti, en su citada del 7 de julio también habla de las manchas solares e, incluso, menciona un libro del que dice enviarle una copia (que finalmente no adjunta) donde se lee que son sombras producidas por estrellas que, siguiendo su recorrido, pasan delante del Sol. Lo volverá a hacer en una carta posterior, la del 18 de agosto, en la que además se pone a su disposición para cualquier cuestión que relacione la teoría de Aristóteles con las Sagradas Escrituras. En ningún momento se decanta por alguna de las hipótesis, elogia el trabajo de Galileo, “sua diligenza et ingegno”, y le anima a seguir observando para que pueda dar luz “a tutto questo”.
       Igualmente, en junio, el cardenal Barberini (ya citado) le envió una carta agradeciéndole sus comentarios sobre las manchas solares, elogió el ingenio de Galileo, pero sin tomar partido. A lo más, le pidió que le mantuviera informado para poder “hablar con inteligencia” sobre un tema tan actual en las reuniones sociales.
Merece la pena considerar la actitud imparcial adoptada por los cardenales de la Curia romana en torno a los nuevos descubrimientos. Es claro que no se consideran autoridad en la materia. Elogian a Galileo, pero no se casan con nada nuevo. En el fondo, sus alusiones a seguir observando son una petición de una prueba irrefutable, pues si tienen que enemistarse con el statu quo establecido por los aristotélicos tendrá que ser con causa justificada. Aunque también se puede pensar que con dichas alusiones están intentando ganar tiempo. ¿Para qué? Para engarzar el heliocentrismo con las Sagradas Escrituras.
            En fin, este debate sobre las manchas solares iba a servir de comidilla tertuliana para algo más de un año, restando actualidad a la cuestión hidrostática. Y fue precisamente en una de esas tertulias donde se inició la segunda polémica mencionada.
Le llegan rumores de que el Día de los Difuntos, 2 de noviembre, el anciano dominico del convento de San Marcos de Florencia, Niccoló Lorini (68 años), amigo de los Médicis y profesor de historia eclesiástica de esa Universidad había atacado la teoría copernicana y, quizás, también a él. Días después, el 5 de noviembre, es el propio Lorini quien desmiente esto último por medio de una carta que le dirige. En ella expresa que no habló de filosofía contra nadie; si, bien es verdad que -aunque no para disputar- dijo que la teoría del tal “Ipérnico, o como si chiami” (“Ipérnico”, eso escribe), es contraria a las Sagradas Escrituras. La carta muestra también su despreocupación por el tema (“Ma a me poco monta”) pues dice que su vida persigue otros fines y que le basta con no dar ocasión de creer lo que no es (¿puyazo?). Concluye deseándole su felicidad espiritual y temporal.

Al leer la carta, puede parecer que es una polémica ficticia o imaginaria (imaginada por los amigos de Galileo) en el sentido de que Lorini no quisiera provocar a nadie con sus palabras. Sin embargo, desde hacía años, un pequeño grupo de aristotélicos de Pisa y Florencia había constituido una liga contra Galileo conocida por el nombre de “Liga de las palomas” en honor a su miembro más destacado Ludovico delle Colombe (colombo es paloma en italiano), que animaba a predicar contra él desde el púlpito. Por lo que hace natural que los amigos de Galileo viesen enemigos donde no los hubiese. No obstante, si se tiene en cuenta el papel que desempeñará Lorini en la futura denuncia al Santo Oficio, no iban del todo desencaminados. (Quizás para entonces ya sabría que no era Ipérnico sino Copérnico). 

domingo, 14 de mayo de 2017

Hace 100 años

Aunque esperé como siempre hasta el último suspiro, el tema de hoy estaba cantado. Venía impuesto por la fecha. Es la dictadura del número. En este caso, de los números 13, 5 y 100. De no haber sido así, ¿cómo atreverme a escribir sobre una Madre que es madre de todos? Pero estaba cantado y esta era su letra: “el 13 de mayo la Virgen María bajó de los cielos a Cova de Iría”.
Han pasado cien años desde aquel domingo de 1917 cuando en Fátima, en medio de una Europa que libraba su Primera Guerra Mundial, la Virgen María se mostró por vez primera a tres niños: Lucia (femenino de Lucio), Jacinta y Francisco. Junto a las apariciones de Guadalupe (Méjico) y Lourdes (Francia), la de Fátima conforma la tríada de las reconocidas oficialmente por la Iglesia Católica. A Fátima han peregrinado, con especial cariño y devoción, los últimos Papas. El Papa Francisco está hoy allí. Millones de peregrinos lo hacen anualmente. Jacinta y Francisco van a ser canonizados. Fátima ya no es aquella pobre aldea del concejo de Ourém, sino toda una ciudad moderna.
Releo ahora aquella historia. ¡Contrasta tanto con la de ahora! Dios presente en la vida de unos niños que rezan el Rosario mientras hacen labores de pastor. Niños que muestran un temor respetuoso ante lo desconocido. Nada del sabor de la aventura. Que intuyen lo sagrado y conocen la postura a tomar. Nada de me aburro o me canso. Que conocen la importancia de ir al Cielo. Nada de fama y éxito. Una historia de ternura y de piedad auténtica, de alegría interior en medio de la austeridad y la carestía.
Entre la actividad ordinaria, lo extraordinario se deja ver y oír. Dios elige lo más necio para confundir a los sabios, otra vez unos pastores. Lo más débil para confundir a los fuertes, ahí están los niños. Y el desenlace es el mismo, tanto hace cien años como ahora. Los sabios y los fuertes claman a una: es una locura, fantasías de niños, no se lo digáis a nadie, sois malos. Se añade ahora: desprecio a la virginidad, denuncia al que hable de Dios a los niños, relativismo moral, silencio sobre el premio y el castigo, ocultamiento de la muerte, del Cielo, el Infierno o el Purgatorio.
El sentido de lo sagrado hace solemne cada uno de los encuentros. Y, primero el Ángel de la Paz (que ven ya en 1915), después la Virgen, poco a poco, van anunciando el mensaje. Unos niños lo transmitirán a hombres y mujeres. Una visión del mundo con otros ojos. Palabras que, de nuevo, piden a un mundo que las cosas vuelvan a su lugar. Un benévolo plan: recapitular las cosas en Cristo, las de los cielos y las de la tierra. Porque hay una realidad: el hombre ofende a Dios con sus pecados. Como consecuencia: una llamada a la conversión y a la reparación. Como remedio: rezar el Rosario y acudir a la intercesión del Corazón Inmaculado de María. Como resultado de toda esta reparación: la Paz en el mundo.
Pero los niños desempeñan también un papel. Deberán sacrificarse por los pecadores, deberán rezar el Rosario. Es cuando esta tierna historia se llena de dolor. Un dolor por amor, pero dolor. Es la hora del sacrificio. Explique esto a sus hijos y verá por dónde le salen. ¿Quién se atreve a hablar de dolor o sacrificio en esta época de sentimentalismo inconsecuente? Como si de la varicela se tratara, que sólo se pasa una vez. Y, junto al sacrificio personal, la incomprensión de los seres queridos. También la gente, la ciudadanía, el pueblo, pide una prueba. El Sol baila durante diez minutos, esta es la prueba. Miles de personas la presencian. ¿Qué queda de ello? ¿La curiosidad por los “secretos” de Fátima? El secreto que proclama la Virgen es su visión del mundo. Si quiere saber más, lea “Cien años de luz”, publicado recientemente por la editorial Palabra.

Le dejo, me voy a rezar el Rosario por las intenciones del Papa del que espero poder leer mañana sus palabras de hoy. Le recuerdo que el jueves pasado empezó la novena a la Virgen de los Llanos, nuestra patrona. Nos vemos.

viernes, 14 de abril de 2017

Dives in misericordia (II)

Cuando san Juan Pablo II se propone acercarnos a las enseñanzas de Jesús sobre la misericordia, trae a mano la parábola de “El hijo pródigo” (Lc 15,11).
Es una de las primeras parábolas que conocimos de niños, porque a los niños de antes nos enseñaban a “ser buenos” mediante este tipo de historias. Así empezamos a conocer el Evangelio, éramos evangelizados. Y, por muchas vueltas que haya experimentado nuestra vida, el contenido de esta parábola resulta difícil de olvidar. Sé ahora que habla del gran amor del Padre y de la alegría de pedir perdón y ser perdonado. Pero entonces sólo me fijaba en el hijo. Aprendía como hijo que la propuesta de vida del padre siempre es mejor que la propia. Que hay un tipo de vida que no conviene elegir.
Contemplémosla ahora a la luz de las palabras de san Juan Pablo II. Ya he dicho que la supongo conocida. Por tanto, vamos a situarnos en dos de sus momentos. En el primero, el hijo apacienta puercos y, en el segundo, hijo y padre se encuentran.
El hijo había recibido de su padre dos cosas: la herencia que le correspondía y la dignidad de ser hijo del amo de la casa. Y he de reconocer que este segundo don se me escapaba cuando era niño. Del mismo modo que se le escapaba al hijo de la parábola en el momento que se sentó a descansar mientras los cerdos pacían. En efecto, da la impresión de que era consciente de la primera dádiva (la había pedido: “dame”), pero no de la segunda (se aleja de su padre, el amo, sin más).
De hecho, el origen de su futura conversión nada tiene que ver con la conciencia del segundo don. Es tan sólo la pérdida del primero, tan evidente y extrema (tanta hambre tenía que “hubiera querido saciarse” incluso “con las bellotas que tenían los puercos”), la única razón por la que decide buscar cuanto antes una solución. Compara entonces la vida presente con su vida anterior y resuelve que lo mejor es volver a casa (allí, hasta los “jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia”). Pero, claro, al no considerar el don de “ser hijo del amo”, piensa que su mayor dificultad será convencer a su padre. Su padre, el amo para él, se le supone una barrera difícil de flanquear. ¿Cómo conseguir que este se apiade de su desesperada situación?, se pregunta. El joven no es un hombre nuevo, es tan sólo un hombre de su tiempo que piensa en términos de premio y castigo dentro de una justicia estrecha, la única conocida.
Sin embargo, entre alumbra una posibilidad. Se escapa ésta de lo ordinario, pero puede ser eficaz. ¿Por qué no pedirle perdón por haber derrochado la herencia? Sí, de entrada, decide pedirle perdón. Pero, ¿y después? Después intentará convencerle de que, a lo sumo, lo contrate como jornalero (“trátame como a uno de tus jornaleros”). Ojo por ojo y diente por diente, se decía entonces. Sabe que no puede pedirle más.
Un mercenario más en la casa de su padre, eso sería o eso pensaba él -no muy convencido- que podría ser. Su precariedad era tal que no le importaba qué dirían o cómo sería tratado por los otros jornaleros. Porque, ¿qué pensarán de él cuando vean que es uno más entre ellos? ¿Se acordarán de alguna lejana afrenta que pudo infringirles en otro tiempo? Es entonces, ante tales interrogantes, cuando comienza a descubrir su segundo don. ¡Los interrogantes surgen porque él es hijo del amo de la casa!
En medio de la piara de cerdos, mientras busca una solución a su mal, el joven descubre que hay algo más, que su filiación puede empañar su futuro. Pero, lejos de importarle el futuro, sus ojos se empañan con las lágrimas de saberse hijo. Brota entonces en su interior una inquietud, más elevada que el hambre y la miseria en la que se encuentra. No sólo había derrochado su patrimonio, sino que había despreciado la compañía de su padre, lo había abandonado como se abandona una cosa que ya no se necesita. Es entonces, por fin, cuando advierte que ha perdido una segunda dádiva. Se da cuenta de que ha perdido su condición de hijo (“ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo”). Doble motivo para pedir perdón.
El hijo, pues, recibió dos cosas y se encamina hacia la casa de su padre pensando que ha perdido las dos. “No sólo había disipado la parte de patrimonio que le correspondía, sino que además había ofendido a su padre con su conducta”. Este “es -escribe san Juan Pablo II- el drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder”. Un drama del que no siempre se es consciente, como no lo fue el hijo hasta que, movido por una desastrosa situación económica, decidió pedir perdón. La decisión de pedir perdón fue, pues, el primer paso para tener conciencia de su filiación perdida.
No conocía bien a su padre cuya reacción no es una simple mirada compasiva, sino que, fiel a su paternidad, le recibe gozoso (“cuando todavía estaba lejos, lo vio su padre y … se le echó al cuello y le cubrió de besos”). Y, sin temor a contrariar el sentido de la justicia de su hijo mayor que había perseverado a su vera sin pedir nada extra (“ya ves cuántos años que te sirvo sin desobedecer”), no se limita a recibirlo a regañadientes obligado por su condición paterna, sino que le devuelve la dignidad de hijo que, para él, nunca había perdido porque el amor paterno “no pasa jamás” (“sacad enseguida el mejor vestido y ponédselo; ponedle un anillo en su mano y sandalias en los pies”). El joven, hombre viejo, descubre al hombre nuevo, el padre que perdona por amor dando de mano a la estrecha justicia.
“Tal amor -dirá san Juan Pablo II- es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y revalorizado”.
El padre se alegra porque sabe que “se ha salvado un bien fundamental: el bien de la humanidad de su hijo”. Esto es, ante todo, lo que explica su alegría: su hijo ha reencontrado su dignidad; no es que haya estado un tiempo sin ella, sino que había estado viviendo como si no la tuviera (“ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado”).
La actitud del padre contraviene el sentido de la justicia de ambos hijos. En el argot tenístico, les ha roto el saque a los dos. Y a cualquiera de aquel tiempo, de aquella mentalidad, también a los sirvientes. Pero lo ocurrido “no se puede valorar desde fuera”. Existe una relación interna, una alianza de amor a la que el padre siempre será fiel. “Mi delicia es estar con los hijos de los hombres”. Con los hijos, con mis hijos. Y, aunque en toda la parábola no haya rastro de las palabras justicia y misericordia, en ella se hace obvio que “el amor se transforma en misericordia cuando hay que superar la norma precisa de la justicia: precisa y a veces demasiado estrecha”.
Pero hay más, porque “la relación de misericordia se funda en la común experiencia de aquel bien que es el hombre”, no hay una relación de desigualdad. Por un lado, está la experiencia del hijo que “comienza a verse a sí mismo y a sus acciones con toda verdad” hasta descubrir su dignidad. Por otro, la del padre, cuya experiencia sobre tal dignidad hace que olvide todo mal que el hijo había cometido. Uno va y el otro viene, pero hay un punto de encuentro: comparten dignidad. La dignidad del ser humano que no es otra que ser imagen y semejanza del Padre Dios.

Así es la misericordia de Jesús, empieza con la petición de perdón, continua con el don del perdón y termina con el ofensor y el ofendido convertidos en hombre nuevos que comparten la misma Gloria del Padre verdadero. Se apoya en una realidad que vale la pena considerar asiduamente: la filiación divina de todos los hijos de los hombres y el amor hasta el extremo del Padre por cada uno de ellos.

martes, 11 de abril de 2017

Galileo, 1616 (IV)

Pasea Galileo por los jardines de Villa delle Selve, la casa de su amigo Salviati, el banquero. No tiene residencia fija. Y hasta finales de 1613 estará en continua itinerancia. Ahora en la Selve, después en Villa di Marigniolle. Se lo permite su nueva situación profesional. Ya han pasado aquellos años de docencia que incluía clases particulares para ganarse un sobresueldo. Ha hecho grandes esfuerzos para sacar adelante a su familia (su amante Marina Gamba -a la que dejó en Padua- y sus tres hijos: Virginia, Lidia y Vizencio), así como para pagar las dotes de sus hermanas (especialmente de la menor, Lidia) y el traslado de su hermano Michelangelo a Polonia.
Pero ahora, en Florencia, con una paga mejorada, dedica su tiempo a la investigación, la correspondencia y el debate. Dueño de su tiempo, ni siquiera reside en la corte, sólo está obligado (“siempre que os llamemos”) cuando es requerido por el Gran Duque que, conocedor de su carácter impulsivo, le ha encargado poner por escrito su teoría hidrostática. Sabe que las palabras de un debate se las lleva el viento, mientras que lo escrito queda para siempre. La seriedad de un tratado es el contrapeso del orador convincente, que eso era también Galileo.
Comienza el año 1612 con la desaparición de una figura cuya presencia y consejo hubiera podido alterar el desenlace de nuestra historia. El 6 de febrero muere a los 73 años el jesuita alemán Christoforo Clavius (ya citado) con cuyo nombre se registra uno de los cráteres más grandes de la Luna. Iniciador de la tradición científica jesuítica, ocupó la cátedra de Matemáticas del “Collegio Romano” desde 1567 e introdujo las matemáticas en su plan de estudios.
Como vimos, desde 1587 Galileo había tomado a Clavius como referencia científica, su “referee”. Enojado por la falta de conocimientos matemáticos de sus adversarios, Clavius era su aliado perfecto, podía entender lo que para otros era imposible. Además, ganar la aprobación de Clavius era asegurarse el apoyo de sus pupilos. Por su parte, Clavius había apoyado a Galileo “casi” desde el principio y hasta le había quitado de encima a algunos moscones. Cosa distinta era que Clavius antepusiera el sistema de Tycho Brahe (al que consideraba el nuevo Ptolomeo) al de Copérnico. Por otro lado, Galileo, que era un católico ferviente -nunca nadie le echó en cara que no lo fuera, ni siquiera después de 1633-, se sentía confiado cada vez que trataba con Clavius sobre las posibles consecuencias de sus descubrimientos. No resultando extraño suponer que, en diversos momentos, los consejos de este hubieran frenado el ímpetu de nuestro protagonista.
En Villa delle Selve, mientras se recupera de una leve enfermedad, Galileo escribe su tratado sobre hidrostática. Publica una primera edición en mayo y una segunda en diciembre con tal éxito que se agotan las dos ediciones. Como señala Drake, apoyado en el principio de Arquímedes y en otros dos extraídos de su mecánica, explica por vez primera porqué un pesado madero puede flotar en poca agua. Es un tratado repleto de variados y atractivos experimentos que rebaten la objeción de delle Colombe. En un tiempo en el que se debate sobre la posibilidad de que la física deje de ser aristotélica, se especula si el hecho de haberlo escrito en italiano responde al interés de desvincularse de los aristotélicos o, más bien, de llegar a un público más amplio. Sin descartar el deseo de hacerlo accesible a los estudiantes, de la misma manera que lo hiciera Juan de Herrera cuando en 1584 solicitaba al embajador español en Venecia: “Si el Copérnico se hubiera traducido en vulgar, se me envíe uno”.  Evidentemente los aristotélicos publicaron réplicas al tratado. Y Galileo pasó tiempo estudiándolas, sólo descansó cuando su discípulo Castelli decidió escribir la contra-réplica. Este año de 1612 iba a ser intenso.
Se ha hablado mucho sobre la nueva ciencia que surge con Galileo, pero eso es una visión que se tiene a posteriori. En aquel momento no se tiene conciencia de ello. Se está “inventando” la ciencia tal como hoy la conocemos, pero no se siente la necesidad de definir lo que la ciencia es. En la acción de los que la inician se da un cambio de paradigmas, pero sólo al final se sabrá que construyeron toda una Catedral.
Ya desde el siglo XIV, con Buridán y Oresme, se pone en duda la física que se conforma con los argumentos de autoridad de Aristóteles y son muchos los que procuran que sus afirmaciones estén corroboradas por los experimentos. A la vez, las matemáticas dejan de ser una cuestión abstracta, casi platónica, para pasar a ser un instrumento de la nueva física. “Los errores -escribe Galileo- no residen, pues, ni en la abstracción ni en la concreción …, sino en el hecho de que el contable no sepa hacer bien las cuentas”. Y esta es la objeción principal de Galileo a los que no le entendían: el bloqueo principal está en su desconocimiento de las matemáticas. Lo mismo en la física que en la astronomía. Era ésta ya una opinión que se hacía común. La afirmación del español García Céspedes, que aparece en su obra Regimiento de navegación (1606), resume muy bien el sentir de Galileo: “en las cosas físicas, el que quiera porfiar siempre halla un deslizado por donde se huir; por lo que nos acogeremos a los argumentos matemáticos, en donde han de confirmar la verdad, sin tener réplica alguna”.

Pero la cabeza de Galileo estaba también en otras cosas. El 7 de julio recibe la respuesta del cardenal Carlo Conti (Prefecto de la Congregación del Índice) a la pregunta con la que cerramos el anterior artículo. En ella expone que el Universo no es -como enseñaba Aristóteles- imperecedero. En cuanto al movimiento de traslación de la Tierra, agrega que no contradice la Biblia y cita la argumentación del jesuita Ioannis Lorini en su Commentarii in Ecclesiasten (1606, Eclesiastés 1, 4). Sin embargo, respecto al movimiento de rotación, censura al agustino español Diego Zúñiga (1536-1600) por sostener que está más acorde con la Biblia (In Job commentaria, 1584). Entre líneas, apela a la prudencia siempre que haya que interpretar la Biblia recordando que el escritor sagrado se servía del lenguaje vulgar de su tiempo, a la vez que recomienda no hacer interpretaciones si no es necesario. Sobre esto de no buscar interpretaciones parece que Galileo no le va a hacer caso. (Continuará)

domingo, 19 de febrero de 2017

Galileo, 1616 (III)

Dijimos que Galileo regresó triunfante de Roma, pero no sólo por el entusiasmo que vio reflejado a su alrededor sino también porque había aprovechado el tiempo desde el punto de vista científico. En efecto, durante aquellos tres meses logró calcular los periodos de los satélites de Júpiter, un cálculo que Kepler consideraba imposible y que debió de contribuir a aumentar la admiración que ya sentía por Galileo.
No creo estar equivocado si digo que, pasada la febril excitación producida por el éxito y en medio del sosiego posterior, Galileo repasó mentalmente aquellos encuentros para tropezarse con esas miradas cruzadas que dicen más que mil palabras, con esos silencios provocados a raíz de algunas de sus afirmaciones o con aquellas palabras a las que no quiso dar, en aquel instante, ninguna importancia. Camino de Florencia, debió de evaluar todo ello.
El ruego insistente de que se limitara a hablar del copernicanismo como hipótesis. El empeño en recordarle que, aunque sus descubrimientos herían de muerte el sistema ptolemaico, todavía quedaba una tercera vía, la de Tycho Brahe, que salvaba la afirmación tradicional de que el Sol giraba en torno a la Tierra independientemente de que otros planetas lo hicieran alrededor de aquel. Las palabras que el vicario general de Padua, Paulo Gualdo, le escribía en su carta del 6 de mayo (estando todavía en Roma): “No sé de ningún filósofo ni de ningún astrólogo que sustente la opinión de que la Tierra gira. Y mucho menos lo harán los teólogos. Por eso piénselo usted bien antes de defender y publicar tal doctrina como verdadera. Infinidad de cuestiones pueden ponerse a la libre discusión de los hombres, pero lo que no resulta aconsejable es presentarlas como verdaderas con una seguridad absoluta; sobre todo si se tiene enfrente una opinión pública que viene pensando lo contrario desde que el mundo es mundo”. Sin olvidar al cardenal Bellarmino, interesado a la vez tanto por sus teorías como por sus antecedentes ante el Santo Oficio. En estas cosas pensaba Galileo a su regreso a Florencia.
Era el mes de junio de 1611 cuando, recién llegado a Florencia, se iniciaba en casa de su amigo Salviati (retengan el nombre) una nueva controversia. Trataba en esta ocasión sobre los cuerpos flotantes. Vicenzio di Grazia, profesor de filosofía en Pisa, siguiendo la doctrina aristotélica defendía que la forma de los cuerpos es lo que determina su flotación. Galileo, en cambio, hablaba de densidad y peso específico. Tres días después de iniciada la disputa, un viejo conocido nuestro, Ludovico delle Colombe, intervenía en el debate objetando a Galileo que las astillas de ébano flotaban y no así las bolas del mismo material. La respuesta correcta tiene que ver con el concepto de tensión superficial que aún no era conocido. Galileo responderá por medio de una publicación a la que más adelante nos referiremos.
La polémica llegó a oídos de Cosme II quien, para no dar ocasión de descrédito, decidió zanjarla de inmediato con un debate informal celebrado en su corte después del almuerzo. Tuvo lugar en septiembre. Su adversario era el peripatético Papazzoni, joven profesor de filosofía en Pisa. Entre los invitados estaban el cardenal Maffeo Barberini (admirador de Galileo y futuro Urbano VIII, no lo olviden) y el cardenal Gonzaga (aristotélico, quien poco después dejaría la púrpura para beneficiarse un Ducado). Como supondrá el lector, Galileo salió victorioso.
Otra muesca para su contabilidad. Y, realmente era eso. Los debates -escribirá Biagioli- implicaban progreso social y científico: estatus y credibilidad. Toda victoria agrandaba el prestigio propio y abría la posibilidad de traducirse en monedas o en invitaciones para otros almuerzos. Porque, como escribe Pardo Tomás, por encima o por debajo de la controversia, por agria que ésta pudiera llegar a ser, subsistía el deseo de ocupar un espacio cada vez más visible en la palestra pública.
Conviene observar que pocos matemáticos fueron invitados a estos debates o tertulias. En la Universidad de entonces el prestigio lo tenían los profesores de medicina, de leyes, de filosofía o de teología. A éstos era a los que se les invitaba. Las matemáticas y la astronomía estaban encuadradas en la facultad de artes y su profesorado era el peor pagado. Galileo era invitado a estas tertulias en calidad de filósofo, no como matemático.
No es descabellado pensar que, en medio de estas tertulias o entre los pasillos y rincones del lugar de debate, Galileo aprovechara la ocasión para defender una vez más la veracidad de la teoría copernicana, aún a falta de una prueba sólida. Incluso que se atreviera a tranquilizar a sus amistades afirmando que ésta no contradecía las Sagradas Escrituras: “como venía a decr mi amigo el cardenal Baronius (fallecido en 1607), la misión de las escrituras no es enseñarnos cómo es el cielo, sino mostrarnos cómo llegar al Cielo”.
Esto es, en la intimidad hablaría con libertad de lo humano y de lo divino sin reparar que entre sus oyentes no todos eran tan amigos o que alguno de ellos, sin maldad alguna, pudiera difundir sus palabras: “Galileo ha dicho…” Palabras que en forma de rumor llegaban a Roma, tal como le advierte desde allí su amigo Cigoli (Ludovico Cardi, pintor de éxito y amigo de toda la vida con quien estudió matemáticas), a la vez que le previene de sus detractores y rivales. Era ya diciembre, cuando Cigoli le escribe.

Este año de 1611 acabará con la carta de Galileo al cardenal Conti, antiguo alumno suyo. Le escribe porque se ha percatado del peligro que supone el ataque de Ludovico delle Colombe, con toda su batería de citas sobre las Sagradas Escrituras, y porque conoce que se va formando una oposición en su entorno a raíz de sus afirmaciones sobre las posibles consecuencias de sus descubrimientos. Como comenta Brandmuller, no se conserva ésta carta, pero sí la contestación del cardenal de la que se infiere que la pregunta era: “¿está de acuerdo con la Sagrada Escritura la doctrina aristotélica sobre el universo?”. (Continuará).

domingo, 29 de enero de 2017

Con todo respeto, discrepo.

A principios del siglo XIV, Ockham (el filósofo de la navaja) se propuso convencer al Papa (conocerá a tres) de que debía ocuparse más de su grey y menos de las cuestiones temporales. Buscaba la lógica separación del poder espiritual y el temporal, de la Iglesia y del Imperio. Ahora, siete siglos después, esta solicitud resulta evidente, como evidente es que el Papa de hoy es un guía espiritual, un pastor de almas que no quiere que ninguna (¡ni una!) se pierda.
Pero la tentación de imponer las propias ideas por la fuerza no ha perdido actualidad. Aunque solo sea con la fuerza de una Ley hecha a la medida de esas ideas. Una ley a resultas de los que más gritan, de los que agitan la calle (antes, ley del más fuerte), de los lobbies con medios económicos suficientes para crear opinión, es hoy el método empleado para dominar. El que emplea la ideología de género: con multas, como en el caso de la presidenta Cristina Cifuentes contra el director de un Colegio de Madrid que se atrevió a denunciar tal ideología, o con petición de cárcel (o la condena al ostracismo) para aquellos personajes públicos que no las comparten.
Porque hoy ya no se entiende que discrepar no es discriminar. Parece que sólo los de una orilla están legitimados no sólo para expresarse y criticar, sino también para ofender. Para los de la otra, bastará que se atrevan a expresarse para condenarlos al trullo. Y luego defenderán la libertad de expresión de Hebdo, cuando no lo hacen con el que está al lado.
El conocido caso de unos pasteleros cristianos de Belfast, acusados por discriminación a pagar una multa de 500 libras por negarse a aceptar el encargo de una tarta con el lema “Apoya el matrimonio gay” ya que no estaban de acuerdo con ello, hace preguntarnos: “¿se puede obligar a un impresor musulmán a publicar caricaturas de Mahoma?, ¿se puede obligar a uno judío a que imprima un libro que niegue el Holocausto?, o ¿se puede obligar a un pastelero gay a que decore sus tartas con eslóganes homófobos?” Entonces …
Se ha pasado de la postura lógica de no imponer las creencias espirituales de una mayoría a imponer, con revanchismo y odio, las creencias (aunque no sean espirituales, son creencias) de una minoría. “Ahora, yo impongo”, parece que dicen. Primeramente, impongo la destrucción de todo lo anterior (deconstrucción, en su lenguaje). Después, impongo mi opinión por medio de la coacción so capa de Ley. En tercer lugar, desarrollo mis ideas con proyectos educativos en la escuela. Y así, algunas ideologías (como la de género), que tratan de imponerse como un pensamiento único, acaban determinando incluso la educación de los niños.
He dicho “creencias”, porque detrás de la ideología de género (la más agresiva so capa de Ley con el que discrepa) no hay ciencia, sino creencia. Sorprende que en un tiempo en el que el progreso se daba al ritmo de la ciencia o, más bien, de apariencia de ciencia, en el que las ideas se revestían de ella para ser admitidas (véase la teoría del superhombre y el nazismo, la teoría de la lucha de clases y el marxismo, tan catastróficas ambas para la humanidad), sorprende -digo- que esta nueva ideología (la de género) no haya encontrado sustrato científico, más bien al contrario. Quizás por ello, como escribió Camila Paglia (mujer que defiende una total libertad de expresión sexual): “Hoy está censurada la discusión sobre las causas de distintos asuntos de género. (…). Incluso plantear la cuestión del origen de la homosexualidad se considera un signo de homofobia (..) Estoy esperando que algunos jóvenes gais valientes protesten contra esta censura” (web británica Spiked, 15.4.2016).
         Pero he de acabar, volvamos a Ockham, a aquel fraile franciscano que sufría ante la incongruencia del Papado. Se ha afirmado miles de veces el valor de la diferencia. Qué incongruencia pues imponer las propias ideas. Que las de unos y otros no les lleven a un cuadrilátero sangriento, que sepan ver la grandeza del otro, que respeten su libertad, que no obliguen a nadie a quemar incienso al César, cualquier César.

miércoles, 25 de enero de 2017

Galileo, 1616 (II)

El 16 de julio de 1610 fue nombrado Primario Matematico dello Studio de Pisa e primario Matematico e Filosofo del Granducca di Toscana, con el privilegio de no dar clases y dedicarse a la investigación. En el fondo, como escribe S. Drake, era un florentino hasta la médula, allí había nacido (Pisa, 1564) y a sus 47 años cumplidos volvía a su Universidad.
La noticia causó gran consternación entre los paduanos y nunca perdonarán su marcha. No obstante, dejó amigos, como fray Paolo Serpi (teólogo oficial de la República de Venecia), Antonio Querengo (poeta en lengua latina), G. Sagredo (que perfeccionó el termómetro a partir de las ideas de Galileo), Santone Santorio (que contribuyó a la medicina experimental partiendo de estudios de Galileo) y Benedetto Castelli, monje benedictino y alumno que le seguirá a Pisa en 1613 como profesor de matemáticas.
En Padua había cosechado grandes éxitos. Acudían tantos estudiantes a sus lecciones -comenta Brandmuller- que tuvo que trasladar sus clases a un aula mayor con capacidad para un millar de personas (ríanse ustedes de la preocupación actual por el tamaño de las aulas y la ratio) o, bien, impartirlas al aire libre. Inventó el compás geométrico y militar, reunió sus teoremas sobre el movimiento, descubrió que la velocidad de caída era proporcional al cuadrado de la distancia y que la trayectoria del movimiento de un proyectil era parabólica, (…) E insisto en ello, estimado lector, para que quede clara la fama que ya tenía Galileo como físico antes de publicar el Siderius y, por supuesto, antes de volver a Florencia.
Llegó el 12 de septiembre. Y ya en Florencia, su Siderius recibió el apoyo de los astrónomos jesuitas de Roma y hasta del padre Clavius, profesor de matemáticas, que introdujo -junto a Magini- el punto en la expresión decimal de un número, y reputado astrónomo, componente de la comisión encargada de la reforma gregoriana del calendario. Galileo le había conocido en su primer viaje a Roma (1587) y el 17 de diciembre iniciaron un fecundo intercambio de correspondencia. Así acabará un año que acrecentó su figura y en el que hizo público, por fin, su apoyo al heliocentrismo de Copérnico.
Pero 1610 tuvo también su espina. Fue a finales de año, cuando el filósofo Ludovico delle Colombe (profesor en Pisa) invocó las Sagradas Escrituras como argumento contra el movimiento de la Tierra, a la vez que metía cizaña contra Galileo. Estaba resentido contra nuestro protagonista a causa de la crítica de este a una publicación suya de 1606 referente a la supernova de 1604.
Y fue de esta forma, consciente o inconscientemente, como se abrió el debate a los teólogos. Un debate que dará pie al conflicto por el que Galileo será recordado entre la mayoría de los mortales. Todavía habrá que esperar a 1633 para el desenlace definitivo, pero lo que acontezca en 1616 será determinante.
 Ante cualquier provocación hay siempre dos opciones, las mismas que tenía Galileo: hacer oídos sordos o responder. ¿Por cuál optaría Galileo? No hay que ser un lince para adivinar que optó por la segunda. Ahora bien, para su respuesta podía elegir, a su vez, entre dos tipos de argumentos: los físicos o los teológicos. Y, ¡cómo no!, Galileo eligió los teológicos. Si con aquella provocación Colombe pretendía llevarle a ese terreno, entonces podemos afirmar que nuestro protagonista había caído en la trampa.
Porque si Galileo se hubiera mantenido en el campo científico, donde era una autoridad, todo hubiera quedado en una discusión entre escuelas, una más; pero hacerlo en el campo teológico suponía una intromisión inaceptable para los teólogos profesionales. Más aún cuando la discusión iba a girar en torno a la interpretación de las Sagradas Escrituras que, como se sabe, era una de las cuestiones que separaba a los cristianos protestantes de los católicos. Lutero había proclamado la libre interpretación de las escrituras, cada cual las interprete a su modo. Mientras que, el Concilio de Trento (1545-1563), en su sesión del 8 de abril de 1546, había dejado claro que la interpretación de la Escritura debía estar guiada por la autoridad del magisterio de la Iglesia.  
          Son tiempos convulsos, de desunión en la cristiandad. Pronto comenzará la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) con luchas fratricidas entre protestantes y cristianos, donde cada bando busca y castiga la herejía. Por eso he dicho que era una trampa, que Galileo se iba a meter en la boca del lobo. El Concilio había recibido su aprobación general con la Bula “Benedictus Deus” de Pío IV casi dos semanas después del nacimiento de Galileo y la sensibilidad con respecto a esta materia estaba a flor de piel. No era el mejor momento para dar lecciones a los teólogos.
           No obstante, no se precipitó. Tenía otras prioridades, acababa de descubrir las fases de Venus, lo que implicaba que Venus no giraba en torno a la Tierra sino alrededor del Sol, y buscó reconocimiento en Roma que en aquel tiempo no sólo ostentaba la primacía del mundo católico, sino también la del saber científico, artístico y cultural.
Llegó a Roma el 29 de marzo de 1611, Jueves Santo. Se alojó en la residencia del embajador toscano y fue recibido en la “Accademia dei Lincei” (la primera academia científica de la historia) como su sexto miembro; por el Colegio Cardenalicio (ya había enviado un telescopio a algunos cardenales) donde, aunque no todos compartían su copernicanismo, le esperaban entusiasmados; por los jesuitas del “Collegio Romano”, quienes reconocieron que después del descubrimiento de las fases de Venus era ya insostenible el sistema tolemaico y, como guinda, fue recibido por el Papa Paulo V quien, rompiendo el protocolo, no permitió que le hablara arrodillado.
        Galileo estaba exultante, con entusiasmo exponía a todos sus ideas copernicanas, hasta el punto de que le aconsejaron ser más cauteloso. Le matizaban que lo que había demostrado era que, al menos, Venus giraba en torno al Sol, pero nada más. Pasó buenos ratos conversando con Clavius o en sesiones prácticas con el telescopio en las que mostraba sus hallazgos a numerosos invitados. Platicó con el cardenal jesuita Roberto Belarmino (consultor del Santo Oficio) ante quien le aconsejaron que tuviera máxima prudencia. Antes de su visita a Roma, el cardenal ya se había interesado por Galileo inquiriendo el 17 de febrero (no consta la tan citada consulta del 17 de mayo) por su relación con el profesor Cremonini, recientemente investigado por la Inquisición. Belarmino también consultó (19 de abril) a los jesuitas Clavius, Grienberger, Van Maelcote y Lembo, sobre el fundamento de las proposiciones de Galileo, quienes confirmaron cinco días después, con mínimas diferencias, las tesis de Galileo.  
             Abandonará Roma el 4 de julio. Fueron tres meses triunfales tal como muestran las palabras que el cardenal Del Monte escribe (31 de mayo) al duque de Toscana: “Si estuviéramos todavía en tiempos de la antigua Roma se le habría erigido una estatua en el Capitolio como reconocimiento a sus méritos”. Pero nuevas polémicas le esperaban en Florencia. (Continuará)