martes, 15 de agosto de 2017

Galileo, 1616 (VII)

            Detengámonos en la carta a Castelli, que el lector encontrará fácilmente en internet, porque puede ayudar a conocer un poco más a Galileo. La dividiré en tres partes. Una primera, donde muestra estar informado del encuentro en la Corte por medio del relato de Niccolò Arrighetti. Otra, en la que considera el hecho de que algunos recurran a las Sagradas Escrituras en las discusiones sobre filosofía natural (física). Y, finalmente, la demostración de que el pasaje de Josué concuerda perfectamente con el sistema de Copérnico, a la vez que prueba “la falsedad e imposibilidad del sistema del mundo aristotélico y ptolemaico”.
            Primeramente, se muestra satisfecho de Castelli cuyo prestigio profesional en la Universidad ha reducido el número de sus rivales a “unos pocos”, así como del placer que encuentran “sus Altezas” con sus respuestas. Después, da una lección sobre el modo de entender las Sagradas Escrituras y no porque lo diga yo, sino que es el mismo Papa san Juan Pablo II quien afirmará, más de trescientos años después (1979), que: “Galileo formuló importantes normas de tipo epistemológico, que son indispensable para reconciliar la Sagrada Escritura y la ciencia”. Incluso tomará palabras de esta carta, citándola, que incluirá posteriormente en su encíclica Fides et ratio (1998). Estas normas o criterios provienen de los Padres de la Iglesia tal como había propuesto el Concilio de Trento y concuerdan, como explica Artigas, con el Magisterio de la Iglesia expresado más recientemente en las encíclicas Providentissimus Deus (León XIII) y Divino afflante Spiritu (Pío XII) o la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II. Hasta el punto de que hoy resulta difícil entender cómo no fueron bien recibidas por algunos. Lo que evidencia la complejidad del caso Galileo, así como la importancia de analizar la historia en el contexto del momento y no con parámetros o criterios posteriores.
            Es verdad, dirá Galileo, que jamás las Sagradas Escrituras pueden mentir o errar, pero sí pueden errar sus intérpretes y comentaristas. Y la tendencia más grave es entenderlas siempre en su sentido literal. Por ello, es necesario que haya sabios intérpretes que den el verdadero significado e indiquen las razones especiales que les hace expresarse de ese modo.
            Galileo tenía muy clara la legítima autonomía de la ciencia (algo nuevo que empezaba a ver la luz siguiendo sus propios pasos), pero no como algo independiente de la fe, sino al contrario. Pues ambas, “las Sagradas Escrituras y la naturaleza proceden igualmente del verbo Divino, aquélla en tanto que es revelación del Espíritu Santo, ésta en tanto que es fiel ejecutora de las órdenes de Dios”. Ahora bien, “la autoridad de las Sagradas Escrituras no ha tenido otra intención que enseñar a los hombres los artículos y proposiciones que, necesarios para su salvación y sobrepasando toda razón humana, no podían ser enseñados y creíbles por otra ciencia ni por otro medio, sino por boca del Espíritu Santo”. En cambio, es “posible creer que Dios, que nos ha dado los sentidos, la razón y el intelecto, haya querido darnos otro medio de conocer lo que podemos alcanzar con ellos, sobre todo en las ciencias de las que las Escrituras no nos ofrecen más que ínfimas parcelas dispersas”.
            Como tenía claro que se trataba de dos verdades a las que se llegaba por caminos distintos, “y siendo evidente que dos verdades nunca pueden contradecirse”, insistía en que “en el debate sobre cuestiones naturales sólo se debería recurrir a ellas (a las Escrituras) en última instancia”. Más aún, lo que la experiencia sensible o una demostración necesaria nos obliga a concluir no puede ser revocado o puesto en dudad por un pasaje de la Escrituras tomado al pie de la letra. De ahí que los sabios interpretadores no deben tomar de manera literal pasajes que contradigan lo probado experimentalmente pues, si lo hacen, están faltando a la verdad en dos sentidos: contradicen la ley de la naturaleza dada por Dios y, a la vez, añaden verdades de fe que no lo son.
            Esta era la posición de Galileo, posición que contaba -como ya hemos dicho- con los sólidos precedentes de los Padres de la Iglesia. Por esta razón, dirá Drake, Galileo se sentía seguro en su postura. Y no era para menos. O, al menos, eso nos parece ahora, a posteriori.
            De la carta, hizo varias copias (algunas de ellas modificadas) para difundirlas entre sus amigos, aunque alguna cayó en manos de sus enemigos o, al menos, de los enemigos de la teoría copernicana a la que hace mención en su última parte, aquella en la que parece que por -reducción al absurdo- demuestra su íntima compatibilidad con el manido pasaje de Josué.

            Con ella, Galileo intervenía públicamente en un debate que había saltado a la calle y que, en opinión de Brandmuller, era materia de conversación en amplios círculos: “Copérnico y la Biblia”. Y la respuesta no tardará en llegar. (Continuará)

lunes, 7 de agosto de 2017

Galileo, 1616 (VI)

El intercambio epistolar del año 1613 muestra a un Galileo en plena edición y promoción de su libro sobre las manchas solares. Resuelve continuas dudas del impresor, concreta la notación matemática y aclara los dibujos. Recibe numerosas cartas de amigos, príncipes y cardenales que agradecen haberlo recibido. Y hasta le convencen de que lo publique también en latín (versión que estará preparada en agosto), para que lo entiendan en Alemania (de donde partió la polémica) y el resto del continente.
Pero también aparecen comentarios sobre su disputa con Colombe. En febrero, su amigo Cigoli le dice “no sé si es más descarado que ignorante”. También Castelli, habla del “escrito vil” de Colombe que “le agita cada hora”. Por otra parte, su amigo el jesuita Grienberger (sucesor de Clavius), le escribe varias veces para consultarle un problema sobre el espejo hiperbólico que solicita traslade a Kepler, a la vez que añade: “no se sorprenda de mi silencio sobre sus escritos: no tengo tanta libertad como usted” (ya que el general de la orden, Claudio Aquaviva, había dado instrucciones escritas para que no alimentaran polémicas).
El 29 de junio, Galileo se entera por carta de la muerte de Cigoli. Murió de “fiebre maligna” el 8 de junio. En mayo había recibido su última carta. Llora su muerte y relee sus cartas hasta percatarse del valor profético de algunos renglones: “perchè il tempo é breve”, le dice en una; “perchè fugge il tempo”, en otra. ¿Presentía Cigoli tan cercana su muerte? Llora a aquel que hizo la primera representación artística de “su” Luna; a su alumno de perspectiva; al que pintó, en la cúpula de la capilla paulina de Santa María la Mayor en Roma, a la Virgen apoyada en una Luna con cráteres.
Pero a la tristeza por la muerte de uno de sus discípulos le sobrevino la alegría del progreso de otro. En efecto, gracias a su recomendación al Gran Duque, el benedictino Benedetto Castelli, que había sido su pupilo desde 1604 en Padua, obtiene el cargo de profesor de matemáticas en Pisa. Será su discípulo preferido, su gran colaborador. Lo tratará siempre como a un hijo predilecto. Recíprocamente, Castelli siempre se sentirá orgulloso de ser su “discípulo, hijo y servidor obligado”. Merece la pena entretenernos con él; sigamos sus pasos hasta finales de 1613, pues marcarán los de su maestro.
Castelli llega a Pisa un domingo y el miércoles 6 de noviembre ya está escribiendo a Galileo. Cuenta que, de inmediato, la tarde de su llegada, fue a presentarse al rector de la Universidad Arturo Pannocchieschi d’Elci (miembro de la “Liga de las palomas”) quien, después de recibirle con mucho afecto, lo primero que le dijo es: no entre a opinar sobre el movimiento de la Tierra. Castelli respondió que le obedecerá porque lo mismo le ha aconsejado Galileo, su maestro, quien en sus 24 años de enseñanza nunca ha tratado esa materia. Confundido ante la respuesta, el rector añadió que, si en la digresión de algún otro tema sale éste, puede explicarlo enfatizando que es sólo probable. Pero Castelli, que será también un genio, le replicó que no lo haría sin un permiso expreso de él. Acaba la carta hablándole de los profesores a los que había conocido. Le volverá a escribir con más detalle una semana después, el día 13, contento por “una audiencia como la que nunca había visto”, no sólo de escolares sino también de doctores, donde muchos asistentes deben permanecer de pie. Con todo, un pequeño número de aristotélicos tratará de hacerle la vida imposible en Pisa.
No quiero dejar pasar que el mismo día 6 el rector escribe a Galileo y, como de pasada, le dice haber conocido “con mucho gusto” a Castelli a quien en consideración a aquél está dispuesto siempre a servir. Y no he querido obviar esta carta porque desmonta cualquier interpretación maniquea. El rector, que asociado con Colombe, participa de la crítica al planteamiento galileano no deja de manifestar su admiración hacia él. La autoridad intelectual de Galileo era indiscutible. Incluso se declara “amico suo”. Pero el prestigio de Galileo no es óbice para que cada cual defienda su parcela. Los aristotélicos la suya, Galileo la nueva ciencia. ¿Pero qué era eso de la nueva ciencia, cuando sólo estaba en sus albores, frente a tantos siglos de peripatéticos?
Habrá que esperar a diciembre para que todo se precipite. El domingo, día 14 del mes, Castelli escribe a Galileo sobre el debate que tuvo en la Corte el jueves anterior. Ese jueves fue invitado a la mesa del Gran Duque Cósimo II, en compañía de la Gran Duquesa Cristina (madre de Cósimo), la Archiduquesa (esposa de aquél), d. Niccolò Arrighetti (compañero de estudios de Galileo, primer biógrafo de Salviati y futuro Cónsul de la Academia Fiorentina), el duque Paolo Giordano (Orsini) y el filósofo aristotélico Dr. Boscaglia. Cósimo se sintió muy satisfecho por el trabajo de Castelli en la Universidad pasando después a interesarse por los satélites Mediceos de los que la Gran Duquesa precisó que era necesario que fueran reales y no un engaño del telescopio, lo que confirmó el Dr. Boscaglia. No obstante, en determinado momento, Boscaglia susurró al oído de la Gran Duquesa que todos los descubrimientos de Galileo eran ciertos salvo la hipótesis del movimiento de la Tierra que era imposible pues contradecía a las Sagradas Escrituras.
Cuando ya iba a abandonar el Palacio, Castelli fue invitado en calidad de teólogo a la sala de la Gran Duquesa, donde ya estaban los citados invitados, con el propósito de aclarar la contradicción entre el movimiento de la Tierra y el pasaje bíblico de Josué que afirma que el Sol se detuvo. El debate, en el que Boscaglia permaneció callado, duró dos horas. Castelli, que tuvo a favor al resto de tertulianos, salió satisfecho por su disertación y así se lo hace saber a Galileo. E, incluso, llega a intuir que las preguntas que le hacía la Gran Duquesa estaban pensadas para que él se luciera. Termina con las alabanzas que había recibido la figura de Galileo y anunciándole que d. Arrighetti le trasladaría de palabra sus argumentaciones.

Como respuesta, Galileo escribirá a Castelli su famosa carta de 21 de diciembre de 1613 que era, en realidad, un comentario sobre la justa manera de entender las Sagradas Escrituras. Con ella empieza una nueva historia. (Continuará)