domingo, 22 de septiembre de 2019

La dimensión silenciada



Las matemáticas trabajan con espacios de n dimensiones, pudiendo ser n cualquier número; y lo mejor de todo es que sus resultados son aplicables a la realidad. Se empieza trabajando en una dimensión para acabar el bachillerato con el espacio de tres dimensiones que será ampliado en cursos posteriores. Curiosamente, no sucede lo mismo en eso que llaman “enseñar para la vida”.  En esta ciencia no se pasa de la dimensión dos. La vida se enfoca como la de un “planilandés”: izquierda, derecha, adelante y atrás, pero nunca arriba o adentro, con lo que se pierde la profundidad y la altura-grandeza de la propia vida. Quizás `por ello la vida está hoy tan devaluada, sobre todo la de los otros, léase aborto, eutanasia, suicidio, violencia familiar, por ejemplo.
Hay quien se conforma con poco o no necesita más o, también, no es capaz de más. Y conforma su vida como en un plano cartesiano. Tan poca importancia hemos dado a la vida que casi parece más un sobrevivir. Estamos para sobrevivir. Comemos, bebemos, viajamos, wasapeamos, nos divertimos, pues ya está bien. Y a los demás que los zurzan. O nos metemos en una ONG (¡qué bueno que existen!) cargados de voluntarismo hasta que nos aburrimos. Todo es acción. De hecho, en la escuela priva la máxima del enseñar a hacer. Hoy se hacen muchas cosas pero se piensan pocas. El propio voluntarismo es excusa de su falta de eficacia. Y se vuelve a hacer.
Da alegría oír a Ricky Rubio decir que meditaba antes de cada partido del mundial de baloncesto. No ha dicho sobre qué, pero está claro que cuando estaba en ello no hacía nada. No botaba la pelota, no hacía mates, se retiraba a meditar. Pensar antes de hacer, contemplar antes de hacer. Esta es la dimensión que falta, la que no se enseña, la dimensión trascendente del hombre. Lo que le distingue de los animales. Los animales hacen. Los hombres, en cambio, piensan no sólo lo que hacen sino también por qué y por quién lo hacen. Y hay un momento en el que el plano sofoca al que piensa, lo ahoga, y se hace necesario mirar alto, mirar profundo.
Más de una generación ha sido privada, por principios ideológicos, de la posibilidad de considerar lo transcendente, lo que no se hace o no se toca, lo espiritual. El hacer individualista y materialista ha matado el espíritu de una civilización que ha dado frutos espectaculares desde la contemplación. Porque detrás de la acción, detrás de la materia, hay un soporte que constituye la dimensión clarificadora que todo lo vence (¡hasta la muerte!). No sé por qué nos negamos a enseñarlo a nuestros jóvenes.

Biodiversidad y familia

La entomología clasifica miles de escarabajos. Uno de ellos es objeto de estudio de un doctorando que pide referencias sobre posibles modelos matemáticos. Hay que averiguar cómo le afecta el cambio climático y viceversa. Mientras me pone al día de su investigación sale la palabra biodiversidad. Una palabra recurrente que viene a significar la diversidad de especies animales y vegetales de un determinado hábitat. Preservar la biodiversidad es un objetivo de nuestro siglo. Pero yo, perdonen, sonrío sardónicamente cuando la oigo pronunciar a algunos. ¿Por qué? Decía F. Hadjad(*) que “la experiencia de la familia política es, sin duda, la prueba más fuerte de la biodiversidad” e ironizo porque no aprecio en algunos el deseo de preservarla.
Pasa como con la familia natural, que algunos ahora llaman clásica o heteropatriarcal con el fin de hacerla parecer anticuada o sospechosa de violencia de género. Porque no hay mayor ni más importante biodiversidad que la que surge de la diferencia biológica existente entre la mujer y el hombre. Partiendo de esta diferenciación sexuada va surgiendo un hábitat difícil de sustituir. Hijos e hijas que convierten a otros en padres y madres que, a su vez, hacen abuelos y abuelas. Entre medias hay suegros y suegras, yernos y nueras, tíos y tías, primos y primas. La familia política, con todas las rarezas de sus miembros. Todo un hábitat que preserva a los que lo forman y da solidez al entramado social.
No son teorías, son realidades. No hay ideología de fondo, es la propia naturaleza. Han podido comprobarlo en la pasada crisis económica. O, sin ir tan lejos, visitando un hospital. Si el enfermo tiene familia, allí siempre hay alguien que le cuide. Si no la tiene, tendrá que echar mano de la cartera para contratar a un acompañante. La Consejería construye un hospital, pone camas que se llenan de enfermos, contrata -siempre menos de los necesarios- médicos, enfermeros, auxiliares y celadores, pero todo queda frío sin ese familiar que te humedece los labios con un paño mojado. Incluso todo se viene abajo sin el familiar que llama al timbre de emergencia a media noche o te acerca el orinal con cariño. Son insustituibles. Valdría la pena cuidar un poco más esta biodiversidad.

(*) Recomiendo el libro Últimas noticias del hombre (y de la mujer), de Fabrice Hadjadj, Biblioteca HOMOLEGENS, 2017