jueves, 27 de septiembre de 2012

San Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia (25-09-2012)


El Siglo de Oro español fue tiempo de ilusión y esperanza, algo que se echa en falta en la España de hoy. Un tiempo aquél de santos y de héroes, cuyo recuerdo han intentado pervertir algunos historiadores, más preocupados en poner el énfasis en las sombras –incluso distorsionando los hechos- por mucho que estas fueran menores que sus luces.
Por suerte, la realidad se impone y cada poco tiempo surgen motivos que ayudan a comprender mejor la grandeza de aquellos personajes. San Juan de Ávila fue uno de ellos y, cinco siglos después, su vida y obra le ha merecido el título de Doctor de la Iglesia. Sacerdote, cuyo testimonio y escritos son representativos de toda una época, destacó por su espiritualidad sacerdotal capaz de generar un estilo de sacerdote que marcó los siglos posteriores al XVI y que hoy se presenta, de nuevo –pues ya era Patrono del clero secular español-, como modelo a imitar. Metido de lleno en un siglo de reforma y convencido de que la renovación de la Iglesia pasaba necesariamente por la renovación del sacerdote, impulsó un estilo caracterizado por su doctrina eminente. El estilo del sacerdote santo y sabio.
Nacido en Almodóvar del Campo (Ciudad Real), hijo de familia cristiana y rica, pues poseía una mina de plata, fue enviado a estudiar Leyes a la Universidad de Salamanca, de la que volvió defraudado y sin título. Vivió entonces dedicado a la oración y la penitencia, hasta que por consejo de un franciscano pasó a la Universidad de Alcalá de Henares donde se graduó con honores destacando sobre el resto de sus compañeros, entre los que cabe mencionar a Domingo de Soto y Tomás de Villanueva. Ordenado sacerdote cuando ya habían fallecido sus padres, repartió la mina de plata entre los pobres y, tras su primera Misa, celebró el acontecimiento invitando a doce menesterosos. Convencido de la misión evangelizadora de la Iglesia quiso sumarse a los ya 15000 sacerdotes que habían partido hacia el nuevo mundo, topándose con la negativa del arzobispo de Sevilla que le obligó –bajo pena de excomunión- a quedarse en Andalucía, “sus indios –le dijo- están en el sur de España”. Comenzó entonces una labor de predicación a la que se le fue sumando el apoyo de otros tantos sacerdotes.
Un hecho marcó un antes y un después en su vida: el proceso al que fue sometido por la Inquisición. Proceso que duró dos años, de 1531 a 1533, pasando uno de ellos en prisión. Le acusaban de algunas afirmaciones hechas en su predicación, aunque no era nada nuevo pues siempre vivió marginado y bajo sospecha a causa de su ascendencia judía. Durante el proceso tuvo oportunidad de mostrar su fidelidad a la Iglesia y adquirió un conocimiento profundo de la cruz de Cristo que mantendrá presente a lo largo de su vida. Debido a las graves y duras acusaciones, el proceso pintaba tan mal que alguien susurró “está tan mal que sólo puede estar en manos de Dios”, a lo que el santo contestó “que no podía estar en mejores manos”.
En la cárcel empezó a escribir su obra más famosa, “Audii filia”, dirigida a Sancha Garrido y también la carta 64 de su “Epistolario”. El proceso concluyó con jolgorio y alegría después de que la defensa presentara a cincuenta y cinco testigos que replicaron a los cinco denunciantes.
En 1535 se afincó en Córdoba, dedicó 20 años a la predicación, fundó quince Colegios Mayores y Menores, así como la Universidad de Baeza, la primera Universidad andaluza de aquél tiempo. Sus últimos quince años los pasó en silencio, retirado en Montilla con dos de sus discípulos, dedicado a contestar las cartas que le llegaban. Destaca la correspondencia que mantuvo con san Juan de la Cruz,  santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Pedro de Alcántara, san Juan de Ribera o san Francisco de Borja, entre otros. Solicitada su participación en el Concilio de Trento se limitó, ya enfermo, a enviar un memorándum sobre la figura del sacerdote que sirvió de directriz a los miembros conciliares. Murió en Montilla (Córdoba), el año 1569.
Más de seiscientos años después de su muerte, el próximo siete de octubre, cuatro días antes del inicio del Año de la Fe proclamado por su santidad Benedicto XVI, la Iglesia volverá a proponer su figura. “Para que todos volvamos a invertir en eternidad –dirá don Santiago Bohígues, autor de una de las tesinas sobre san Juan de Ávila- y para que se seleccione y forme bien a los sacerdotes promocionando la santidad entre ellos”. 

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Al inicio del curso escolar (18-09-2012)


Las consecuencias de los recortes en educación no son tan claras ni tan determinantes como predicen algunos. Más aún cuando tales consecuencias dependen en gran medida de lo que hagan aquellos que las pregonan, de aquellos que teniendo en sus manos la posibilidad de encauzarlas y dirigirlas se limitan a profetizar catástrofes.
Ni siquiera es correcto decir que estos recortes van a suponer una merma de calidad en la enseñanza pública, porque desde hace más de veinte años se vienen legislando medidas que afectan negativamente a esta enseñanza. Y si en este tiempo, a pesar de ello, se ha mantenido la calidad ha sido gracias al esfuerzo de los mismos que pueden mantenerla ahora.
La diferencia está, más bien, en que los recortes actuales son materiales, mientras que los anteriores afectaron a la esencia de la enseñanza. Y, en este sentido, no cabe duda de que fueron más perjudiciales –y siguen siéndolo- por la dificultad que supone volver a las esencias cuando éstas se han corrompido. En la enseñanza, llevamos tanto tiempo poniendo en primer lugar aspectos secundarios que ya no sabemos de qué trata.
Y digo que me preocupan más estos tics invisibles que los recortes materiales porque el hombre es un ser que se adapta a las dificultades materiales, hasta el punto de que puede crecer como hombre aun cuando disminuya el progreso material que le rodea. Y de esto precisamente, de crecer como hombre, trata la educación. Pero, para ello, es requisito previo el querer. Esto es, la voluntad de todos los agentes implicados en la enseñanza puede invertir la tan pregonada repercusión negativa de las actuales medidas –que no hay que olvidar que son fruto de una crisis económica-. Se trata pues de aunar voluntades y dirigirlas hacia la noble tarea de la enseñanza y el aprendizaje.
Sin embargo, no es tarea fácil. Las cuestiones laborales y políticas planean desde hace tiempo sobre la enseñanza, ensombreciéndola hasta el punto de no distinguir en ella los límites de aquellas. Tampoco resulta beneficiosa la actitud de una sociedad que ha puesto excesivo énfasis en los derechos con el olvido perenne de las obligaciones. (…) Con todo, estoy convencido de que los nubarrones que algunos predicen pueden ser desplazados si los profesores, los padres y los alumnos están en lo que tienen que estar.
¿Cómo va a ser este curso?, no lo sé. Lo único cierto es que el ambiente está algo viciado, que las aguas andan revueltas en España y que muchos van a aprovechar la situación para pescar lo que no podrían en otras condiciones. Ahora bien, de lo que sí estoy seguro es que no es tiempo para la crispación, que es tiempo para sembrar sosiego y de que, como he dicho estos días a mis estudiantes, es tiempo de estudio y educación, entendida ésta como respeto. Por el bien de la enseñanza pública, espero que lo que pueda suceder en las calles no se traslade a las aulas ni pasillos de los centros educativos. Menos aún a los hogares, en donde padres y estudiantes contribuyen a consolidar las tareas de la enseñanza y la educación.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Gritando no morir (04-09-2012)


Giuseppe T. de Lampedusa, cuyo trabajo esencial consistió en la crítica literaria, publicó una sola novela, “El Gatopardo”. Aunque no es de extrañar que hubiera escrito  infinidad de páginas para consumo propio, pero esta reflexión la dejo para los eruditos. He pensado en Lampedusa después de conocer a Vicente Martínez, autor del libro “Gritando no morir” (ediciones QVE).
Vicente, como aquél, ha dedicado muchas horas a la creación literaria, pero sólo ha publicado este libro. Es un hombre sencillo que, en rebeldía contra una sociedad que considera errática, escribe para sentirse bien consigo mismo. Lo que sumado al hecho de que todos los beneficios del libro están destinados a una ONG, refuerza su actitud ante una sociedad afanada en la búsqueda del éxito, la fama y el dinero. Pero no quiero hablar de Vicente, quien gusta en defender su intimidad y al que conozco poco, sino de su libro que me ha parecido encomiable.
Cuando por azar cayó en mis manos, desconfié de lo que podría encontrar en él. Su título me prevenía sobre la posibilidad de que fuera un ensayo repleto de lugares comunes y lleno de ese sentimentalismo tan a la moda. Sólo su lectura me sacó de la confusión. Se trata de una novela llena de humanidad, realismo y, sin embargo, esperanzadora, cuyo hilo conductor es el amor paterno-filial que convierte al protagonista en un luchador por la vida.
Decía Víctor Frankl que cuando “alguien tiene un motivo para vivir siempre encuentra un cómo”. El protagonista de la novela de Vicente Martínez tenía más de un motivo para vivir y, aunque su vida fuera la de un menesteroso que padece la crueldad del prójimo, una vida que algunos llamarían indigna o, más suavemente, injusta, encuentra que gritando “no morir” le sirve de aliento y motor para hallar el cómo en cada instante. Como los versos de Blas de Otero: “y yo de pie, tenaz, brazos abiertos, gritando no morir”.
La leí de un tirón. Más sosegadamente la primera parte, contemplando escenas reales que todos hemos visto alguna vez en la calle y que ayudan a su credibilidad. Escenas narradas sin acritud, sin querer echar nada en cara de nadie, más bien con poesía, con ternura, magnífica ternura. Hasta llegar a las páginas en las que la realidad se vuelve novela, ficción, fantasía, rica en acción, que impulsan al lector a no dejar el libro hasta llegar al final, hasta conocer cómo acaba.
En sus páginas se cruzan las miserias y las grandezas humanas con la naturalidad que le son propias. Personajes reales llenos de odio y dulzura, de violencia y afecto. Y, como trasfondo, la familia.
Vicente escribe: “entró en la cocina y preparó un café bien fuerte. El aroma de la cafeína se expandió. Otra vez tuvo la sensación de un calor nuevo. Familia. Había olvidado la palabra. Quizás el calor nuevo era la familia. Paz. Bienestar.” Y yo, como le dije, me quedé con las últimas palabras: quizás ese bienestar que algunos dicen haber perdido no haya desaparecido por completo, quizás todavía se pueda encontrar en la familia, quizás sea la familia su auténtica esencia. Pequeña hacia afuera, grande para adentro. La familia. Tan cerca de nosotros que ni la veíamos. ¡Oh!, cuán lejos se hayan del acierto aquellos que llaman sociedad del bien-estar a lo que realmente es una sociedad de la comodidad.
Lampedusa publicó una sola novela, esperemos que Vicente Martínez publique alguna más. Que su delicada vista, amenazada por las tareas de su profesión, le permita deleitarnos una noche más. “Vivir. Saber que soy piedra encendida, …”. Eso.