domingo, 28 de diciembre de 2014

Cristianos perseguidos y asesinados

Está claro que si los cristianos no hablamos de nuestros hermanos perseguidos y asesinados no lo hará nadie. Por eso no quiero acabar el año sin un recuerdo hacia ellos. Un recuerdo extensivo también hacia aquellos hombres, mujeres y niños que por motivos de raza o religión sufren la falta de libertad, el dolor de la persecución e, incluso, la muerte.
De manera especial, fijo mi atención en aquellos cristianos de Oriente Medio que desde hace veinte siglos pueblan aquellas tierras. Cristianos que en el decir de Mons. Amel Nona (obispo caldeo de Mosul, sucesor de Mons. Paulos Faraj, secuestrado y asesinado en 2008 por radicales islamistas), tenían la importante y bella misión de “educar a los demás, a la sociedad, en los principios y en los valores de la vida”. Una misión que desde el Líbano a Siria, Irak y Pakistán, kilómetro a kilómetro, se hacía menos pública, pero no por ello menos eficaz.
Consciente de que nada de lo que pueda escribir tendrá la fuerza y profundidad de las palabras con las que el Papa Francisco recuerda la inhumana persecución que sufren estos cristianos y con las que, a su vez, les exhorta a permanecer en la Fe poniéndolos como ejemplo de vida para el resto de los cristianos, no puedo por ello dejar de hacerlo aunque sólo sea porque los protagonistas in situ claman a sus hermanos de Occidente que no se olviden de ellos, tanto en lo material, como en lo espiritual.  
Recojo aquí esta llamada que lanzan, en el mejor de los casos, desde algún campo de refugiados circundado por la hambruna, la enfermedad infecciosa y el bombardeo del Estado Islámico. Traigo aquí el último estertor de ese cristiano (mujer, hombre o niño) abatido por un disparo en la nuca a manos de un fundamentalista islámico. El dolor de la mujer violada. El desconcierto y desesperación que supone sufrir una injusticia y ver que los que deben defenderlos se camuflan bajo dialécticas incomprensibles. Recojo aquí los villancicos de Navidad con los que, a pesar de los pesares, estos cristianos siguen alabando al Dios hecho hombre. Recojo sus miedos, junto a la sonrisa de esos niños y niñas que en medio de tanta brutalidad siguen afincados en la verdadera esperanza. Recojo sus oraciones y, mientras escribo, me uno a ellas. Traigo también aquí sus necesidades materiales, alimentos y medicinas, y tomo nota de la cuenta corriente de alguna organización que tiene la valentía de proporcionárselas.
La vida es un don, como lo es la vida en Cristo. Regalos de inmenso valor que Occidente ya no sabe apreciar. La ternura del Niño de Belén, que celebramos los cristianos en estos días, eleva estos dones a lo más alto. Nacer para vivir en Cristo es la más alta de las cimas y la única que vale la pena. Una Buena Noticia que debe ser dada a conocer por toda la Tierra. Todo lo demás es secundario. Y esta es la lección que nos enseñan nuestros hermanos, los cristianos perseguidos y asesinados en Oriente Medio.
Sin olvidar que su presencia en aquellas tierras es bueno tanto para aquellos que conviven con ellos, como para los que estamos más lejos, pues aunque puedan parecer un grano de mostaza, que es la más pequeña de todas las semillas, su fidelidad les convierte en un inmenso árbol al que los pájaros del cielo vienen a cobijarse en sus ramas. Occidente y Oriente Medio son esos pájaros necesitados de cobijo. Las ramas en las que se cobijan no son otras que la sangre de Cristo y de sus mártires

viernes, 12 de diciembre de 2014

Basta un viaje de diez metros

Cuando el director miró la pizarra, adivinó de inmediato que aquel maestro ya no estaba para dar clases (ya no era apto para la docencia, se dijo). Que aceptara como buenas aquellas sumas: 1+1=10, 11+1=100 y 101+1=110, confirmaba lo que le habían dicho, que ese maestro ya no enseñaba nada bueno. Así que decidió jubilarlo y darle cita para la cuarta planta del Perpetuo (psiquiatría).
Si el director no hubiera ido tan predispuesto (pero le habían dicho que el maestro chocheaba) o se hubiera parado a pensar en lo que estaba escrito (pero, según sus conocimientos, ¡eran tan evidentes los errores!) o hubiera preguntado qué es lo que estaban haciendo (pero no compensaba dialogar con alguien tan equivocado), habría advertido que estaban trabajando con números en base dos, cuya álgebra es el sostén de la Informática. Así que aquel maestro no sólo enseñaba sino que, además, estaba profundizando.
Que perdonen mis amigos directores porque ni actúan así, ni tienen potestad para ello, pero este supuesto me sirve para plantear gráficamente algo de lo que sucede en nuestro siglo: unos pocos crean una corriente de opinión como la única posible, la imponen mediante un pensamiento débil y califican de monstruos a aquellos que no piensan igual. Corriente de opinión a la que se suma el interés económico de lobbies con influencia mediática, que controlan diversas instituciones universales en las que no puede o no quiere participar la gente común. Error, grave error de esta gente común, pues al final no tiene más remedio que optar entre practicar en público lo que no comparte en privado o sufrir descalificaciones que le impide participar en la vida pública. Es posible que esto haya sido siempre así pero, en un tiempo que tanto presume de libertades y tolerancia, conviene enfatizar que lo sigue siendo.
Unamuno describía así una situación análoga: “nada irrita tanto al jacobino como el que alguien se le escape de sus casillas; acaba por cobrar odio al que no se pliega a sus clasificaciones, diputándole de loco e hipócrita”. Y Marañón apuntaba la posible solución: “cada ser humano será tanto más útil a la sociedad de que forma parte cuanto más fuerte sea su personalidad”. Y animaba a construirla, ya en la época de la juventud, sobre moldes inmutables.
Esa corriente de opinión (expresión de “gelatinosas ideologías débiles”, según Claudio Magris) que, sibilinamente y de manera intransigente se apodera hoy de la sociedad, pretende crear un hombre nuevo (cuando no hay nada nuevo bajo el sol), una nueva antropología que descuartiza la anterior, la de raíz greco-cristiana, sin dejar miembro sano.
Todo lo altera, desde el embrión humano hasta la ancianidad, pasando por la invención de nuevos sexos y la reducción del amor a la sexualidad, la destrucción del concepto tradicional de matrimonio y de familia o de maternidad y paternidad, la domesticación que sustituye a la educación, la voluntad de las masas en lugar de la verdad, la obcecación por negar toda trascendencia, la miopía ante el mundo espiritual, …, nada se salva. Un clima de opinión caracterizado por el relativismo, el individualismo y la desconfianza en el ser humano. Pero, sobre todo, por la ausencia de moralidad. Nada es bueno o malo, nada hay inmutable. Se pierde así toda referencia, lo que explica que “acaso nunca [como en este tiempo] hayamos estado tan desconcertados respecto a ciertas cuestiones básicas” (M. Vargas Llosa)
Nada más cierto que “nuestra herencia no viene precedida por ningún testamento” (Renè Char), que cada generación debe volver a esforzarse por mantener lo que es bueno, bello y verdadero; así como extirpar lo que no corresponde al ser humano. Pero, para hacerlo, no hay que pasarse al reverso. Se necesita conservar las raíces que llevaron a decidir que hay algo que se debe cambiar. Y en el reverso no se sustentan las raíces, quedan al aire, se secan.
No hay que dar, pues, tantas vueltas, basta con un viaje de diez metros. Y digo “Un viaje de diez metros” porque en esa novelita llevada al cine es fácil entender lo que no quieren ver esos descuartizadores (deconstructores): “Se debe cambiar con los tiempos, pero de una manera que renueve su esencia, no que la abandone”; “debemos luchar por permanecer en contacto con nuestro patrimonio, con quiénes somos, sobre todo en estos tiempos modernos tan frenéticos, …. Cambiar, sí, pero del modo en el que los grandes actores se transforman: agitando el exterior desde la esencia”.

De eso se trata, de agitar el exterior desde la esencia. Así lo hacía nuestro maestro con los sistemas de numeración y así debe hacerlo quien tenga inquietudes sociales. Permanecer en contacto con nuestro patrimonio a pesar de los nuevos jacobinos.

sábado, 13 de septiembre de 2014

¿Despertaremos?...¡Despertaremos!

“Antes de la guerra era siempre verano”, escribió Orwell. Y, es que, la Primera Guerra Mundial despertó a muchos de su sueño romántico. Supuso “el colapso de todo mi mundo”, dirá Tolkien. Porque la paz con la que se cerró ya no fue la misma paz. Y mientras los vencedores se repartían los despojos del vencido, dejaron hacer en la casa del humillado. No supieron o no quisieron ver las consecuencias de lo que se estaba gestando allí, Hasta que llegó la Segunda Guerra, que a toda una generación pareció que iba a ser la guerra más inhumana, la más execrable. Sólo tendríamos que esperar a ver televisadas las de Biafra, Camboya, Vietnam,…, para aprender que la bestialidad está presente en toda guerra.
Ahora, después de cien años de la Gran Guerra, la historia se repite. En África, en Oriente Medio, en Europa,… También la bestialidad se repite, también, hasta tal punto que parece “superar la imaginación más febril” (monseñor Louis Sako, Patriarca de los Caldeos). Y no es necesario que detallemos esta bestialidad, pues es de sobra conocida por medio de la prensa y televisión, aunque sí podríamos analizar a qué se debe. Yo aporto que más que una enfermedad parece un síntoma. Y me pregunto si podrá despertarnos de ese sueño apacible en el que vivimos y que tan bien describe el interrogante “¿qué hay de lo mío?”.
Pero, aunque la historia se repita y la guerra parezca ser lo ordinario de la raza humana (¿inhumana?), hay algo en estas de África, Siria o Iraq que los medios de comunicación pasan por alto o pronuncian en voz baja. Se trata del hecho de que hay hombres, mujeres y niños que prefieren morir que perder su fe religiosa. Toda una bofetada a una sociedad que podría ser definida mediante la exclamación “¡no es para tanto!” o esa otra de “¡siempre habrá una alternativa!”. Pero, ¿y si no la hay? ¿Qué pasa si la única alternativa es renegar de la fe? No es que te encañonan y te dicen “la bolsa o la vida”, sino que te encañonan o encañonan a tu hijo y te dicen “la fe o la vida”. Y me acuerdo de aquel misionero javeriano, don Mario, que en una visita a España nos decía: “a los cristianos de aquí les falta sentir el riesgo que supone vivir en cristiano”. ¡Qué bien lo sabía!

Es cierto que para la mayoría de nosotros la exigencia de la fe se muestra en las cosas ordinarias, en el día a día. Pero los que en estos días sufren por causa de la fe nos recuerdan que el listón de la exigencia quizás pueda ponerse un poco más alto. Y no por masoquismo, sino porque vale la pena, llevamos un gran tesoro en vasijas de barro. El ejemplo de estos nuevos mártires nos exige también, con palabras del Papa Francisco, ser instrumentos de pacificación (no de pacifismo) y testimonios creíbles de una vida reconciliada. Tenemos en nuestras manos el que siempre sea verano.

sábado, 7 de junio de 2014

Las buenas noticias de tía Juliana

Sentado frente a tía Juliana me confiesa que, de haber nacido en otra nación, ella hubiera sido lapidada. Animada por la confidencia, tía Prudencia, que está a mi lado y presume de estar sorda, interviene afirmando que tampoco ella podría haberse licenciado si hubiera nacido en otra familia. Miro entonces hacia la puerta del restaurante, donde un hombre lleva ya algunas horas pidiendo limosna, y me pregunto qué añadiría él si hubiera sido invitado a la mesa.
Pero la conversación sigue el hilo de las nefastas noticias que inundan la prensa y los telediarios. Guerras, terrorismo, violencia callejera, catástrofes naturales, epidemias, atentados a la libertad, extremismos, corrupción, desunión, barbaries que creíamos ya superadas o de otro tiempo,… En fin, que parece que vivimos en un mundo donde el mal (con sus distintas caras) campa a sus anchas y en el que todo signo de esperanza es pasajero y fruto de alguna maniobra (no se sabe cuál) electoral.
Tía Juliana dice que todo ese negror responde a algún planteamiento y nos preguntamos cuál puede ser: ¿para que no olvidemos que somos unos privilegiados?, ¿para que comprendamos mejor a los demás y les ayudemos?, ¿para que pongamos nuestras barbas a remojar?, ¿para mostrarnos que no hay remedio, que no hay victoria posible contra el mal?, ¿para crear desconfianza entre los hombres?, ¿para echar leña a la lumbre del odio?,…
 Sin embargo, tía Juliana no se para en los interrogantes, va más allá, porque lo que ella quiere decirnos es que en este mundo hay más acciones positivas que negativas. Que en el mundo es mayor el bien que la barbarie. Que hay más acciones bondadosas que lamentables y que basta con querer para que muchas de estas puedan convertirse en aquellas.
Le respondo con Chesterton que un hombre o una mujer no es noticia porque limpie todos los días los cristales de su casa, que sólo lo será cuando por limpiarlos caiga al vacío. “¡Majadero! -replica con ese candor que da la edad-, yo no te hablo de las noticias que hay que dar, sino del pesimismo que sugieren, de la desesperanza que lleva al individualismo, del pare usted que yo me quedo en mi casita. Pero, sobre todo, quiero insistir en que hay muchos más motivos de esperanza que de su contraria, muchas más luces que sombras. Y lo que es más importante, que hay que darlas a conocer”.
Tiene razón, contesto. Necesitamos alimentar nuestra esperanza. Pero, quizás, lo primero sea fundamentarla. Siempre he creído que la Historia de la Humanidad es la Historia de una espera, la de Cristo. Una Buena Noticia narrada en la Escritura y que, al decir de Newman, si juzgamos por ella siempre le esperaremos, pero si juzgamos por el mundo, no le esperaremos nunca.
Me enternece pensar que es como un cuento de hadas, que -a pesar de los pesares- al final acaba bien. Un cuento que habla de una virgen desposada con un varón llamado José, de la casa de David, que tiene un hijo que prometió estar con nosotros hasta el fin del mundo.
Es posible que el mundo siga sin quererlo conocer, pero sigue aquí; “nos susurra al oído, nos hace signos”. 
Algo de esto debieron de entender mis genios matemáticos cuando grabaron en una placa: “Gracias por enseñarnos que todo problema tiene solución”. No sé cuándo lo dije ni en razón de qué lo dije, ni siquiera recuerdo que se lo contara a tía Juliana, pero sí intuyo por qué lo dije. 

jueves, 20 de febrero de 2014

"Cásate y da la vida por ella"

Es el título del segundo libro de la italiana Constanza Miriano, autora también del conocido “Cásate y sé sumisa” que tanto dio que hablar al feminismo radical en el último trimestre del 2013.
He de reconocer que lo encontré porque iba buscando su primero, pues si tanto había dolido a los que en su intento por defender el feminismo se limitan a copiar del machismo es porque tenía que ser bueno, debía de esconder algunas verdades que aquellos no quieren oír. No obstante, como hombre, decidí comprar el segundo y, aunque la Miriano diga en una de sus páginas que lo había escrito principalmente para sus amigas, no me defraudó. En realidad es un libro que puede ser provechoso tanto para hombres como para mujeres.
Independientemente de su contenido, ya su propio título sugiere por sí mismo motivos para la reflexión; tamaña propuesta -la de casarse y dar la vida por la esposa o el esposo- no es moneda corriente. Ni lo es la palabra casamiento, ni hay quien se atreva a llamar esposo o esposa a su pareja, que es lo que se lleva. Y, menos aún, pensar que es algo para toda la vida, que en eso consiste “dar la vida por ella”, toda la vida, lo que dure la vida.
Por suerte, hay quienes piensan que sí debería ser lo corriente (llamemos a cada cosa por su nombre y dejemos las parejas para los calcetines, los zapatos y las matemáticas) y hasta tienen la valentía de escribir libros proponiendo un modelo de matrimonio y familia que rechina al compararlo con lo que venden ciertos organismos oficiales que más parecen ser los voceros de algunas multinacionales y lobbies que los adalides de la humanidad. Voceros que están consiguiendo que, cada vez más, se asocie el matrimonio a la satisfacción del deseo sexual y a la realización personal de los adultos en detrimento de una vida comprometida y dedicada al bienestar de los niños. Y, es que, el matrimonio es algo más que una relación afectiva o una comunidad de apoyo mutuo desvinculada de la paternidad.
El libro lleva por subtítulo “Hombres de verdad para mujeres sin miedo” que señala uno de los temas de nuestra época “la crisis devastadora -dirá la Miriano- de las identidades masculina y femenina, la falta de hombres y de mujeres de verdad y, como consecuencia, de matrimonios que funcionen”. Y, es que, no cabe la menor dudad de que algunas estrafalarias reivindicaciones feministas (que confunden igualdad de derechos para los dos sexos con igualdad de sexos) están llevando a una pérdida de identidad del hombre, como también a una pérdida de la identidad de la paternidad.

Pero el libro no es sólo bueno por lo que dice, sino también por el modo en que lo dice. Además de hacer reflexionar sobre temas tan esenciales como los citados, consigue que el lector lo pase bien. En mi caso, ha habido páginas con las que me moría de risa. Y lo mejor es que, cuando se lo leía a mi esposa,  los dos nos partíamos de risa. ¡Qué grandes verdades guarda! Y digo guarda porque son las de siempre. Como diría Orwell, leerlo ha sido como subir a por aire. Una bocanada fresca de sentido común y de amor, de mucho amor.