sábado, 28 de octubre de 2023

Transmitir esperanza

 

 

                Si presencia una junta de evaluación, observará que gran parte del tiempo se lo lleva el alumnado con problemas psicológicos, si no psiquiátricos. Problemas derivados, en su mayoría, de situaciones familiares que menoscaban la necesidad de seguridad que precisan a esas edades o de fallidas relaciones de amistad. Situaciones que generan desconfianza junto a una sensación de desafecto. Más allá de las aulas, las estadísticas hablan de un aumento de suicidios y de violencia juvenil. Y uno se pregunta, ¿cómo, en una sociedad tan próspera, hay tanto desamor y tan pocas ganas de vivir? ¿Qué estamos enseñando a las nuevas generaciones?

                Una cosa está clara, no les enseñamos a vivir. Pero ¿de qué viven los hombres? Para los que tenemos vida, y los jóvenes la tienen en abundancia, cabe decir que vivimos de esperanza. Algo que en estos días tenebrosos resulta más que evidente. Sólo el que tiene esperanza puede esperar. El optimismo es esperar que las cosas mejoren, pero tiene el inconveniente de que no sea así, que el presente fatigoso continúe. La esperanza, la esperanza que da vida, supera al optimismo. ¿Cómo debe ser, pues, esa esperanza? Primeramente, debe ser una esperanza que lleve hacia una meta. En segundo lugar, debemos estar seguros de que esa meta existe. Por último, esa meta debe ser tan grande que justifique el esfuerzo del camino, que mantenga las ganas de vivir aun en esos días que más que vivir parece que es sobrevivir. ¿De qué género es esa esperanza y qué certeza proporciona?

                No puede ser algo material, que con el tiempo se descompone. Debe ser algo que trascienda el tiempo y el espacio. Tampoco puede ser una idea, no puede venir de una elucubración, por muy consoladora que parezca. Debe proporcionar luz continuamente, sin espacio para las sombras, sin dudas. Debe ser roca firme a la que poder agarrarse en medio de tantos pesares, acogedora y tierna ante tanto desafecto e individualismo. Debe ser así y no de otro modo, nada de relativo. Sí, digámoslo ya, Jesucristo es esa esperanza. No es una idea, es una Presencia. Él es el único fundamento que resiste, el único que proporciona certeza absoluta. Un fundamento que no se nos puede quitar ni siquiera con la muerte.

                Charles Péguy lo dice con palabras más hermosas: “La esperanza ve lo que aún no es, pero será. Ama lo que aún no es, pero será. Por un camino empinado, arenoso, difícil. Por una carretera empinada. Arrastrada, colgada de los brazos de sus hermanas mayores [fe y caridad], que la toman de la mano, avanza la pequeña Esperanza”.

                 Lamentablemente, de esta esperanza firme no se habla hoy a los jóvenes. Lo he dicho muchas veces, en privado y en público: el silencio, si no la mofa, que esta sociedad mantiene sobre esa esperanza es causa del desgarramiento humano, de la tristeza de tantos jóvenes. Por eso, siempre he recordado a los padres que no basta con dar a sus hijos amor, comunicación y tiempo, que es importante, deben darles también la esperanza cierta que viene de la buena noticia que predicó Jesucristo. Darles a conocer a Jesucristo. No basta con darles una carrera o enseñarles un oficio. Han de enseñar con su vida y su palabra de qué viven los hombres (varones y mujeres). Dichosos los que han puesto su confianza en el Señor.