miércoles, 30 de marzo de 2011

Encontrarás dragones (29-03-2011)

Al saber que la película Encontrarás dragones trataba sobre la vida de san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, resonaron en mi interior las palabras “soñad y os quedaréis cortos” que tantas veces repitió a los primeros miembros de la Obra. Y, es que, como muestran las imágenes, para el pequeño grupo de universitarios que, en aquellos convulsos años treinta, decidieron seguirle la realidad de la Obra era tan diminuta que solo les cabía soñar.


Roland Joffé, director y guionista, conocido por haber dirigido La Misión (Oscar a la mejor fotografía y seis nominaciones más) y Los gritos del silencio (tres Oscar y otras cuatro nominaciones), ha conseguido mediante una historia entretenida y espiritual a la vez una película conmovedora y apasionada, amena e intensa, que no pasa de puntillas sobre asuntos de gran calado, algo infrecuente en nuestros días. Desarrollada en dos tiempos que se alternan armoniosamente, destaca -por su interés histórico- el comprendido entre los años 1911 y 1938, tiempo de juventud de los protagonistas y primeros diez años del Opus Dei. Pero no es mi propósito exponer el argumento de la misma, sino comentar algunas de las escenas que más me han impresionado, aún a sabiendas de que cualquier miembro de la Obra sería capaz de interpretarlas con mayor exactitud.


Creo no equivocarme si digo que el carisma del Opus Dei es presentar a los laicos –solteros y casados- una llamada personal a la santidad que se concreta en la santificación de las realidades diarias y, más en concreto, del trabajo y obligaciones del propio estado. Una llamada que desde el Concilio Vaticano II se tiene por evidente, pero que en aquel primer cuarto del siglo XX parecía una utopía. Tal como muestra una de las escenas, que un laico pudiera ser santo era, en aquellos años, una idea absurda para parte de la jerarquía eclesiástica. Por suerte, no lo fue para aquel joven sacerdote, ni para aquellos que le siguieron.


Que hubo un tiempo entre la llamada de Dios a san Josemaría y el saber lo que Aquél iba a pedirle es bien claro en la película. Desde aquellas huellas en la nieve hasta ver lo que Dios quería de él, hay todo un tiempo de preparación: disponibilidad mediante el sacerdocio, atención a los infecciosos del Patronato de enfermos de Madrid, dedicación a los menesterosos de los barrios pobres, oración y mortificación. Una oración continuada y expresada muy bien en la película con la jaculatoria “señor que vea”.


Y llegó un momento en el que vió. Lo que se muestra a todas luces en la escena que más me ha impresionado. Josemaría contempla el taller de Jesús –treinta años de carpintero- y éste le devuelve la mirada. Como diciendo “este es el camino”. Pero hay más, porque al instante, hombres y mujeres de las más diversas profesiones se asoman también a aquel taller. Puede decirse entonces que Josemaría sabe ya lo que Dios quiere de él, pero también que “ha visto” lo que será la Obra. Hombres y mujeres de toda época santificándose –siendo otro Cristo- en los ordinario, y ¿qué hay más ordinario que el trabajo? Pero, fíjense, con su propuesta ha dado la vuelta al trabajo y, lejos de contemplarlo como una carga, lo ha convertido en instrumento de santificación personal. Es la fuerza de lo que vió, así como la claridad con la que vió, lo que le permitirá decir “os quedaréis cortos”. Nada contaba para aquellos primeros miembros la juventud de aquel sacerdote, eran conscientes de que además de los 26 años y de su buen humor, Josemaría contaba también con la gracia de Dios, una gracia que solicitaba continuamente con duras mortificaciones como muestran algunas de las imágenes y a la que siempre correspondió afirmativamente. No es de extrañar pues el celo con el que le cuidaran y que tan manifiesto queda en la película.


Mucho más podría comentar, como el decisivo papel de la familia en su vocación y en el posterior desarrollo de la Obra, pero no quiero acabar sin mencionar la delicadeza que Roland Joffé pone en describir una guerra en la que todos perdieron. Sin maniqueísmos, sin buenos y malos. Algo que pasó, de la que todos hemos aprendido y que todos debemos enterrar con el perdón. Actitud esta –amar, comprender, disculpar, perdonar- de la que san Josemaría sabía mucho y que Joffé muestra con imágenes y también con la fuerza de la palabra al poner en boca de Josemaría: “No necesité aprender a perdonar, porque Dios me enseñó a querer”.

lunes, 21 de marzo de 2011

Indignación y dolor (22-03-2011)

Indignación y dolor

Bertolt Brecht sostenía que “un solo hombre con un puro en el patio de butacas, durante una representación de Shakespeare, podría causar el ocaso de la cultura occidental”, y no lo decía porque pensaba que era malo fumar, sino porque pensaba que no era propio hacerlo ante lo que él entendía como cumbre de la cultura. Quien entra en una mezquita o en el recinto cercado de un templo indio, se quita los zapatos. Los judíos se cubren la cabeza no solo en la sinagoga, sino siempre que hacen su oración. Los indios de nuevo México se sienten ofendidos cuando un visitante se acerca tan sólo a la entrada de sus lugares subterráneos de culto. (…) El sentido de esas acciones y criterios es el de ser una muestra de respeto y veneración.

Lamentablemente, siempre habrá radicales que se caractericen por la falta de respeto a los demás, ya hacia sus personas o hacia sus creencias. Contamos con ello. Y, como ciudadanos, apelaremos a la Justicia para que no queden impunes sus acciones. Intentaremos sufrir con paciencia sus provocaciones e, incluso, podremos entablar un debate, pero sus acciones serán siempre denunciadas. No solo en interés de aquellos que las sufren, sino por el de la sociedad en general. Porque la impunidad consentida por el que se desentiende mirando a otro lado acaba por agotar los espacios a los que uno puede mirar. La violencia impune es fuente de mayor violencia y elimina cualquier espacio de libertad.

Puedo a posteriori desmenuzar los sentimientos de indignación y dolor que experimenté tras escuchar de una testigo lo sucedido días atrás en la capilla universitaria de la Complutense. Puedo separar mi indignación como ciudadano de mi dolor como católico, pero solo a posteriori. Pues mientras duraba la narración, y mientras que dure esta vida, son dos estados intrínsecamente unidos, inseparables. Pero por respeto a mis amigos no creyentes debía analizar la situación con la objetividad de un ciudadano. Análisis que me llevó a escribir las primeras líneas de este artículo que justifican la indignación que puedo compartir con ellos.

Aunque quizás podamos compartir algo más, quizás hasta podamos compartir el dolor por la ofensa recibida. Pongámonos en un caso análogo. Pensaba en la indignación de todos ellos cuando les contara que unos incontrolados –mujeres en su mayoría- habían invadido la casa de un vecino, que ante sus hijos habían proferido obscenidades y desnudado sus pechos, que habían hecho caso omiso a sus palabras y quejas. Pero pensaba también en que se dolerían conmigo cuando les relatara que habían humillado a sus ancianos padres y destrozado lo que más estima, aquello que tenía casi como sagrado. Y, en efecto, quedaron dolidos.
En un país en el que más del ochenta por ciento de sus habitantes se declara católico, es difícil que los que no lo son ignoren la realidad que encierra todo Sagrario. Así que no tengo necesidad de explicarlo. En consecuencia, a todo español o española de buena voluntad le es comprensible el dolor de aquellos ante su profanación. No es cuestión de debatir si allí está o no está Dios, lo que cuenta aquí es el respeto hacia los que creen que sí está.

miércoles, 16 de marzo de 2011

El grito silencioso (15-03-2011)

El grito silencioso

Hace casi dos semanas falleció el doctor Bernard Nathanson, del que sólo conozco algunas generalidades. Pero lo poco que conozco es suficiente para que no quede en el olvido. No puedo hacer un semblante de su figura, salvo comentar que comenzó su vida profesional realizando abortos, hasta la tremenda cantidad de setenta y cinco mil, para rectificar después y emplear los muchos años que le quedaron en defensa de la vida.

Lo que sí puedo decir es que su video El grito silencioso es una obra clave de la filmoteca de divulgación médica sobre la maldad del aborto, sobre el carácter inhumano del mismo. Nadie que lo haya visto ha podido resultarle indiferente. ¿Así se realiza un aborto?, ¿esas bestialidades se le hacen al niño o niña no deseado, no deseada? Tras su visionado caen por tierra la palabrería hueca y los eufemismos que lo sustentan. No hay interrupción, es una eliminación de un ser vivo mediante un ensañamiento bestial. ¿Qué digo bestial?, ni las bestias son tan sofisticadas cuando matan. Y así, tal y como escribiera Miguel Delibes en su artículo Aborto libre y progresismo publicado en dos ocasiones por el ABC (1986 y 1992), el quirófano esterilizado, cualquier quirófano en el que se practique un aborto, produce la misma náusea que una cámara de gas, que una explosión atómica.

Delibes escribió su artículo a casi un año de distancia de la realización del primer aborto legal en España, 9 de agosto de 1985. Y fue, precisamente, en la primavera del año 1985 cuando aproveché el video de Nathanson para mi primera defensa pública de la vida. Además del video, contaba con la ayuda del doctor Francisco Lara, ginecólogo albacetense. No fue fácil conseguir que aprobaran su proyección, tuve que recurrir al espíritu de la “democracia” tan fresco en aquellos años. Una palabra que en aquel entonces abría puertas, inspiraba libertades. Casi mágica, diríamos hoy. Tras la proyección siguió el debate. Y, como las imágenes hablaban por sí mismas, los partidarios de la ley del aborto tuvieron que retrotraerse al embrión. ¿Tiene vida?, y en caso afirmativo, ¿es una vida humana? La misma cuestión que se repitió el año pasado, veinticinco años después. Cuya respuesta positiva, dada por millares de médicos, biólogos y demás espectro científico, es una y otra vez desoída por la moderna progresía. Porque –como escribe Delibes en el citado artículo- “es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para éstos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado”.

No obstante, ese día del que hablo, la gente no estaba para abstracciones, menos aún para descalificaciones. La violenta realidad del aborto la había impresionado y conmovido a la vez. Por eso, cuando intervino un hombre del público -nunca olvidaré su cara ni su oficio- con el argumento del sentido común:”el hecho de que exista la duda sobre la posibilidad de que sea un ser humano, ¿no es suficiente motivo para que no lo matemos?”, la sala estalló en aplausos. Aplausos y felicitaciones hacia tal ocurrencia que dieron lugar al término del debate. El vídeo de Nathanson había despertado las conciencias mostrando una realidad desconocida para la mayoría, mientras que las palabras de aquel hombre –que ejercía uno de los oficios más denostados por la progresía- las había conciliado con la inocencia de la infancia, las había liberado del peso de tanto horror. No, con ellos no podían contar para llevar a cabo tal aberración, aunque sólo fuera por la duda.
Con el paso de los años me he preguntado qué fue de aquella gente, de su opinión, ¿supuso aquella sesión un éxito de afirmación de la vida? Creo que sí. Pero, en tal caso, ¿cómo entender que se haya llegado a aprobar una ley que convierte el aborto en un derecho? ¿Dónde están aquellas voces que acomplejaron a la progresía? Y solo me cabe una respuesta: la gente sigue gritando y manifestándose contra esa ley, pero para nuestro legislador no son más que un grito silencioso, como el de los niños y niñas que mostró Nathanson en su vídeo. Nada importa la debilidad de la vida humana embrionaria, los fetos callan, no pueden hacer manifestaciones callejeras, no pueden protestar, son aún más débiles que los débiles –escribirá Delibes-, no tienen ni voz ni voto, políticamente son irrelevantes. Pero, ¿hasta cuándo?

domingo, 13 de marzo de 2011

Del enojo al miedo pasando por el temor (08-03-2011)

Del enojo al miedo pasando por el temor

Lo he leído en Más allá de la medida, un libro de ediciones Gens que recibí de una Directora General de la Junta, no recuerdo ahora su nombre. Se trata de una colección de microrrelatos seleccionados entre los finalistas al I Premio Internacional de Microrrelatos “Museo de la Palabra” convocado por la Fundación César Egido Serrano en el 2009. El que voy a referirme lleva por título Mascó su enojo y está escrito por la argentina Isabel Ali.

Un hombre pateó enojado el suelo y alzó una piedra que arrojó con rabia al agua. Después arrojó otra piedra contra un árbol. Pero no obtuvo otra respuesta que una sucesión de círculos concéntricos en el agua y un murmullo de hojas que caían. A continuación, su enojo le llevó a alzar una piedra más y arrojarla al cielo. Tras un silencio abismal, escribe la autora, un “granizo golpeó su cuerpo mientras en el aire sonaba la ira de Dios”. Lo que me suena a aquello de “quien toma la espada, a espada morirá” (Mt 26, 52), expresión que dicen era ya conocida entre los romanos. O aquella otra de “quien a hierro mata a hierro muere”. Y no digo que no pueda ser esta la intención de la autora pero, en cualquier caso, no es ahora la mía.

Mi interés por este microrrelato es doble. Por un lado, me permite enunciar una evidencia de la sociedad actual: el poco miedo que esta tiene de Dios. Vive como si no existiera y, cuando considera su existencia, le echa la culpa de todo lo malo, le insulta o utiliza su nombre en vano. Y, es que, ¿en qué mente cabe que después de arrojarle una piedra, de palabra, obra u omisión, pueda Dios contestar: “Bien, ya me has dado. Ahora me toca a mí”? ¿Dónde está el granizo que golpea nuestro cuerpo? Y, si lo hay, ¿dónde queda eso de que Dios es amor? O, lo que es lo mismo, que si quieres arroz Catalina, porque yo te voy a poner lentejas digas lo que digas y hagas lo que hagas. En cualquier caso, lo que parece claro es que existen diferencias entre descargar el enojo sobre cosas materiales o hacerlo sobre Dios, aunque sólo sea por la posibilidad de réplica de este.

Pero también este microrrelato me lleva a la cuestión sobre la que reflexionaba estos días a raíz de la lectura de El librero de Varsovia, de Michael D. O`Brien. Y me dirán que podría pensar en otras cosas cuando Castilla-La Mancha está a la cabeza de España en destrucción de empleo, y les responderé que de nada sirve pensar en eso mientras sigan gobernándonos los mismos.

Así que volvamos a mi reflexión. Una reflexión en torno al miedo a Dios, que toma pistas del llamado temor de Dios. “¿Existe un miedo santo, compatible con la confianza en Dios?”, se preguntaba el protagonista. Lo que le lleva a hacer una enumeración de distintos miedos: el miedo a que la Gestapo se entere de que tiene escondido a un judío evadido del gueto, el miedo de Moisés ante la zarza ardiente, el miedo que sienten las personas cuando se ven amenazadas por los desastres naturales o por ataques de un enemigo, el temor de los apóstoles en el monte Tabor. Para concluir, y si no lo hace él sí lo hago yo, que “si Dios era en verdad puro amor, entonces el significado que se daba a la palabra temor en el Antiguo Testamento no se correspondía con el miedo que sienten las personas”. En efecto, tiene que ser así, me decía. Esto justificaría la afirmación de los antiguos padres de la Iglesia sobre que “el temor de Dios es el primer peldaño que hay que subir para alcanzar el Amor de Dios”. Pero, ¿en qué consiste ese temor? ¿Cuál es la razón de ese temor que sintió Zacarías, que experimentaron los pastores en la Nochebuena y hasta la propia Virgen María en la Anunciación?
Y al formular esta pregunta advierto que no debo poner en el mismo saco el temor que puede sentir cualquier hombre (varón y hembra) con el temor que sintió María. Claro está que se enfrentan a lo mismo, están ante lo mismo. Pero son dos tipos distintos de temor. El contenido del primero proviene de la vergüenza ante lo mucho que uno ha recibido y lo poco que ha dado. El alma queda desnuda ante el creador y se da cuenta hasta de su desnudez física, como Adán y Eva en el Paraíso. Una desnudez que él mismo ha causado a pesar del creador. Es un temor que aspira a la misericordia. Que desaparece con el propósito de conversión. El de María, en cambio, proviene de la humildad de la que se ha sabido siempre en deuda con el creador por mucho que le ha correspondido. Pero a lo que yo iba hoy es al primer tipo de temor. Pues es el que guarda relación con el miedo que esta sociedad puede tener a Dios. Ahora sé que es un deslumbramiento que, instantáneo, muestra al hombre tal como es en comparación con su creador. Pero no es miedo, solo deslumbramiento que pone a cada uno en su lugar y le mueve a cambiar. El miedo paralizante, en cambio, es cosa de los demonios. Ahí está la diferencia.