viernes, 11 de noviembre de 2016

El tiempo es superior al espacio

Dibujos de dragones, nubes y montañas. Tardes de academias y pediatra. Noches de cuentos y ángeles de la guarda. Frases inocentes para las que sólo cabe “te comería a besos”. La puerta de la casa, que se cierra con todos dentro, no se volverá a abrir hasta la mañana. El tiempo pasa imperturbable. Y llega una noche en la que te acuestas cuando aún brilla la luz en una habitación. Y una mañana, de madrugada, oyes abrir y cerrar la puerta de tu casa. El hijo preocupado por obtener la nota de corte de la Universidad a la que aspira. Los padres preocupados porque su hijo todavía no ha vuelto, “dijo que salía con sus amigos”. ¿Qué hará?, ¿con quién estará? Pero el tiempo pasará imperturbable y, con él, se sucederán nuevos afanes. El tiempo no se para, sólo cambia el espacio.
El espacio es el momento, las circunstancias, el límite que acota la plenitud, el resultado inmediato, el camino corto, el horizonte menor, la estación de escala hacia la meta que nos atrae. El tiempo, en cambio, es la plenitud, lo que mueve a la voluntad a poseerlo todo, el camino largo, el horizonte mayor, la utopía que nos abre al futuro como atractiva causa final. Por eso, el tiempo es superior al espacio. Idea que desarrolla el papa Francisco en su Evangelii Gaudium y que retoma posteriormente, en Amoris Laetitia, aplicándola a la tarea de los padres y a la educación. Y a eso vamos.
Nos habíamos quedado en ¿qué hará el hijo?, ¿con quién estará?  Naturales interrogantes que no deben convertirse en obsesión, porque la gran cuestión -dirá el papa- no es dónde está el hijo físicamente o con quién está en este momento, “sino dónde está en un sentido existencial, dónde está posicionado desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida”. Lo que nos retrotrae a la educación impartida. A la cuestión bipolar entre haber intentado controlar todas las situaciones por las que podía pasar el hijo, que es intentar dominar el espacio, y el haberse ocupado de generar procesos que le permitan desarrollarse en el tiempo. Por eso el papa siempre hace las mismas preguntas a los padres: ¿intentáis comprender dónde están los hijos realmente en su camino?, ¿dónde está realmente su alma, lo sabéis? Y, sobre todo, ¿queréis saberlo?
Frente a esta tensión entre el tiempo y el espacio, entre la plenitud y el límite, que todos llevamos dentro, hay que saber darle prioridad al tiempo. Ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. No obsesionarse con resultados inmediatos, no enloquecer por tener todo resuelto en el presente. Lo que interesa, en cambio, es “generar en el hijo, con mucho amor, procesos de maduración de su libertad, de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica autonomía”. Hacerle ver hasta qué punto le conviene a él mismo obrar el bien. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad. Así tendrá los instrumentos que necesita para saber defenderse y actuar con inteligencia y astucia en circunstancias difíciles.

Giussani decía a la juventud que se acercaba a él: “no es importante lo que consigáis hacer: es decisivo lo que logréis ser”. No importa tanto la hora o la nota de corte, como que llegue a alcanzar la plenitud de la existencia humana. Y esta se logra con el tiempo, no depende del espacio sino al revés. Es un proceso posible y un camino largo donde puede causar daño la cizaña (el enemigo) pero, como en la parábola, saldrá vencedora la bondad del trigo que se manifestará con el tiempo. O, parafraseando a Tatiana Gòricheva, este es el sosiego triunfal del tiempo de Dios que contrasta con el hipertiempo (una dimensión menos, como saben mis alumnos) de nuestro siglo.