martes, 30 de octubre de 2012

Un espíritu que debe ser recuperado (30-10-2012)


En la segunda mitad del año 1918, cuando toda Alemania parecía derrumbarse y el pesimismo era el sentimiento preponderante, la filósofa Edith Stein escribía a su hermana Elsa: “todo lo que hay de trágico en la hora presente, y que no pretendo enmascarar, constituye el espíritu que debe ser recuperado”,
Ahora, cuando España parece derrumbarse y el pesimismo se ha apoderado de la gente, esas palabras cobran actualidad. En distinto lugar, por causas distintas y entre gente diferente, las palabras de Edith Stein siguen teniendo un valor inestimable. Anuncian una posibilidad que se da a la persona, a cada persona de manera individual e independiente. Una posibilidad que va de abajo a arriba, del yo a la sociedad para que esta pueda ser transformada. Una posibilidad que trata de recuperar en lo trágico de la vida una parte del espíritu que habíamos perdido o, al menos, olvidado. Y, en cuanto trágico, nada tiene que ver con simples añoranzas, pues no esconde la tragedia motivos para ellas. ¿De qué se trata, entonces? Creo que se trata, más bien, de recuperar el sentido de la historia.
Somos protagonistas de una crisis. Podemos pensar que nada tenemos que ver con sus causas, pero lo único cierto es que no sabemos cómo pararla, que se viene sobre nosotros después de haber pisado a muchos. Hemos llegado a un punto en el que podemos -por sus consecuencias- hasta rechazar el curso de nuestra propia historia, pero ésta avanza inexorablemente. Será un hito en la historia de los siglos venideros, enunciada quizás como la primera crisis del segundo milenio y analizada en comparación con la de principios del siglo pasado. Aquella se dio entre guerras, la actual ha seguido a un tiempo de paz. En cualquier caso, ni hubo ni hay consuelo para muchos.
Frente a ese pesimismo que algunos han experimentado en su propia carne y que otros, por motivos ideológicos, siembran y alientan entre la gente, se alza la posibilidad descrita por Edith Stein: encontrar en lo trágico del momento el espíritu que debe ser recuperado. “No encerrarse –escribirá más adelante en la misma carta- en el pequeño tramo de vida que puede abarcarse con la propia mirada y, sobre todo, no quedarse en lo que aparece claro en la superficie”. Mirar a la historia, eso es.
Cada cual sabe lo que debe ser recuperado, no será lo mismo para todos, pero habrá muchas coincidencias. Recuperar algo de entre lo trágico supone la relación de ese algo con el sacrificio, sacrificio personal, que de eso se trata.  
Estamos, como ante cualquier crisis, en un momento decisivo del desarrollo del espíritu humano. Y ese espíritu no es una entelequia, es el resultado de la suma de aquellos valores que hacen a los hombres más humanos. De eso se trata, en suma, de recuperar lo que la historia enseña, de aquello cuya omisión o comisión lleva a la tragedia y de aquello que permite salir de la misma.
Porque los problemas de Europa, así como los de nuestra España, no se resuelven sólo con cambios económicos. Hace falta un cambio más profundo, hasta las honduras de la mente. Un cambio de mentalidad. Que es, sin lugar a dudas, el más difícil. La unión fiscal puede resolver el problema temporalmente, pero no basta para salvar a Europa, porque la vieja Europa permanecerá herida en sus adentros, en sus convicciones, hasta que no sea capaz de recuperar lo que la hizo grande. Algo que tiene más que ver con el espíritu que con la materia, pero que transforma a ésta.
No obstante y sin que esto sirva de excusa para no hacer nada, más bien al contrario, como signo para un esfuerzo esperanzado, pienso que –como escribiera Salvarani glosando a Edith Stein- tenemos la suerte de que “la vida y la historia sólo están levemente en las manos del hombre”. Esto sí que es un consuelo. 

jueves, 18 de octubre de 2012

Cambio revolucionario (16-10-2012)


Alexandre Grothendieck (1928) es un matemático de reconocido prestigio al que se le concedió en 1966 la Medalla Fields, el equivalente matemático del Premio Nobel. Y es posible que hubiera ido a recogerlo si el premio no hubiera sido entregado en la Unión Soviética. También rechazó el Premio Crafoord de la Academia Sueca de las Ciencias, dotado muy bien económicamente, porque «dado el declive en la ética científica, participar en el juego de los premios significa aprobar un espíritu que me parece insano». Les cuento estos hechos para introducir gradualmente una de sus decisiones más conocidas: abandonarlo todo e irse a vivir de incógnito a algún pueblo de los Pirineos. Aunque lo de los Pirineos lo supe después, que lo que yo sabía es que había abandonado las matemáticas y se había ido a criar gallinas. Un cambio verdaderamente revolucionario.
Y esto es, creo, lo que necesita la educación actual, un cambio revolucionario, pues se trata de dar la vuelta (una revolución exactamente) a la perspectiva actual. Ya teníamos que haberlo hecho antes pero entonces poseíamos demasiado dinero para pensar en lo esencial. En esa vuelta, lo de arriba –aquello de lo que partíamos hasta ahora- debe pasar abajo y lo de abajo –lo que es el sustrato de toda ´buena educación- debe subir arriba. No quiero decir que este sustrato no estuviera presente anteriormente, pero si lo estaba es claro que se ocultaba entre demasiada metodología de despacho, mucha burocracia, algunos tics psicológicos y otro tanto de tecnología mal utilizada.
Los centros educativos no surgieron para resolver el problema laboral de los adultos, tampoco se originaron para entretener a la juventud, menos aún para mantener vigilados a los niños mientras sus padres trabajan. No son escuelas de oficios, ni todos los conocimientos que imparten deben ser de utilidad inmediata. Los centros educativos surgen para formar a los jóvenes en su doble dimensión; en la personal, para que cada uno de ellos llegue a ser lo que tiene que ser y, en la social, para que todos ellos contribuyan al bien común. Sólo una sociedad culta, escribirá Ganivet, puede llegar a ser una sociedad libre.
Dar y recibir formación, lo que con mayor propiedad se resume en el binomio enseñanza-aprendizaje, es la tarea por excelencia de los miembros de la comunidad educativa. Todo lo demás debe ser dirigido hacia ello o está fuera de lugar. Y, en esta tarea, la mitad del camino se realiza en el hogar. La otra mitad se alcanza en el centro educativo y depende, en gran medida, de la actitud del alumnado; porque el profesorado –que sería el tercer elemento- tiene en España una formación que supera en mucho los conocimientos que debe impartir.
La revolución que propongo es una vuelta a los motivos originales que inspiraron los centros educativos, a la esencia de la propia enseñanza. La vuelta a los papeles auténticos que se encomiendan a los distintos miembros de la comunidad educativa.
El profesorado no puede disiparse con reivindicaciones laborales que le colocan a la altura de esos funcionarios que no quieren ser. Menos aún movilizar al alumnado para que participe en esas reivindicaciones. Los padres deben mostrar a los hijos la importancia de aprender, algo que no se logra sin esfuerzo y respeto al profesorado. Y esta es la principal revolución, porque la crisis educativa no responde a carencias materiales sino que es, más bien, una falta de estudio esforzado. A lo que se suma un cínico escepticismo por parte de algunos padres y profesores frente a la importancia de la adquisición de conocimientos. Actitud  que se contagia por ósmosis a hijos y alumnado. Cínico escepticismo que forma parte del relativismo general que profesa explícitamente parte de nuestra sociedad e, implícitamente, el resto.
Recuperadas las esencias, sólo cabe hacer lo que se pueda con lo que se tiene, con imaginación y creatividad. Contar más con lo que somos que con lo que tenemos o ponen a nuestra disposición, que es casi nada o, a lo más, mucho menos que antes.
Finalmente, me pregunto si todo esto será posible. Los cambios, aunque sean organizativos y coyunturales –como son las medidas del Real Decreto tan vituperado-, son siempre difíciles de asimilar. Pero el principal obstáculo no proviene del cambio sino de la demagogia política que lleva años desangrando nuestra educación. 

sábado, 13 de octubre de 2012

Año de la fe (09-10-2012)


“Fuego/ Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob,/ no de filósofos, ni de sabios./ Certeza, certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz./ Dios de Jesucristo/ …”, son palabras del Memorial de Pascal, un poema místico y quizás el más célebre texto de ese gran científico, que me vienen a la cabeza al recordar que el próximo jueves, 11 de octubre, comenzará el “Año de la fe” promulgado por su santidad Benedicto XVI.
Fuego que purifica las imágenes y los conceptos demasiado humanos de Dios, fuego que simboliza también el ardor de la caridad y que recuerda el “Incendium amoris” de san Buenaventura o la “Llama de amor viva” de nuestro san Juan de la Cruz. No es un dios abstracto, sino concreto, el de Abraham, Isaac y Jacob, el que en Jesucristo sufre por salvar a los hombres, Dios de carne y hueso.
Certeza que no es solo racional, no solo luz, sino también emoción experimentada aunque solo sea por una vez. Conmoción afectiva y sicológica, aunque sólo sea por un instante. Y basta el instante para superar la soledad con la que nos prueba el silencio de Dios. Basta el instante para conocer que en medio de toda la propia miseria siempre podemos encontrar un pequeño, a veces infinitésimo, agujero de luz en el que reside la paz que da la certeza. El conocimiento no se borra, a lo más se olvida. Y siempre hay un momento de luz en el que todo retorna.
Alegría que, repetida cinco veces en el Memorial, es su nota predominante. “Pascal –escribirá Yves Chiron- desea conservar el recuerdo de una paz que, por fin, ha encontrado (certeza, paz). Ha experimentado esta paz dejándose atravesar por el fuego de la Palabra de Dios y su Amor”. La misma que le lleva a la alegría, “lágrimas de alegría”, escribirá Pascal. Algo que no olvidará y que no quiere olvidar, motivo por el que se recose periódicamente el Memorial en el interior del jubón. Así recordará que tiene que “seguir siendo fiel a las gracias recibidas”. Igual que nosotros, ¿verdad?
He aquí a un científico importante, a un matemático célebre, al que momentos antes de su muerte y preguntado por el confesor que lo atendía por los principales misterios de la fe, respondió: “Sí, señor, creo todo eso y con todo mi corazón”.
Benedicto XVI, hace ahora un año, escribió una carta (Porta Fidei) que podría o debería marcar los hitos del caminar en este año. Descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, releer de manera apropiada los textos del Concilio del que en esta fecha celebramos el cincuentenario de su apertura, convertir la fe en ese nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre, redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe, abandonarse en la fe para poseer la certeza sobre la vida propia, intensificar la celebración de la fe en la liturgia, hacer que el testimonio de los creyentes sea cada vez más creíble, usar el Credo como oración cotidiana, llevar a la oración el Catecismo, tener la mirada puesta en Jesucristo, intensificar la caridad, … En definitiva y tal como dijo en sus últimos días el apóstol Pablo a su discípulo Timoteo: “busca la fe con la misma constancia que cuando eras niño”.
“Confiemos –escribirá al final de su carta Benedicto XVI- a la Madre de Dios, proclamada bienaventurada porque ha creído, este tiempo de gracia”

jueves, 4 de octubre de 2012

Para que no se repita (02-10-2012)


En Bachillerato tenía un profesor de literatura -de esos que dejan huella en el alma del alumno- que describía la periodicidad de las etapas literarias afirmando la recurrencia cíclica al naturalismo.  Lo de la periodicidad no nos era ajeno, sabíamos que muchas cuestiones de la Física habían sido resueltas gracias a ella y parecía normal considerarla. Pero en mi infancia, tan próxima a algunos de los acontecimientos más nefastos del siglo como la Guerra Incivil española y la segunda Guerra Mundial, a ninguno se nos ocurría pensar que estas tragedias pudieran repetirse. Lo malo, en cuanto depende de los hombres, no podía repetirse o, al menos, eso pensábamos algunos. Ya desde primaria, algunos maestros nos habían enseñado a olvidar y a aprender de aquellos males con el fin de sacar bienes. Aquello –nos decíamos-, nunca podrá repetirse. Qué poco conscientes éramos entonces de que a lo largo de nuestra vida los cambios sociales iban a poner a prueba nuestra decidida afirmación. De que íbamos a ser nosotros los que, con nuestros actos y palabras, decidiríamos si el mal se repite.
Desde hace meses se vienen sucediendo en España algunos hechos que obligan a mirar al pasado. El desprecio a la propiedad privada y a la autoridad pública del grupo de andaluces del alcalde Gordillo, la violencia de los mineros en Madrid, la más reciente de los ácratas a las puertas del Congreso, las huelgas en contra de los recortes, el apoyo de los sindicatos al juez prevaricador y el posible referéndum de autodeterminación de Cataluña, entre otras, son reminiscencias de un tiempo que dio paso a otro más oscuro. Y, ante esto, uno se pregunta: ¿volverá a repetirse el mal? ¿Volverá el odio a abrirse paso entre los españoles?
Como si los españoles no nos bastáramos para hablar mal de España, la prensa extranjera, especialmente la norteamericana y la inglesa, disfruta exagerando el panorama. Parece que los defensores del orden y la paz mundial se alegren con nuestro desorden. Un desorden menor si se presta atención al detalle, pero suficiente para aquellos que desean crear alarma. Su lectura nos hace dudar sobre si vivimos en España o en Grecia.  Y quizás sea esto lo que pretendan insinuar al mundo, que somos otra Grecia. Por suerte, desde dentro, la cosa cambia. Las protestas están localizadas tanto geográfica como socialmente. Son los mismos grupos de siempre, los anti-sistema y los que han perdido el poder, los que quieren sacar beneficio de una época de crisis económica débil en valores. No tienen soluciones, además de que algunos de ellos fueran responsables de esta debacle. Y esto lo sabemos los españoles. Como sabemos que esto es España y no Grecia.
Pero no se trata aquí de atribuir a alguien de fuera la causa de nuestros males. Que eso es lo que hacen los gobernantes de la autonomía catalana y los políticos perversos. Mi propósito, más bien, es constatar que están sucediendo cosas que pensábamos que no podrían volver a repetirse en nuestra historia y que, en otro tiempo, no nos llevaron a buen puerto. Y, junto a esa constatación, recordar aquella afirmación de nuestra infancia: que aquello no vuelva a repetirse, conscientes ya de que somos nosotros –cada uno, independientemente de sus circunstancias- los que, con nuestras acciones y palabras, decidimos el día a día. No es el azar, ni la predeterminación, el que hace nuestro camino, sino la libertad de que gozamos, la misma a la que abdicamos cuando nos dejamos llevar por la masa.
Esperemos estar a la altura de las circunstancias. Hay mucho lobo suelto.