domingo, 10 de enero de 2021

"La que llora"

 

                 Supe de Léon Bloy por las notas a pie de página de algunos libros y por las palabras de algunos conferenciantes, sabía que era uno de esos famosos escritores conversos que dio Francia en el siglo XX, pero nunca había leído ninguno de sus libros. Por eso, al descubrir este en las estanterías de una librería no dudé en adquirirlo. Después de leerlo, reconozco que debo leer más para captar su persona y pensamiento. Aquí escribe con vehemencia, con indignación, como látigo que desgarra. No obstante, el tema que trata se las trae, llena de indignación y, si es tal como lo cuenta, clama al cielo. Hasta el punto de que me veo obligado a sacar a la luz un detalle de su contenido, aun convencido de que alguno de mis lectores ya lo conozca.

                El libro gira en torno a uno de los dos pastorcillos, Melanie Calvat, a los que se apareció la Virgen María en el pueblo de La Salette-Fallavaux (Alpes franceses) el 19 de septiembre de 1846. Bloy visitó el lugar treinta años después, pero no fue hasta 1908 cuando publicó este libro. Argumentando con las palabras oídas por los pastorcillos y sendos mensajes privados que les fueron encomendados, fustiga la forma con la que algunas autoridades religiosas comerciaron con la aparición, maltrataron a los pastorcillos e hicieron caso omiso a muchas de sus indicaciones. Pero no es mi propósito comentar el libro, ni siquiera narrar este hecho extraordinario aprobado por el Papa Pío IX. Para ello, basta leerlo o pinchar aquí:  https://virgensantamaria.org/nuestra-senora-de-la-salette/ .

                Escribo para darles a conocer que “La que llora” es la Virgen. Ella, con la cabeza entre las manos, llora. Después, levantada ya, “empieza a hablar y también empiezan a brotar lágrimas de sus hermosos ojos”. Esto quería transmitir, que la Virgen llora, nada más. Cada lector concluya.

No obstante, voy a seguir. ¿Por qué llora Nuestra Señora? De sus palabras se sigue que sufre por nosotros, que ruega sin cesar a su Hijo que no nos abandone pues “no le hacéis caso”. Mediante su aparición intenta parar la “grave” y “pesada” mano de su Hijo. Y, entre otras, cita dos de las cosas que “hacen pesado el brazo de mí Hijo”: que los cristianos no santifican el domingo y que blasfeman de ordinario. “Os he dado seis días para trabajar, me he reservado el séptimo, y no quieren concedérmelo”; “Los que conducen los carros no saben hablar sin meter por medio el Nombre de mi Hijo”.  ¡Qué actuales siguen siendo estas ofensas!

Así pues, apremiados por el dolor de Nuestra Madre, “debemos preguntarnos siempre -escribe el Papa Francisco- si estamos protegiendo con todas nuestras fuerzas a Jesús y María, que están misteriosamente confiados a nuestra responsabilidad, a nuestro cuidado, a nuestra custodia”[i].

Convencido de que “de la mano de María, tú y yo queremos también consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo la Voluntad de su Padre, de nuestro Padre”[ii], he querido compartir con mis lectores esta abominable realidad: “hacemos llorar a la Virgen”.



[i] S. S. Papa Francisco. Carta apostólica Patris corde. Ediciones San Pablo, 2020; pág. 22.

[ii] San Josemaría Escrivá. Vía Crucis. Ed. RIALP, 1983; pág. 50.


sábado, 9 de enero de 2021

"La piedad peligrosa"


 

Stefan Zweig escribió un libro con este título. Un hombre que muestra piedad por una inválida, que ésta malinterpreta, se casa con ella -también por piedad- dando lugar a un matrimonio fracasado.

La reciente Ley de Eutanasia, pedida por una reducida minoría y aprobada con mayoría en el Congreso, que dejará sin presupuesto a la especialidad médica de cuidados paliativos, basó su propaganda en uno de los obstáculos que impiden captar el valor profundo de toda vida humana: una errónea comprensión de la “compasión”. Para no sufrir es mejor morir: es la llamada “eutanasia compasiva”. Y así empieza el plano inclinado de esta inhumana ley: matando al prójimo por amor al prójimo. Un plano que acaba: matando al prójimo porque no es como nosotros queremos que sea. Cuando, en realidad, la compasión es acoger al enfermo, ofrecerle afecto, atención y medios para aliviar su sufrimiento. Esto es, cuidarlo aunque no pueda ser curado.

Siguiendo con los libros, compartiré una escena de “Job o la tortura de sus amigos”, breve y jugoso librito del filósofo Fabrice Hadjadj. Los protagonistas de esta escena quinta son Job y su mujer: descansa Job en la cama cuando es visitado por su mujer que le habla así: “dentro de mí, tu dolor es peor que el mío”, “el grito que brota de tus labios me desgarra las entrañas”, “¿cómo soportar verte en este estado?”, “yo sufro demasiado al saberte sufriente”. Responde Job: “Estás junto a mí, querida mujer, y este hospital se transfigura en palacio. Esos vendajes son adornos de fiesta”. Hasta que aquella dice: “He venido para proporcionarte el remedio,…, Esta inyección, …, Es el pinchazo de la bella durmiente, …, Despertarás en un mundo donde no existe ya dolor, …, Es absolutamente indoloro”. Entonces, replica Job: “El hecho de que tú pretendas para nosotros una separación indolora no puede sino aumentar más mi dolor”.

Esta mujer puede representar a familiares, amigos o personal sanitario que en vez de saber estar, velar o consolar (ser-con en la soledad), transformándose así en presencias llena de esperanza, se niegan a aceptar a los que sufren, incapaces de contribuir mediante la verdadera compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado. Prefieren manipular la vida del otro y, es que, estas leyes provocan una gran insensibilidad hacia el cuidado de los enfermos. Con palabras de Job: ¡qué abismal puede llegar a ser la abominación!

miércoles, 6 de enero de 2021

Adoración de los Magos de Oriente (Mt 2) (I)

 

 

                Tendría Jesús casi dos años cuando llegaron a Belén los Magos de Oriente, pues el rey Herodes “mandó matar a todos los niños de Belén y sus alrededores, de dos años para abajo”. Pero no podemos concretar más. Lo cierto es que la Sagrada Familia no vivía ya en la gruta sino en una casa; de lo contrario, no hubiera escrito Mateo: “Y entrando en la casa, vieron al niño con su madre”. Pasados los días del censo quedarían libres algunas casas o habitaciones que, a tenor de la buena nueva de los pastores, ofrecerían gustosos a la joven familia.

Es curioso que, en un tiempo en el que el varón recibía la mayor consideración, no se mencione a san José, el esposo, el hombre de la casa. Podemos suponer que no estuvo presente. Más aún porque no lo omite Lucas al narrar la adoración de los pastores: “encontraron a María, a José y al niño reclinado en el pesebre” (Lc 2, 16). Estaría fuera cumpliendo algún encargo o más adentro o aserrando algún tronco de madera ya en la terraza o en un local vecino. O quizás, sencillamente, sí estaba pero Mateo, también escribiente de Dios, no lo menciona. Y si me dejo llevar por el espíritu, me inclino por esto último. Sí estaba, pero apartado de ellos, más atrás, cumpliendo su papel de “sombra del Padre”[i].    

                Muchos vecinos serían testigos de esta escena, tanto los primeros en verlos llegar al pueblo como otros tantos que irían añadiéndose de camino a la casa de la Sagrada Familia. Sorprendidos y curiosos por la exótica visita se fueron agrupando alrededor de la puerta de aquella santa casa dando muestras de asombro cuando “postrándose le adoraron”. ¿Quién era ese niño?, se dirían. Y algunos recordarían lo que, tiempo atrás, los pastores habían “dicho acerca de este niño” (Lc 2, 17).

 Dejemos a los vecinos y centrémonos en los Magos. Hemos dicho que entraron, vieron al niño con su madre, se postraron y le adoraron. Es tal la naturalidad con la que proceden que no podemos dejar de hacernos algunas preguntas. Desde luego que alcanzaron su objetivo: ¡adorar “al rey de los judíos que ha nacido”! Pero, el trato a un rey ¿es de adoración o, más bien, de pleitesía? Y si pensaban que estaban ante un dios, ¿qué tipo de conocimiento permitió que no dudaran de la divinidad de un niño que habita una modesta casa?

¿Qué información tenían? Bastó que le vieran para postrase. Ni siquiera se echaron atrás a la vista del pequeño pueblo de Belén. Pudieron pensar que Herodes les había engañado enviándolos allí, que su larga peregrinación había sido en vano. Sin embargo, postrándose, le adoraron. ¿De dónde procedía tan grande confianza?

Sabemos que a los pastores les habló un ángel, pero desconocemos la forma del mensaje dado a los Magos. Ahora bien, tanto unos como otros recibieron una señal. El ángel dijo a los pastores: “encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre” (Lc 2, 12). Los magos, por su parte, seguían a una estrella “y la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos”.

 Puede sorprender la manera de actuar de Dios, cómo pone las cosas más fáciles a unos que a otros para obtener el mismo premio. Los pastores pernoctaban al raso por aquellos contornos, los Magos en cambio vivían lejos. Ese “vayamos a Belén y comprobemos este mensaje” (Lc 2, 15) era relativamente fácil para los pastores, no así para los Magos que venían de lejanas tierras. “Presurosos”, por caminos y sendas,  los pastores comprobaron en poco tiempo la veracidad del mensaje, mientras que los Magos debieron recorrer caminos peligrosos, infectados de ladrones, en pleno esplendor del imperio romano donde sólo cabía un rey: César Augusto. Y aun así lo consiguieron: “al ver la estrella se llenaron de alegría”. Pero la diferencia no está sólo en la distancia, sino también en el mensaje. Una imagen con palabras es explícito, claro, pero una estrella … No obstante, pensar que “pone las cosas más fáciles a unos que a otros” es desconocer el modo de actuar de Dios, su pedagogía para con los hombres.

Primeramente, porque se olvida su capacidad de elección y su justicia[ii]. Hasta ese momento tenía una alianza con un pueblo al que eligió porque quiso. Y los pastores formaban parte de ese pueblo, no así los Magos. Les había hecho una promesa y la cumplía. Y por la promesa nació en Belén, cerca de los pastores, lejos de los Magos. Antes les había hablado por los profetas, ahora les hablaba con claridad, sin sombras, mediante la carne. Y desde ese momento, “al llegar la plenitud de los tiempos” (Gal 4, 4), preparó una nueva alianza que sería para todos los pueblos, significados éstos en los Magos. En segundo lugar, porque es precisamente en la forma diferente del mensaje donde descubrimos la sabiduría de Dios que habla a cada cual según su lenguaje, según sus entendederas. A los pastores mediante la palabra, a los Magos mediante las estrellas: “hemos visto su estrella en el Oriente”.

 Pero, dejemos a los pastores. Nuestros protagonistas son los Magos. Volvamos al mensaje, que desconocemos, y a la señal, una estrella. Y preguntémonos otra vez: ¿por qué tan grande confianza?

 Empecemos por la señal. Bien conocemos los matemáticos que, dos mil años antes de la Natividad, los pueblos mesopotámicos poseían elevados conocimientos en astronomía y astrología. Los grados sexagesimales son una de sus más conocidas aportaciones. Por eso, es fácil imaginar que nuestros Magos de Oriente eran expertos en ellas. Antes de que Dios dijera a Abrahán: “mira al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas” (Gen 15,5), las tenían como objeto de estudio. Las miraban, las contaban y estudiaban sus desplazamientos. Y cuando en el mismo diálogo Dios añade: “así será tu descendencia”, cabe entender que refiere cantidad, pero no es de extrañar que para quien busque algo más pueda significar también venida: “nos visitará naciendo de lo alto” (Lc 1, 78). Y nuestros Magos, indudablemente, buscaban algo más en su estudio de las estrellas. Entonces, ¿fue este significado, el de venida, el que movió a los Magos? Benedicto XVI cita una profecía del pagano Balaam que es posible que circulara fuera del judaísmo[iii] y que, por tanto, pudo ser conocida por los Magos: “lo veo, pero no es ahora, lo contemplo, pero no será pronto: Avanza una estrella de Jacob, y surge un cetro de Israel…” (Nm 24, 17).

En cualquier caso, tanto este texto como otros que manejaran los Magos no son tan decisivos como la inspiración y la actitud que manifiestan. De hecho, también los príncipes de los sacerdotes y escribas del pueblo hallaron la profecía de Miqueas por la que interpretaron que era Belén de donde “saldrá un caudillo que regirá mi pueblo Israel”. Pero, por mucho que conocieran las escrituras sólo fueron capaces de ubicar el lugar de la venida, que no el tiempo, después de ser reunidos por Herodes. Y esto fue así porque no recibieron inspiración alguna, ni mostraron la actitud de los Magos. Aquellos esperaban sin esperar, eran eruditos, pero no sabios. Estos, en cambio, …

 No parece suficiente la condición de astrónomo para entender el pasaje de san Mateo. Muchos astrónomos había en el Oriente, ya en Mesopotamia, Arabia, Persia o la India e, incluso en el Occidente, en Grecia; sin embargo, sólo unos participan en esta historia, sólo “unos Magos procedentes del Oriente entraron en Jerusalén” aquellos días.

Desde luego que lo eran, me reafirmo al comprobar que Mateo los llama magos, nombre por el que eran conocidos. Magos, astrónomos, hombres de ciencia que quizás vivían de sus predicciones astrológicas -hechas a reyezuelos, comerciantes o sacerdotes- que no de sus teoremas, pues la teoría da luz pero sólo su aplicación da de comer. Tenían pues un oficio por el que eran conocidos, lo que introduce un elemento atemporal que los hace próximos: el trabajo.

Pero no eran únicamente astrónomos, porque sólo sigue una estrella el “hombre de una cierta inquietud interior, un hombre de esperanza, en busca de la verdadera estrella de la salvación”[iv]. Y en aquella época, marcada por los dioses, el aire estaba impregnado de espera. Se esperaba algo que volviera a dar “al género humano el frescor de un nuevo comienzo”[v]. Las profecías judías, extendidas a lo largo y ancho del Imperio, habían creado tal expectación que era difícil no percibirla. El Imperio iba a “dar cabida a otra cosa mayor y mejor”[vi]. Y entre los hombres que “oyen venir” este cambio están nuestros Magos.

Por eso hemos dicho que no eran sólo astrónomos, sino que también eran hombres de profunda vida interior, buscadores de la verdad, filósofos de antaño. Vida interior a la sombra de una Presencia que les inquietaba con sus preguntas acerca del sentido de la vida, del misterio escondido en la Naturaleza: ¿azar o necesidad?, ¿libres o determinados?, ¿por qué hay mayor satisfacción al dar?, ¿existe la justicia?, ¿qué será de los pobres y humildes?, ¿somos juguetes de los dioses? ¿Quién o qué eres, oh, Presencia oculta?

 Los imagino rodeados de tablillas de arcilla con sus singulares letras cuneiformes, de textos enrollados, ya de piel o papiro, provenientes de los lugares más diversos del Imperio. Contemplo el paciente trabajo de investigación que alternan con una perseverante observación celeste. Y concluyo: trabajo bien hecho en medio de una intensa inquietud interior a causa de la esperanza en una venida. La ciencia de la Naturaleza en busca de la “ciencia de la salvación” de la que hablará con posteridad Zacarías (Lc 1, 77). Conocer para saber, saber para ser.

Sigamos imaginando: mientras mantenían esta actitud de trabajo y oración ante la sombra de la Presencia, algo sucede en los cielos. ¿La conjunción de Júpiter, Saturno y Marte? No sabemos, hay muchas hipótesis, pero me decanto por la más sencilla, la más textual: apareció una estrella. Apareció significa que no la vieron llegar, que no estaba allí antes. ¿Una nueva estrella? Lo cierto es que debió darse algo excepcional. Pero ya dijimos que esto no era suficiente para ponerse en camino. Lo más extraordinario se debió producir después, mientras intentaban interpretar aquel fenómeno cuya coordenada temporal siempre recordarán con “exactitud”. No fue nada exterior, sino interior, por eso resulta difícil describir. ¿Era la señal que estaban esperando?

He dicho que lo extraordinario vino después, pero pudo ser simultáneo. En cualquier caso, es el proceso de la vocación, de la llamada, del “llamado” que gusta decir al Papa Francisco. Una luz interior que clarifica y simplifica a la vez. Con ella, todo lo exterior se recompone, se renueva, adquiere sentido. Así, lo que no es significativo para algunos se convierte en señal para otros. Deslumbramiento, moción interior del Espíritu que anima a la voluntad a elegir generosamente. Después viene el miedo ante la conciencia de la propia pequeñez, la duda razonable que no lleva razón: “¿cómo vamos a creer que nuestros oídos han sido dotados precisamente para recibir el mensaje que espera la humanidad desde hace miles de años?”[vii]. Le sigue el “no temas”, el “no temáis” (Lc 2, 10). Y, por fin, la decisión confiada: puesto que ha surgido un “cetro en Israel”, sigamos la estrella, la estrella de Jacob que ya avanza. Y, ante la pregunta “¿cómo será?”, Su respuesta: “venid y veréis” (Jn 1, 39). Y se pusieron en camino. (Continuará)  

 



[i] Así llama Jan Dobraczynski a san José en su obra La sombra del Padre, Ediciones PALABRA, 2017.

[ii] “¿O es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero?” (Mt 20, 15).

[iii] Benedicto XVI. La infancia de Jesús. Editorial Planeta, 2012; pág. 95-112.

[iv] Benedicto XVI. La infancia de Jesús. Editorial Planeta, 2012; pág. 101.

[v] Vintila Horia. Dios ha nacido en el exilio. Ediciones Destino, 1960; pág. 112.

[vi] Vintila Horia. Dios ha nacido en el exilio. Ediciones Destino, 1960; pág. 76.

[vii] Vintila Horia. Dios ha nacido en el exilio. Ediciones Destino, 1960; pág. 140.