martes, 24 de diciembre de 2019

La recta Real y el Niño



El estudiante de Matemáticas descubre las maravillas de la recta Real, el joven profesor las muestra y … , ya viejo, las obvia. Deslumbramiento, anuncio de la luz, oscuridad. La falta de entusiasmo de los oyentes y el imperio de la utilidad relega al olvido la fuente del conocimiento.  Pero la llama prendida antaño sigue encendida y un día, muchos años después, mientras enseña lo inútil a un alumnado que quiere aprender lo que “dicen” que no sirve para nada, vuelve el resplandor que ciega, vuelve la maravilla, con esa alegría que necesita ser comunicada y ve más allá de lo que en un principio vio.
Análogamente, en la vida de piedad. La costumbre cristiana de tener la imagen del niño Jesús en algún lugar de la casa, sea o no Navidad, hace de ella una fuente de piedad. Pasar a su lado es ocasión para besarle los pies o, para los más osados, la cara. Afecto completado con palabras del corazón que nadie pronunciaría en voz alta. Costumbre antigua, devoción de muchos santos como san Antonio de Padua, san Cayetano, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz y, más recientemente, san Josemaría, quienes tomaban al Niño en sus abrazos, lo mecían , le cantaban, le arrullaban.
En la infancia aprendemos la piedad de los mayores. Después aparecen los reparos. Para algunos, cursilería. Falta de reciedumbre, para otros. Beatería, extravagancia, ausencia de espíritu crítico, huida de lo esencial, autoengaño, sometimiento. Pero, con el tiempo, cuando coges al Niño en tus brazos, le miras a la cara y le hablas, todo reparo se desvanece. Deslumbramiento, oscuridad, anuncio de la luz. Entonces, ante la ternura, ante la manifestación de lo eterno en lo temporal, maravilla el misterio de que Dios se presente así, “en un niño, para ser recibido en nuestros brazos”. Alegría y asombro que “nos pone ante el misterio de la vida”. Para esto estoy aquí. ¿Verdad que es así?
Dios ha nacido. Feliz Navidad.