domingo, 8 de noviembre de 2015

Vidas en juego

Cada cierto tiempo vuelve el debate sobre la eutanasia, que entendida como “buena muerte” parece libre de toda sospecha. Pero una cosa es desear que la muerte, que irremediablemente llega a todo ser, sea buena (y podemos suponer que hay una opinión común sobre eso de buena) y otra cosa es poder elegir el momento en el que otro me ha de dar la muerte o, su recíproco, decidir el momento en el que otro debe morir.
Porque la eutanasia, al fin y al cabo, es esto último; es decir, procurar la muerte sin dolor (de aquí lo de buena) a quien sufre, bien a petición de éste o bien por considerar que su vida carece de la calidad mínima para que merezca el calificativo de digna. Se trata siempre de buscar la muerte de otro, no la propia. O de cooperar a ello porque lo pide el que quiere morir.
Y aquí se abren algunas posibles cuestiones a considerar: ¿la única “buena muerte” es la que no conlleva dolor?, ¿qué se entiende por calidad de vida o vida digna?, ¿quién establece los parámetros de esa calidad?, ¿puede la persona arrogarse el derecho de decidir su muerte?, ¿y la de otros?, ¿a quiénes autorizar para lograr esa muerte?, ¿pueden ser éstos obligados en contra de su voluntad?, … Preguntas que engordan un debate que acaba convirtiendo una cuestión de origen ético en una práctica médica con tintes burocráticos.
Un debate cargado de relativismo si se tienen en cuenta los tres motivos que, sobre todo, inspiran a aquellos que la promueven: la compasión, la libre decisión (“derecho a la propia muerte”) y el desprenderse de la carga de un tercero; aunque este último no suena bien en el diálogo social y político (doctor Hans Thomas). Un debate para el que, en este breve espacio, sólo quiero comentar algunos de sus posibles efectos sociales.
El profesor R. Spaemann escribe que si la eutanasia es un derecho tanto para un enfermo como para un hombre muy anciano, entonces, tras un determinado tiempo, este derecho se convierte en un deber moral, ya que el que tiene un derecho se hace responsable de ejercerlo o no. Como consecuencia, se siente responsable de todos los costes y fatigas que sus parientes y la sociedad habrán de sufragar para cuidarlo. De donde se sigue una presión moral por liberar a otros del propio peso y, por ende, la exigencia silenciosa de pedir la muerte.
Pero la presión no es sólo interna, sino también externa, de aquellos que no comprenden cómo teniendo el derecho a morir no lo ejerce, anteponiendo su vida a las “fatigas y costes” de los otros (parientes, personal sanitario y Hacienda). Y, es que, los defensores de la eutanasia conservan para sí el derecho a juzgar cuándo una vida es digna de ser vivida y cuándo no. Y esto sucede ya masivamente en Holanda donde aumentan los muertos sin consentimiento por lo que la gente mayor prefiere cruzar la frontera de Alemania para cualquier intervención quirúrgica o para incorporarse a residencias de ancianos por no sentirse segura en las holandesas. Ya lo decía hace años el cardiólogo holandés Richard Fenigsen: “mucha gente acepta que se deba negar el tratamiento a personas con minusvalías serias, a personas mayores e incluso a individuos sin familia”.
En una entrevista que R. Cohen-Almagor (Universidad de Hull, UK), concedió al MercatorNet, argumentó su cambio de opinión respecto a la eutanasia concluyendo que “la lección principal que hay que aprender de Bélgica y Holanda es que no hay que legalizar la eutanasia”. 
Según él, hay muchos casos de abusos. Abusos por parte de los médicos. La no declaración de casi la mitad de los casos. No calificar como eutanasia casos que sí lo son. Una sobreprotección de los médicos que la practican. Presión sobre los pacientes muertos por eutanasia para que donen sus órganos. Una zona gris en los cuidados al final de la vida entre los tratamientos administrados para aliviar el dolor, y los tratamientos dirigidos a acortar la vida. Falta de registros de las dosis de fármacos utilizados. Pacientes que son eutanasiados sin su petición explícita. La intención de incluir a nuevos grupos (cansados de vivir, niños, dementes)…
En fin, aprobar leyes para dar solución a casos extremos (que es como se suele presentar la necesidad de legalizar la eutanasia) lleva a trivializar la cuestión y, además,  a aplicarla por motivos cada vez más nimios. Y esto es bastante asombroso cuando hay vidas en juego.

lunes, 20 de julio de 2015

¡Ji, jí !

En un chiste de JM Nieto (ABC, 4.7.2015) aparece una de sus ratitas, arrodillada en un banco de iglesia, que reza ante la imagen del Crucificado. Aparece el dibujo como tomado desde detrás de la cruz, por lo que la ratita está mirando hacia arriba. Tres son los bocadillos que, aunque ininterrumpidos, muestran su pensamiento.
En el primero, aparece la exclamación propia del asombro que acompaña a todo descubrimiento. Es el “Eureka” arquimediano evolucionado en el tiempo: “¡Ji, jí; No me había dado cuenta!”. Hay moderación en la exclamación, es una auto-felicitación por lo bajini, es respeto por el lugar en el que está. El “ji-jí” es todo eso y más, todo mental y algo de mala leche. Como en el chiste del chino, “ya me culalé”. El “Eureka” de Arquímedes parece más inocente. Pero todo se arregla con el “No me había dado cuenta”. La felicidad del de Siracusa, de la que participa la ratita, carece de la humildad de esta. Tanto tiempo dando vueltas a lo mismo -parece decir- y sólo ahora, aquí, delante del Crucificado, en medio de mi oración, me he dado cuenta. Y, es que, a veces todo se soluciona mirando a lo alto. Cristo está elevado sobre una cruz y, desde lo alto, contempla todo detalle. Y cuando tú miras con Él, miras también desde lo alto, contemplas todo detalle.
El segundo, como en toda viñeta de prensa, hace relación a la actualidad. Es lo que ocupaba la cabeza de la ratita durante tanto tiempo. Es el argumento. El pasado hecho presente por las circunstancias. La intolerancia de la que se erige modelo de tolerancia. El sectarismo violento de la nueva casta. En este bocadillo se lee: “Los que entran en una capilla y gritan con odio creen que interrumpen la oración…”. La falta de respeto a lo sagrado, al pensamiento ajeno, los cristianos considerados como ciudadanos de segunda por aquellos que aborrecen de toda jerarquía. La blasfemia ante lo que más del 75% de españoles dice creer. El odio, y esto es muy fuerte. El odio con el que gritan. El sujeto de su odio, un ser al que le basta advertir un épsilon de amor (por pequeño que sea) para perdonar.  El lugar del odio. No hay lugar para ellos, no hay diferencias cualitativas entre los espacios. Se visten y desvisten –dirá el profesor Higinio Marín-, comen y descansan sin diferenciar el salón de la cocina, sus habitaciones del baño o los pasillos; entran o salen de clase sin modificar su compostura, su tono de voz, su conversación. Viven como si estuvieran solos. Actúan como si el otro no tuviera entidad e importancia suficiente.

Y, por fin, el desenlace. La idea feliz que hace exclamar “¡Ji, jí!”. La idea que proviene de la Cruz, que no es sólo un madero, sino que tiene rostro, que tiene a un Dios que te habla. La idea que transforma al chiste en un icono de caridad, a la ratita en un ser creíble, al lugar en un espacio más allá de lo común. La idea que soluciona todo, que es llave de toda puerta. La misma para el sacrilegio que para la persecución y asesinato de cristianos, la que da esperanza ante los nuevos dogmas sociales tan ajenos a la verdadera naturaleza humana, la que ante la falta de paz exterior permite la paz interior y, por ende, la felicidad. Pero, digamos ya que contiene ese tercer bocadillo. Digamos qué causa el “Eureka” evolucionado. Si el anterior terminaba con unos puntos suspensivos, este comienza del mismo modo y dice así: “…pero es la oración la que interrumpe los gritos de odio”. Es la Buena Noticia y yo no me atrevo a añadir nada más.

jueves, 2 de abril de 2015

Turín: encuentros inesperados

En Turín, frente a la residencia universitaria que habitaba, está la iglesia del Espíritu Santo. En mi primera visita estaba vacío el sagrario, así como la propia iglesia, lo que permitió que deambulara por ella hasta leer en una placa el nombre de Avogadro, famoso científico del siglo XIX que todo estudiante de química conoce, al menos, por el número que lleva su nombre. Me dio alegría descubrir que era un hombre de fe, porque me podía servir como ejemplo de buen entendimiento ante el pretendido enfrentamiento entre fe y ciencia.
Volví a ver su nombre en otra placa. Fue en una excursión a los Montes d´Oropa, también en el Piamonte. Visitábamos el santuario de la Madona negra, Reginae Montis Oropae, que allí se venera, cuando la descubrí.  Junto a la placa de Avogadro había otras, como la dedicada a Marconi, premio Nobel de Física en 1909, científico profundamente creyente, y la de Don Bosco, que tanto hizo por la educación de los niños pobres.
Allí, al pie de los Alpes, mi primera reflexión tuvo que ver con la contribución de los cristianos a la ciencia y la cultura. Así como a la falta de complejos de un pueblo -el italiano- que no duda en glorificar a aquellos grandes hombres que, independientemente de su religión o quizás por ella, contribuyeron al avance de toda una civilización. Todo lo contrario que en España, donde concejales ignorantes y hasta ministras -también ignorantes, pues no encuentro calificativo más bondadoso- pretendieron quitar de su pedestal a muchos de nuestros hombres insignes.
Pero, todavía fui más allá, remonté los siglos hasta llegar a la cuna de la civilización europea, calificando de necios a aquellos que niegan sus raíces cristianas. Que la Madonna me perdone, me dije, pero tengo a mi favor que negar las evidencias, así como renegar de la propia historia, es de necios. Y eso hizo la mayoría de aquellos eurodiputados que redactaron aquella primera constitución de la Unión Europea que silencia cualquier rastro de cristianismo en su origen. Por suerte, aquella constitución -y no el cristianismo- quedó en el olvido. Aunque tal como están las cosas no debe extrañarnos que vuelva a ser propuesta.
Volvamos a Turín, no para hacer propaganda de esta egregia ciudad del Piamonte, sino porque todavía iba a depararme alguna sorpresa más. Esta vez fue en sus calles. Porque al menos dos de sus vías llevan el nombre de matemáticos famosos, también hombres de fe, que mis estudiantes conocen por teoremas vistos en clase. Ellos son Lagrange (+1813), cuya estatua adorna una de las plazas y da nombre a una de sus vías principales, y Bolzano (sacerdote católico fallecido en 1848; aunque también pudiera referirse a la ciudad italiana de Bolzano). Otra vez, creyentes que tienen a la ciencia como pedestal.
No sé si esto que cuento es significativo para usted -querido lector-, pero sí lo es para mí. No es que yo crea porque haya científicos que creen, pero se habla mucho de que la fe puede ser un obstáculo para el progreso científico y me encanta descubrir ejemplos que contradicen esta afirmación. La enumeración de científicos creyentes podría llenar muchas páginas, pero no es el objetivo de estas letrillas. Tampoco hace falta decir que en tal relación figurarían muchos científicos de nuestro siglo, pues sólo pretendo narrar aquí el entusiasmo que sentí ante unos encuentros inesperados. Quizás, hasta haya alguien que pueda sentir lo mismo que yo.
Pero todavía quedaban algunos personajes más. Fue en la vía Garibaldi, frente a la iglesia de san Dalmacio mártir, donde una amiga -agnóstica- me recomendó ver los monumentos a la caridad. Hay tres -dijo-, son los edificios del Cottolengo, de don Bosco y de la Marquesa de Barolo. Y la forma en que lo dijo, como orgullosa de ellos, me asombró. La realidad derrite toda ideología.
No llegué a verlos, mi espacio se movía en torno al Convitto Umberto Primo, próximo a las tiendas de la Juve y el Torino -que sí visité-, pero aprendí que esos insignes modelos de caridad social para discapacitados que son los cottolengos tuvieron su origen en Turín por obra de san José Benito Cottolengo, también en el siglo XIX, ( …).
Pensé, de nuevo, en la inmensa labor social que ha hecho la Iglesia por medio de sus fieles y en el cariño con el que los turineses lo reconocen. Y pensé también en España, …, que la Madonna me perdone. 

viernes, 20 de marzo de 2015

Anhelos de felicidad

¿Cuántas veces hemos oído decir a padres y madres que lo que quieren es la felicidad para sus hijos?, ¿cuántas, nosotros mismos, lo hemos repetido? Quiero que mi hijo sea feliz, hemos dicho. Incluso se lo decimos a ellos: hijo mío, lo importante es que seas feliz. Y, es que, como ha dicho alguna madre: “cuando tú los ves bien a ellos, tú estás bien también”.
Aunque, por lo general, no parece necesario recordarles que deben ser felices, pues algunos dan la impresión de que pasan buena parte del día buscando su felicidad (que es una de las formas de no encontrarla). De manera que casi se puede afirmar que la necesidad de recordarlo es motivada por alguna situación concreta en la que les vemos perderse en la infelicidad o intuimos que están a sus puertas. Les vemos sufrir por circunstancias que, con la perspectiva de un adulto, son motivos menores. Pero, ¿cómo les explicamos que son naderías? Les vemos tomar decisiones que no conducen a buen puerto. Pero, ¿cómo convencerles de ello o cuál es la base sobre la que construir los argumentos?
El hecho de que una madre o un padre sea feliz viendo felices a sus hijos da que pensar. Parece que la felicidad no tiene, necesariamente, raíces materiales. Los padres no se alegran porque reciban algo material sino por ver felices a sus hijos. Ver, esta es la palabra. Aunque quizás sea más propia la palabra contemplar, que es algo más que ver, es un mirar pensante.  Ahora bien, ¿qué es lo que ven los padres para entender que sus hijos son felices? Evidentemente, no puede ser algo solamente material, pues no es lo material lo que a ellos les hace felices. Sólo podemos intuir que debe ser algo enseñado y vivido en el hogar.
Los hijos son, a la vez, testigos y jueces implacables de los padres. Intentarles argumentar sobre la felicidad cuando el modelo que han conocido está relacionado con la seguridad y el bienestar, aderezado con un poco de “pasarlo bien” (algo que nunca se sabe qué es), resulta difícil cuando falla alguna de estas condiciones. La felicidad, a diferencia de la diversión, no se puede comprar y no tiene vigilantes en su puerta que impidan el paso de aquellos que la quieren robar.
En Locos Egregios, Vallejo-Nájera ponía en boca de Abderramán III: “No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. Y en esta situación he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce”. ¡Catorce días en cincuenta años de reinado! Se entiende que concluya: “hombre, no cifres tus anhelos en el mundo terreno”. También la actual crisis económica ha descalificado el bienestar como clave de la felicidad. Y, en cuanto a la seguridad, basta recordar el Teorema de la Seguridad Absoluta (No te tomes tan en serio la vida, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella) para reírnos de lo que ella aporta.
La felicidad no es pues algo sencillo de obtener, ni se compra ni se fabrica. Quizás sea este el motivo por el que se han escrito tantos libros y tratados sobre ella. Se esconde en lo más íntimo del hombre y tiene mucho que ver con la libertad. De hecho, su contrario -la infelicidad- crece con facilidad en el ambiente propiciado por concepto de libertad que es común hoy. Se insiste mucho en la capacidad de decidir, pero poco en la capacidad de aceptar. La libertad como capacidad para decidir debe ir unida a la capacidad de aceptar las consecuencias de cada decisión. Sin esta segunda parte, el mundo se llenará de infelices.
Pero no basta con aceptar las consecuencias de las propias decisiones, también hay que encajar las consecuencias de las decisiones ajenas. La enfermedad, entre otras. Lo que hace pensar que el meollo de la felicidad quizás no esté donde tan afanosamente lo buscan algunos.
No sé cómo enseñamos a nuestros hijos a ser felices, pero por la infelicidad de algunos de los jóvenes que conozco deduzco que algunos han olvidado hablarles sobre lo esencial. La voluntad de Dios. Y, al olvidarlo, están limitando su libertad ya que será difícil que recurran a él. Y, sin embargo, ese anhelo de felicidad perdurará siempre. Pero siempre lejano porque nadie les dijo: “No lo olviden: la voluntad de Dios es nuestra felicidad” (Papa Francisco).