lunes, 27 de julio de 2020

El sitio. Los rebeldes del Alcázar*

Escribir un libro sobre los vencedores de la pasada guerra civil española supone correr un riesgo, más aún cuando no son tratados despectivamente: el riesgo de ser silenciado o no ser publicitado por la mayor parte de los medios de comunicación, entre otros. Si años atrás era bastante conocido el hecho de armas del Alcázar de Toledo, hoy en cambio se divulgan en forma novelada otros, predominando las novelas que desdibujan las razones de los rebeldes o, incluso, caricaturizan a sus protagonistas. Por eso, aunque sólo fuera para recordar, dar razones y restituir la fama, ya merece la pena leer esta novela.
Su autor, Fran Ruíz (Algezares, 1963), persona culta y profunda, licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales, se dedica profesionalmente a la formación profesional en un centro de formación que él mismo dirige, lo que justifica la coherente planificación del desarrollo de su novela, así como la calidad argumentativa de sus diálogos. Colabora con el periódico digital El Correo de España con artículos de opinión y tiene en su haber una novela juvenil todavía sin publicar. “El sitio” es pues su opera prima, con ella se estrena ante el gran público.
Como novela histórica, entrelaza magistralmente lo ficticio con lo real. Más de real que de ficticio. Su autor, apoyado en dos personajes de invención, uno por bando, sin maniqueísmos, ha sabido narrar con rigor histórico los acontecimientos diarios que en relación al Alcázar tuvieron lugar en España desde el 13 de julio hasta el 28 de septiembre de 1936, día posterior a la toma de Toledo por las tropas rebeldes del comandante Varela.
Fran Ruíz describe a la perfección esas dos Españas en que el odio, la sinrazón y el asesinato hicieron que parecieran irreconciliables. Su visión general, concretada en el desarrollo bélico del sur de España, le permite hilar los nudos necesarios para soportar una trama cuyo reverso es el alzamiento, sitio y liberación del Alcázar. El autor analiza sesudamente los motivos del encierro, las condiciones legales del mismo, las penurias soportadas por los sitiados, el empeño de los sitiadores, el avance de las tropas rebeldes que luchan por llegar a tiempo a Toledo, el tipo de armamento utilizado, las estrategias de combate, las mentiras de la propaganda comunista, las consecuencias de armar a la mitad de la población contra la otra mitad y las respectivas expectativas del Gobierno de la República y de los rebeldes, lo que evidencia una buena documentación y justifica los seis años de trabajo que le llevó esta novela.
A pesar de su longitud, se lee con facilidad. Escrita con desenvoltura y claridad, más parece una novela de un autor consagrado que la de un principiante. Sus ricos diálogos se combinan con descripciones del entorno y preámbulos a los diversos sucesos narrados. Sus personajes ficticios resultan entrañables y los reales adquieren vida. Con ellos recorre el amplio espectro de sentimientos y actitudes que van desde el odio y el sentimiento unamuniano de desacuerdo con la barbarie, hasta el cumplimiento del deber y el sacrificio desinteresado.
Entendido “El sitio” como la descripción de un suceso heroico, su autor deja a las claras que no es cosa de uno sino de miles de héroes. Algunos de los cuales dejaron su vida lejos del sitio, como el guardia civil Juan González Sánchez, de la comandancia de Albacete, o el capitán Luis Alba, uno de cuyos sobrinos prologa el libro.
         En definitiva, la hazaña no se debió sólo al planteamiento de un coronel de la Escuela de Gimnasia del Ejército (de clarividencia admirable), sino también al alto número de oficiales encerrados, cuya disciplina, valentía y preparación aseguró la intendencia, las comunicaciones y su estrategia. Todos ellos, junto a  los guardias civiles del teniente coronel Romero Basart, refugiados con sus familias por temor a las amenazas en sus correspondientes pueblos, algunos civiles, militares retirados o de vacaciones y falangistas, formaron el entramado humano. Un entramado unido por el amor a España y la fe religiosa, con especial devoción a la Virgen, que dio la razón a su Jefe: ¡el Alcázar no se rinde!   

(*) El sitio. Los rebeldes del Alcázar. Fran Ruíz. SND Editores, 2019, 1088 pág. 39,90 euros.

martes, 14 de julio de 2020

Galileo, 1616 (IX)*



                Me gustaría dejar claro, aunque pueda repetirme, que este debate que involucra a filósofos y teólogos no es contra la persona de Galileo, sino contra la teoría que expone. Los filósofos están contra ella porque echa por tierra parte de la Física de Aristóteles, así como su método. Para ellos, además, lo que está en juego es su pan de cada día, porque ¿qué pasaría si parte de lo que enseñan se demuestra falso? Con los teólogos se añade una cuestión más crucial. Para éstos, si la teoría copernicana era cierta entonces había pasajes de la Escritura mal interpretados y, como consecuencia, ideas tan intuitivas a enseñar, como por ejemplo la centralidad de la figura del hombre en la creación, que iban a necesitar una revisión. Pero, lo que más les molestaba era que Galileo, que no era teólogo, pretendiera darles lecciones -¡a ellos!- de cómo debían interpretarse las Escrituras.
                Con todo, a semejanza de la figura de Adolf Eichman en la obra de Hannah Arendt, donde la acción de un mediocre con poder deviene en desastre, bastó con que surgiera un mediocre, tal como el dominico Tommaso Caccini (39 años), anhelante de fama y posición, para dar inicio al desastre. Y, lejos de ser una anécdota reducida al púlpito, fue todo un principio.
                A comienzos de 1615, no parecía que pudiera tener consecuencias. Hasta el hermano de Caccini, Mateo, le recrimina desde Roma: “qué estupidez dejarse convencer como un palomo por otros palomos [en referencia a Colombe]; por favor, deja ya de predicar sobre estas cuestiones”. Incluso el padre Luigi Maraffi (predicador general de los dominicos en Roma) se disculpaba por carta el 10 de enero: “Enterado del escándalo, he sentido un infinito disgusto”.
No obstante, el príncipe Federico Cesi (director de la Accademia dei Lincei), sabiendo que su amigo Galileo sigue dándole vueltas al modo de interpretar las Escrituras, le escribe el 12 de enero aconsejándole cautela ante “esos enemigos del conocimiento” y le traslada la opinión del cardenal Belarmino sobre Copérnico: lo tiene por “herético”, pues “el movimiento de la tierra es, sin lugar a dudas, contrario a la Escritura” y siempre ha tenido la duda de consultar a la Congregación del Índice para prohibirlo.
Le advierte Cesi del cuidado que debe tener en su posible respuesta a Tommaso porque puede despertar a la Congregación del Índice y, como consecuencia, correr el riesgo de que se  prohíba el Copérnico. Le aconseja centrarse, más bien, en el odio manifestado a las Matemáticas (“arte diabólico”) y a los matemáticos en general, a los que Caccini solicita “expulsar de todos los estados”. Para ello le sugiere que gente de religión amante de las matemáticas y otros catedráticos de Matemáticas de Italia hagan ruido en Roma. Que difundan que las palabras de Caccini lesionan notablemente este saber, pero siempre -insiste- “sin tocar el punto del movimiento de la tierra”. Con el paso de los años, estas consideraciones que dice Cesi escribir “apresuradamente”, se demostrarán acertadas, denotando el profundo conocimiento que poseía el príncipe de la dinámica romana.
En efecto, la caja de los truenos se había abierto. De hecho, Nicolô Lorini (el de “un tal Ipérnico”), pensando que la Carta a Castelli es una réplica a la homilía mencionada (algo absurdo pues distan un año en el tiempo), escribe el 7 de febrero una carta al cardenal Sfondrati, secretario de la Inquisición en Roma, acompañándola con una copia de la Carta a Castelli en la que él mismo ha subrayado algunas frases “sospechosas”.  
No sé qué pensar sobre las intenciones de esta denuncia informal y secreta de Lorini (protagonista también en nuestro artículo V). Quiero pensar que como él dice “es una acción llena de santísimo celo”, “un amoroso aviso entre yo y usted [el cardenal]”, obligado como buen cristiano, como buen hijo de Santo Domingo y por el bien, “en particular, de todos los teólogos y predicadores”.
Sorprende, no obstante, que en diciembre de 1614 le dijera a Castelli que le pareció un exceso el sermón de Caccini y que, ahora, a comienzos de 1615, tome cartas en el asunto. Aparentemente no quiere iniciar ningún proceso pero, como miembro antiguo de la Orden de los Predicadores, es indudable que sería consciente de lo que ocurriría. Quizás, como dice, siente la obligación moral de advertir que “tengan [en Roma] los ojos bien abiertos en materia semejante [interpretación de las Escrituras] por si hay necesidad de algún tipo de corrección”. Como también es cierto que recoge la opinión de los demás religiosos del convento de San Marcos, los cuales “encuentran [en la Carta] muchas proposiciones que son a la vez sospechosas o temerarias”.
Desde luego, habla a su favor el que en su carta no mencione en ningún momento a Galileo y prefiera echar el problema sobre los hombros de los “llamados Galileanos”, a los que califica de “hombres de bien y buenos cristianos, pero un poco obstinados y duros en sus opiniones” que con “bello ingenio dicen miles de impertinencias que siembran por toda nuestra ciudad”. En fin, quiero interpretar la carta de Nicolô Lorini como la de “un hombre celoso de su Fe” y, en consecuencia, lógica y sin pretensiones destructoras.
Para acabar, repasemos lo que echa en cara a esos “galileanos”. Le preocupa que digan cosas tales como: que ciertas maneras de relatar las Sagradas Escrituras son inconveniencias, que en la disputa de los fenómenos naturales se deje la Escritura en último lugar, que sus intérpretes a menudo se equivocan al exponerla, que la Escritura no debería ser forzada para imponer artículos concernientes a la fe, que en las cosas naturales tiene más fuerza el argumento filosófico o astronómico que el sagrado y divino y, finalmente, que cuando Josué mandó al sol pararse debe entenderse que el mandato fue hecho al primer móvil y no al sol en sí mismo. En suma, que  exponen las Sagradas Escrituras a su manera y en contra de la exposición común de los Santos Padres, además de que pisotean toda la filosofía de Aristóteles. (Continuará)

(*) En julio de 2018 está el capítulo anterior.