sábado, 31 de diciembre de 2016

Galileo, 1616 (I)

Diez años antes, en 1606, con 42 años, todavía explicaba desde su cátedra de la Universidad de Padua el sistema tolemaico (un sistema matemático complejo de deferentes y epiciclos que supone que el Sol gira alrededor de la Tierra). Aunque quizás llevara ya años convencido de la verdad de la teoría copernicana (la Tierra gira en torno al Sol), como parece deducirse de la carta dirigida a Kepler en agosto de 1597 justificándose por no hacer público su copernicanismo.
Lo cierto es que ya desde 1605 había convertido la observación y la experimentación en el fundamento de su ciencia. Con este método, mediante observaciones astronómicas con el telescopio que él mismo inventa en 1609, realiza una serie de descubrimientos que le llevan a escribir el Siderius Nuntius (El mensajero celeste, según alguna traducción), publicado en Venecia en marzo de 1610 y dedicado al Gran Duque de Toscana Cosme II de Médicis.
            Escrito en latín y dirigido por tanto a un público culto, da noticia -entre otras- del descubrimiento de los satélites de Júpiter, sus cuatro “lunas”, a las que bautiza con el nombre de Planetas Mediceos. Descubrimiento que mostraba que la Tierra no era el centro de todos los movimientos; lo que, según Brandmüller, causó un impacto social análogo al de la llegada del primer hombre a la Luna. Pero el libro es, a la vez, la primera prueba pública de que se adhiere al sistema copernicano
            Es acertado suponer que este “bestseller” le trajo la estima de muchos y la enemistad de otros tantos, pues el éxito va acompañado siempre de la envidia. Pero en este caso había algo más, estaba el hecho de que en el libro se aceptaba como cierto el sistema copernicano, lo que contribuyó a que a los envidiosos se les unieran los que no compartían esa teoría.
            No perdamos de vista que la teoría heliocéntrica (propuesta ya por Aristarco de Samos en el siglo III a.C. y no demostrada hasta 1684 por Newton) cobró actualidad en 1543 con la publicación del libro de Copérnico De revolutionibus orbium celestium y que, desde entonces, el mundo académico andaba dividido. Por un lado, los defensores de la astronomía de Tolomeo; por otro, los copernicanos. E, incluso, en algunas Universidades (como la de Salamanca) se explicaban simultánea e indistintamente ambas teorías, aunque con el tiempo prevaleciera sólo una de ellas.
A este clima de simple discusión académica contribuyó el que en el prólogo de De revolutionibus figurara que la teoría expuesta era tan sólo una “hipótesis”. Palabra que (sugerida por el predicador luterano Osiander, amigo de Copérnico) permitió sortear con éxito el escollo del pasaje bíblico de Josué (Jos 10, 13) con el que Martin Lutero atacó a Copérnico cuatro años antes de su publicación. No obstante, como veremos, la sombra de Josué iba a ser alargada.
            Por otra parte, en ese principio de siglo XVII, en el que Galileo publicaba su Siderius, hacía su aparición la ciencia útil en contraposición -explica S. Drake- a la ciencia pura. La experimentación frente a la razón, el saber qué hacer la próxima vez frente a la comprensión de las causas de las cosas. La búsqueda de leyes frente a la búsqueda de causas.
La filosofía natural aristotélica, con su colección de conclusiones, se enfrentaba a un método, en el que iba a sobresalir Galileo, fundamentado en la experimentación y las matemáticas, ajeno a todo sistema cerrado. Quizás por ello, sus primeros enemigos fueron los eruditos de Pisa (nadie es profeta en su tierra). En el otro lado estaba Kepler (que desde 1601, tras la muerte de Tycho Brahe, era matemático y astrónomo en la corte del emperador Rodolfo II), que lo llenó de elogios y que, en ese mismo año, publicó su carta copernicana Dissertatio cum Nuntio Sidereo, sobre las observaciones hechas por Galileo. ¡Por fin -debió de pensar el de Praga-, se ha retratado!
Pero a estas alturas, Galileo ya sabía de polémicas. Como pasa también actualmente en universidades donde coexisten dos escuelas, ya había tenido enfrentamientos en la de Padua. Por ejemplo, el provocado a consecuencia de la aparición de una supernova en octubre de 1604. En esta ocasión, basándose en sus mediciones, pronunció tres conferencias en las que echaba por tierra la teoría de Aristóteles sobre las estrellas. De inmediato, Cesare Cremonini (profesor de filosofía en Padua) salió en defensa del estagirita dando lugar a una discusión que continuaría en 1605. Así pues, la polémica suscitada en la Universidad de Pisa, a la que Galileo acababa de volver en ese 1610, no debió de pillarle desprevenido.

Llegados aquí, estimado lector, conviene remarcar que hasta 1610 los enfrentamientos entre los partidarios de las dos teorías son de carácter académico, por no decir científico (aunque cabe) ya que la ciencia tal como se entiende hoy estaba empezando a dar sus primeros pasos (aunque, en opinión de Pierre Duhem, la verdadera revolución científica se dio en el siglo XIV y no en el XVII). Por tanto, la pregunta es: ¿qué sucedió después?, ¿qué pasó para que el año 1616 fuera un año señalado en la historia de Galileo?

viernes, 11 de noviembre de 2016

El tiempo es superior al espacio

Dibujos de dragones, nubes y montañas. Tardes de academias y pediatra. Noches de cuentos y ángeles de la guarda. Frases inocentes para las que sólo cabe “te comería a besos”. La puerta de la casa, que se cierra con todos dentro, no se volverá a abrir hasta la mañana. El tiempo pasa imperturbable. Y llega una noche en la que te acuestas cuando aún brilla la luz en una habitación. Y una mañana, de madrugada, oyes abrir y cerrar la puerta de tu casa. El hijo preocupado por obtener la nota de corte de la Universidad a la que aspira. Los padres preocupados porque su hijo todavía no ha vuelto, “dijo que salía con sus amigos”. ¿Qué hará?, ¿con quién estará? Pero el tiempo pasará imperturbable y, con él, se sucederán nuevos afanes. El tiempo no se para, sólo cambia el espacio.
El espacio es el momento, las circunstancias, el límite que acota la plenitud, el resultado inmediato, el camino corto, el horizonte menor, la estación de escala hacia la meta que nos atrae. El tiempo, en cambio, es la plenitud, lo que mueve a la voluntad a poseerlo todo, el camino largo, el horizonte mayor, la utopía que nos abre al futuro como atractiva causa final. Por eso, el tiempo es superior al espacio. Idea que desarrolla el papa Francisco en su Evangelii Gaudium y que retoma posteriormente, en Amoris Laetitia, aplicándola a la tarea de los padres y a la educación. Y a eso vamos.
Nos habíamos quedado en ¿qué hará el hijo?, ¿con quién estará?  Naturales interrogantes que no deben convertirse en obsesión, porque la gran cuestión -dirá el papa- no es dónde está el hijo físicamente o con quién está en este momento, “sino dónde está en un sentido existencial, dónde está posicionado desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida”. Lo que nos retrotrae a la educación impartida. A la cuestión bipolar entre haber intentado controlar todas las situaciones por las que podía pasar el hijo, que es intentar dominar el espacio, y el haberse ocupado de generar procesos que le permitan desarrollarse en el tiempo. Por eso el papa siempre hace las mismas preguntas a los padres: ¿intentáis comprender dónde están los hijos realmente en su camino?, ¿dónde está realmente su alma, lo sabéis? Y, sobre todo, ¿queréis saberlo?
Frente a esta tensión entre el tiempo y el espacio, entre la plenitud y el límite, que todos llevamos dentro, hay que saber darle prioridad al tiempo. Ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. No obsesionarse con resultados inmediatos, no enloquecer por tener todo resuelto en el presente. Lo que interesa, en cambio, es “generar en el hijo, con mucho amor, procesos de maduración de su libertad, de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica autonomía”. Hacerle ver hasta qué punto le conviene a él mismo obrar el bien. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad. Así tendrá los instrumentos que necesita para saber defenderse y actuar con inteligencia y astucia en circunstancias difíciles.

Giussani decía a la juventud que se acercaba a él: “no es importante lo que consigáis hacer: es decisivo lo que logréis ser”. No importa tanto la hora o la nota de corte, como que llegue a alcanzar la plenitud de la existencia humana. Y esta se logra con el tiempo, no depende del espacio sino al revés. Es un proceso posible y un camino largo donde puede causar daño la cizaña (el enemigo) pero, como en la parábola, saldrá vencedora la bondad del trigo que se manifestará con el tiempo. O, parafraseando a Tatiana Gòricheva, este es el sosiego triunfal del tiempo de Dios que contrasta con el hipertiempo (una dimensión menos, como saben mis alumnos) de nuestro siglo.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Por ser diferente

Escribo con una idea de fondo: agradecer el trabajo de la concejala Martínez Paños. Ella encarna el político al que daría siempre mi voto.
La oposición municipal ha aprobado una moción para que le sean retiradas las competencias de la mujer a la concejal Martínez Paños y no por no defender a la mujer, sino por defenderla de manera diferente. No ha querido ser un peón de esa ideología de género que algunos pretenden imponer como pensamiento único. Una ideología que vacía el fundamento antropológico de la familia.
Desde su amplia perspectiva (licenciada en Derecho, abogada de profesión, madre de familia y, además, política), ha preferido promover a la mujer en cuanto tal, en su esencia, reivindicándola por lo que es y no por contraposición a modelo alguno. Partiendo de la singularidad de la mujer ha intentado situarla allí donde juega un papel esencial e indispensable. Y todo desde el respeto a la voluntad de ellas, sin imposición de modelos, sin eslóganes, contribuyendo a que cada mujer sea lo que ella libremente y en función de sus aptitudes, capacidades y circunstancias decida ser.  
Así pues, no han querido apartarla por incapacidad, sino por no querer comulgar con las ruedas de molino que impone la ideología citada. Martínez Paños es un ejemplo peligroso de cómo se pueden hacer las cosas de otra manera. Y han ido a por ella. No con grandes discursos, ni con proyectos por la mujer, sino con lo de siempre: el aborto y la Ley Aído. La ideología de género no acepta que una dirigente esté en contra del aborto. Menos aún que se atreva a afirmar, como lo hizo Martínez Paños, que “el aborto es una forma de violencia contra la mujer”. La dirigente, por principio ideológico, debe ser abortista; debe contemplar el aborto como algo neutro, como un acto indiferente en la vida de una mujer.
Esta ideología tampoco acepta que no se aplauda hasta con las orejas la Ley Aído. Y porque Martínez Paños hace todo lo posible para que las mujeres no tengan necesidad de esa Ley, le acusan de ir contra la legitimidad. Como si fomentar el cálculo mental entre los niños supusiera ir contra las nuevas tecnologías. Como si la única forma de defender a una mujer embarazada sea ayudarle a abortar, que es a lo que da derecho esa Ley.
No pretendo entrar en el debate sobre aborto sí o aborto no, sólo intento exponer algunos puntos que muestran lo más grave de todo esto: la imposición de pensamiento único que trae esa ideología. Imposición que impide la libertad de expresión, acusando de fanático o fundamentalista al que opina lo contrario.
La ideología de género, como todo pensamiento único, empieza negando la libertad de expresión y acaba prohibiendo la libertad de acción. Se le acusa de colaborar con la asociación “Red de Madre” (asociación que ayuda a las mujeres que con dificultad social o económica desean llevar a término su embarazo y de la que Martínez Paños fue presidente-fundadora) que dicen que ha sido denunciada porque sus asociadas pasean por la calle del Muelle informando sobre alternativas al aborto. Les acusan de agredir con el rosario (carcajada del que sabe cómo hacen hoy los rosarios) o hacer violencia al celador de la entrada. Falso. Y, en consecuencia, las ideólogas de género pretenden que no pisen esa calle. Pero, ¿en razón de qué les niegan la libertad de movimiento? Además, ¿a dónde ir a informar si no es en esa calle? ¿Hay algún otro abortorio oficial?

Finalmente y a pesar de este ataque, Mari Ángeles Martínez Paños podrá seguir promoviendo a la mujer. ¡Qué suerte tienen las que con ella se encuentren!

sábado, 4 de junio de 2016

Creación y mundo (II)

La fe es un don que hay que agradecer y trabajar, con esfuerzo y ayuda de la gracia, hasta alcanzar el límite de la unidad de vida. Tiene la fe un nombre: Cristo. Por eso, la característica de la espiritualidad cristiana es ir creciendo hasta configurarse plenamente con él. Orientarse, cada vez más, según la “lógica de Cristo”. Esta lógica está desarrollada en su “revelación”. Por eso pudo decir Guardini que con ella las cosas regresan a su lugar.
Escribí el anterior artículo motivado por la alegría de ver que “las cosas regresan a su lugar”. Y porque no supe expresarlo, hoy escribo otro. Tenía necesidad de contar la alegría que me supuso saber que alguien con autoridad (moral e intelectual) devolvía la “creación” al lugar que tenía cuando siendo niño empecé a dar los primeros pasos en la fe. Las cosas regresan a su lugar. Nada de aquellos años ha dejado de iluminarse y, ante cada nuevo fogonazo, desbordo de alegría.
La “alegre noticia” se va conformando. Una pieza aquí, otra allá, va adquiriendo forma, sentido, en medio del misterio. Vivo en un estado de ánimo semejante al del matemático que vislumbra que su investigación va en la dirección correcta. Incluido el sentimiento de inquietud que provoca la mera  posibilidad de no llegar a tiempo de encajar todas las piezas. No, no se trata de entenderlo todo. Conozco mis limitaciones. Se trata de pensar por mi cuenta los pensamientos de Dios. Aprender a pensar como Él. Y si, en su maravillosa pedagogía, comenzó por la “creación”, fue por algo, fue porque “la verdad no la crea el hombre por sí mismo, sino que la recibe respetuosamente de la creación de Dios”.  
Durante años, hablo de mis años y desde mi ignorancia, la verdad de la “creación” ha sido como silenciada. Por más que ya en 1950 -por citar algo que tengo a mano- el Papa Pío XII escribiera en su encíclica Humani Generis algo tan evidente como que “la evolución presupone la creación”, la gente sólo se atrevía a considerarla como un cuento. La Edad Moderna rechazó al Creador por tan largo tiempo que acabó olvidándolo, dice Guardini. Olvido de Dios, decía el Papa Benedicto XVI. Lo que es una prueba más de la importancia de realizar una buena catequesis de la creación.
Entenderá ahora, querido lector, mi alegría cuando el Papa Benedicto XVI reivindicó la importancia de la misma. Así como la que supuso leer la encíclica Laudato si’. La urgencia imprimida en las palabras del primero pedía algo más, quizás la fuerza de una encíclica. Y ahí estaba. 
Cuando escribo estas líneas, ya se ha hablado mucho sobre ella. Por suerte, después de las primeras críticas -internas, sobre todo- al Santo Padre tanto por la conveniencia del tema como por su contenido, han aparecido los que -en mi opinión- aciertan en considerarla una encíclica profética que continúa el magisterio -y hasta lo completa- de sus más inmediatos predecesores (Benedicto XVI, san Juan Pablo II, beato Pablo VI, …).  El Papa Francisco no se sube al carro de la ecología para hacer un guiño a nadie, sino que sigue en el camino que el Pedagogo divino inició hace más de cien mil años, “en el principio”.   
No se pone del lado de ninguna teoría científica que, incluso es cuestionada por algunos científicos. No da pie a otro caso Galileo. Lo que hace es aprovechar una hipótesis, extendida entre la mayoría y que preocupa desde hace tiempo a las Conferencias Episcopales, para recordar una verdad fundamental: la creación divina. El mundo como obra de Dios.
Recordar, en el sentido bíblico, es actualizar las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. Una historia que es consecuencia del amor de un Padre Creador. Un acontecimiento que no es sólo un “ayer”, sino también un “hoy”. Su mano sigue estando presente hasta en el menor de los seres; hasta el último ser lleva impresa su divina huella. Hasta el bosón de Higgs la lleva.
Volviendo al inicio de este artículo: la fe significa ponerse a sí mismo dentro de este orden. Reconocer que el mundo es propiedad de Dios, quien lo confió a la responsabilidad del hombre. Sólo así las cosas regresarán a su lugar. 

lunes, 30 de mayo de 2016

Creación y mundo

En algún momento que no logro recordar, Benedicto XVI llamó la atención sobre la necesidad de una catequesis sobre la Creación. La consideraba un tema prioritario para el hombre de hoy. Y algo de ello hay en el segundo capítulo de la encíclica Laudato si’ del Papa Francisco. Una petición del entonces Papa que se me ha hecho presente después de leer una conferencia de Romano Guardini: Sobre el sentido cristiano del conocimiento.
Vivimos un tiempo en el que la mayoría de los cristianos no piensan de manera cristiana. A menudo, no lo hacen ni cuando piensan en cosas cristianas. Dura y certera afirmación que señala una de las causas del retroceso del cristianismo en Europa, continente en el que se da la gran contradicción de que la mayor parte de su gente se proclama cristiana pero que -como continente- no gusta ya del tal apelativo y hasta niega que estuviera un día en las raíces de su origen.
No es que haya una sola manera de pensar en cristiano pues, como escribe el Papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia, mientras que el Espíritu no nos lleve a la verdad completa es posible “que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina cristiana o algunas consecuencias que se derivan de ella”. Por tanto, cuando escribo que no piensan en cristiano estoy diciendo que no lo hacen de ninguna manera.
Recuerda Guardini que la palabra “convertíos” de Jesús no se refiere sólo al hacer, sino también al pensamiento. También el pensamiento se ha de convertir. Pero “no en el sentido de que el hombre deba tener pensamientos relativos a la fe cristiana, sino que debe pensar cristianamente sobre el mundo”. Pensar en cristiano llamamos a esto. Porque parece que cuando el cristiano piensa el mundo lo hace como el que no cree.
¿Cómo piensa el mundo aquel que no cree? Lo piensa como naturaleza; esto es, como algo que está ahí y en lo que el hombre está inserto. Algo “sobre lo que el hombre no puede preguntar qué hay detrás o qué hay más allá”. Como un universo frío -escribe Guardini- regido por fuerzas mudas, por el que vuela una bolita (Tierra) en la que en un determinado momento apareció un moho (vida) y por la que se mueven unos seres diminutos (hombres); una bolita que dura sólo unos momentos, pues se enfría, el frío congela la vida, y todo se ha acabado.
En tal estado de la cuestión, Guardini sugiere una primera conversión, un giro básico del pensamiento para “no pensar el mundo como naturaleza, sino como obra, obra de Dios”. Y al llegar aquí recordé a Benedicto XVI y la Creación. No es pues un tema más para los niños que van a catequesis con vistas a recibir la primera Comunión, sino el punto de apoyo de todo pensamiento cristiano adulto con vistas a “adentrase en la luz que alberga el mundo, por obra del Creador”.
No es de extrañar que el hombre de hoy mantenga cierta aversión a la palabra creación. A menudo, maestros ideologizados o tan solo ignorantes la contraponen a la palabra evolución y, por este motivo, ya desde la juventud, muchos cristianos consideran la Creación sólo para sus cosas de fe, pero no para enfrentarse al mundo; la fe se convierte en una isla que permite hacer afirmaciones pero que no sirve para pensar el mundo. El conocimiento deja así de ser cristiano.

En la encíclica citada, el Papa Francisco también recuerda que decir creación es más que decir naturaleza, “porque tiene que ver con un proyecto de amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado”. Y apunta de nuevo hacia la primera conversión que sugería  Guardini. “La mejor manera de poner en su lugar al ser humano (…) es volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo”. Una propuesta que deja claro que la mejor manera de hacer las cosas es hacerlas pensando en cristiano. Y la Creación es un hecho esencial en este pensamiento.

domingo, 8 de mayo de 2016

Salir fuera

En matemáticas se dice que para resolver un problema hay que salir del planteamiento concreto del mismo. Mirar desde fuera. Salir, como en esas escenas cinematográficas en las que el personaje central parece abandonar su propio cuerpo para contemplar la representación que él mismo está protagonizando. Es al salir fuera de uno (que es el problema) cuando se es capaz de comprender algo nuevo (la solución o el camino para encontrarla). Pero, claro, para poder salir tiene que haber algo fuera, que en el caso de las matemáticas es el conocimiento y el bagaje matemático que uno tiene.
Tengo para mí que en la vida sucede algo análogo. Y si, como decía el profesor Leonardo Polo, el hombre es un solucionador de problemas, esta analogía se hace bastante precisa. Hay problemas en la vida, esos de los que decimos que sólo nos pasan a nosotros o ya quisiera ver yo quien lo pasara o no se lo deseo a nadie, que están pidiendo a gritos que salgamos fuera. Y lo mismo puede decirse de otros tantos problemas sociales. Unos y otros proclaman la necesidad de salir fuera. A la vez que encuentran la misma dificultad: ¿a dónde?, ¿existe eso que usted llama “fuera”? o ¿existe algo fuera de este mundo?
Una frase de la madre de Luigi Giussani permite dar respuesta a lo anterior sin necesidad de diatribas filosóficas. Su exclamación en una mañana de Pascua: “¡Qué bello es el mundo y qué grande es Dios!”. Su primera parte (¡qué bello es el mundo!) resume todo aquello a lo que se llega mediante la libertad humana, incluido -como diría Guardini- el sentido de lo religioso y su misma experiencia. Aquello que, desde la cima del Everest, hizo exclamar a Mallory: “la solución está en los cielos”. Todo aquello que es en el mundo que nos movemos y que, por tanto, no supone salir fuera. Su segunda parte, en cambio, se refiere a la libertad de Dios que penetra en la historia y a la respuesta libre que da el hombre ante este hecho. Y esta relación entre el mandato de la revelación (Dios hecho hombre) y la obediencia de la fe es el “único acto de auténtica trascendencia respecto al mundo”. Esto sí que es salir fuera, porque un mandato así no puede darse nunca a partir del mundo.
En conversación amistosa con alguien abrumado por un motivo concreto, tuve que decirle que estaba limitado por su falta de trascendencia. Lo mismo que sucede a otros tantos para los que sólo existe lo que pueden tocar o razonar. Pero lo real es más grande, mucho más, que la medida que le adjudica la razón. Como decía Newman, el mundo real abarca lo temporal y lo eterno, pero todavía queda lo que él llamaba irreal. Basta un chispazo de la sabiduría divina, sólo uno, para encontrar solución a lo que son “problemas temporales”
 En un mundo que habla tanto de abrir la mente, se echa de menos abrirse a la luz del amor divino. Al pensar en los jóvenes a los que por decreto se les va a mantener en la ignorancia de toda trascendencia y, más en concreto, en el desconocimiento de la revelación que heredaron sus padres, surge espontánea otra exclamación: “¡no tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo, no le temáis!”. Del mismo Juan Pablo II que afirmaba que “el hombre no se conoce a sí mismo”. Porque si se conociera sabría que la participación en la vida divina es un don que no tiene límites pues estamos hechos para amar, creados para el Amor que es siempre un salir fuera.
Curiosamente, al considerar esta trascendencia y, más en concreto, la revelación, es cuando descubrimos el desconocimiento que tenemos de nuestra propia naturaleza. Pues si la naturaleza humana es tal que Dios la adoptó para encarnarse, si él  mismo cupo en ella, ¿de qué infinitas posibilidades podemos llegar a hablar?

Desde luego que salir fuera no es consejo baladí. 

sábado, 13 de febrero de 2016

Dives in misericordia (I)

Así comienza la encíclica que san Juan Pablo II escribió (30 de noviembre de 1980) sobre la misericordia divina. Son palabras que san Pablo escribió a los efesios: “Dios, que es rico en misericordia …” (Ef 2, 4), y que en este año, que su santidad el papa Francisco ha proclamado Año de la Misericordia, conviene recordar.
            Evidentemente, ir a los textos de los santos padres o al Diario de santa María Faustina Kowalska (La divina misericordia en mi alma), que fue la gran Apóstol de la Divina Misericordia en nuestro tiempo, sería más enriquecedor que leer este artículo. Pero escribo también para mí, pues esta es la forma que tengo de conocer, vivir y recordar este especial atributo de Dios que quiero, a la vez, compartir con otros corazones humanos que, como el mío, intentan desvelar su auténtica vocación, su camino, en medio de un tiempo que por tan intenso es difícil de abarcar y, más aún, de comprender. Quizás sea ya tarde para mí, aunque “nuca es tarde”.
            Claramente, el objetivo no es meditar en abstracto el misterio de Dios Padre de la misericordia, sino recurrir a esta misma misericordia. Contar con ella en nuestro quehacer ordinario y, para ello, quizás debiéramos empezar por saber en qué consiste. Aunque, quizás, lo más difícil sea saber cómo y cuándo aplicarla. Por ejemplo, en un mundo tan legalista como el nuestro, resulta difícil aunar la justicia con la misericordia. La justicia aparece como un obrar correcto, mientras que la misericordia parece ser signo de debilidad. ¿Es realmente así?
            Pero hay más, si hasta aquí he dado por supuesto que la palabra misericordia resume algo bueno, no hay que olvidar -observa san Juan Pablo II- los prejuicios que algunos tienen en torno a ella, pues la perciben principalmente como “una relación de desigualdad entre el que la ofrece y el que la recibe”. Por lo que están “dispuestos a deducir que la misericordia difama a quien la recibe y ofende la dignidad del hombre”. ¿Qué decir ante esto?
            Y, sin embargo, debe ser algo bueno, porque “Jesucristo ha enseñado que el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a usar misericordia con los demás: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. La Iglesia, por su parte, lleva tiempo insistiendo en ello. Ya en épocas lejanas estableció las obras de misericordia, quizás para ayudarnos a concretar a los más zotes. ¡Cuántas veces las hemos repetido de carrerilla! Son catorce, siete espirituales y siete corporales,…, decíamos.
¿Perdonar al que nos ofende?, ¿sufrir con paciencia los defectos del prójimo?, ¿visitar a los enfermos?, ¿dar de comer al hambriento?, ¿dar posada al peregrino?, ¿vestir al desnudo?, ¿visitar a los encarcelados?,…, son algunas de esas obras que la Iglesia recomienda y que de continuo me interrogan. Obras para las que siempre encuentro excusas. Y de esta manera me pierdo una bienaventuranza que -al decir de san Juan pablo II- es particularmente elocuente, ya que “el hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo”.
Me preguntó mi hijo qué era la misericordia. Le dije que era compadecerse ante el dolor ajeno, comprender a los demás y hacer algo por ellos. Llegué tarde. San Juan Pablo II ya había escrito: “El significado verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre”.
Y entendí que, “aunque [esa mirada] sea la más penetrante y compasiva”, la misericordia sólo es completa (se manifiesta) cuando va acompañada de la acción o de la oración ante cualquier “forma de mal”. Esto es, se revela siempre “como una prueba singularmente creadora del amor” que “vence con el bien al mal”. Esta es la misericordia en el mundo: crear amor ante cualquier problema o prueba. Y esto, en el mundo, conlleva siempre tiempo y cabeza.
Pero, como no todo parece blanco o negro, ¿no es verdad que hasta esa mirada “penetrante y compasiva” se difumina por la duda? Que si “esos pobres son una mafia”, que si “lo que no quieren es trabajar”, que si “ellos hicieron lo mismo”, que “si van a quedarse con el dinero que aportamos”, que si “al enemigo ni agua”, que si “el que la hace la paga”, que si “es la única manera de progresar”, que si “quieren tener al instante los derechos que nosotros conseguimos con el esfuerzo de muchos años”, que si “antes debo pensar en los míos”, que si “no se adaptan”, que si “hay algunas de esas obras de misericordia que ya no se pueden practicar en nuestro tiempo”, que si, que si, que si, ( …).

Cuando éramos niños todo parecía más sencillo, nos enseñaron a tener esa mirada “penetrante y compasiva” con los pobres, enfermos y demás necesitados. Todo parecía blanco o negro. Ahora, en cambio, distinguimos entre pobres y pobres, entre enfermos y enfermos, entre necesitados y necesitados, o lo que es lo mismo, no sabemos ver quién es pobre, quién enfermo o quién es necesitado. Todo es gris y la monotonía del espectro nos paraliza. Pero no quiero indagar en las causas de este oscurecimiento (que algunos confunden con un maduro discernimiento), sino averiguar qué se perdió en el camino y, por eso, deseo considerar de nuevo aquellas enseñanzas recibidas.

domingo, 24 de enero de 2016

Fueron pastores

Uno de los oficios más antiguos, y de los más humildes, debe ser el de pastor. Entrañables historias del Antiguo Testamento tienen su origen entre rebaños de ovejas. También el Nuevo Testamento comienza con una historia de pastores. Un oficio mal visto en aquella época, propio de gentuza e ignorantes. Y quizás sea por esto, por ser un oficio para menesterosos, por lo que la Buena Noticia (el Evangelio) se dio a conocer primeramente a ellos. Lo expresa muy bien Kierkegaard cuando dice que lo que convierte el anuncio de los ángeles en propiamente un evangelio (una buena noticia) es el “estar dirigido a los afligidos”. Porque los sanos, los fuertes o los dichosos no necesitan de buenas noticias que cambien sus vidas. Sólo los afligidos esperan una buena noticia. Pero, acaso, todo hombre o toda mujer ¿no es a su modo un afligido?, ¿acaso no está necesitado de algo? Sólo el autosuficiente no echa en falta nada, le sobra toda buena noticia, ¡hasta el Evangelio le sobra!  
Me he desviado de mi argumento, ya que esto va de pastores. No es la primera vez. Hasta esta mañana pensaba escribir sobre el “Humanismo pleno”. Fue después de un entierro cuando decidí cambiar de tema. Dijo el sacerdote que el fallecido (Enrique) había comenzado trabajando de pastor. Y, si sólo hubiera oído eso, ahora estaría escribiendo sobre el “Humanismo pleno”. Pero sucedió que, antes del “id todos en paz”, una familiar leyó una “Oda al padre” que sólo al finalizar la lectura supe que había sido escrita por el propio fallecido. Y digo “al finalizar la lectura”, porque mientras escuchaba creía saborear la oda de algún poeta clásico (Fray Luis de León, Garcilaso, …), de algún literato famoso (Víctor Hugo, Manzoni, Tasso, Neruda,…) o de algún filósofo influyente (Agustín, Tomás, …). Pero era de Enrique, aquel que comenzó siendo pastor.
Cantar (que eso es una oda) alabanzas al padre en un mundo que ha deconstruido la figura paterna hasta hacerla prescindible supone una bocanada de aire fresco. Remarcar sus cualidades en una sociedad habitada por padres desorientados, que no saben cuál es su papel, es una necesidad.
Y, es que, toda familia necesita al padre, que transmita al hijo que lo que de verdad importa en la vida es un corazón sabio; que le enseñe lo que no sabe y le corrija los errores que no ve (sin descorazonar); que le haga  sentir un afecto profundo y discreto; que dé testimonio de rigor y de firmeza aun cuando el hijo prefiera sólo complicidad y protección. Un padre presente (no ausente) “cercano a su mujer -dirá el Papa Francisco-, para compartir todo, (…) cercano a los hijos en su crecimiento: cuando juegan y cuando se comprometen, cuando están despreocupados y cuando están angustiados, cuando se expresan y cuando están taciturnos, cuando se atreven y cuando tienen miedo, cuando se equivocan y cuando vuelven a encontrar el camino”. Un padre al que el hijo pueda encontrar cuando vuelva fracasado. Un padre que, como decía Enrique, enseñe a sus hijos a cumplir con el deber.
Hasta hoy ese “fue pastor” lo he relacionado con un gran matemático (Manuel) fallecido en 2013. Un hombre de fe profunda que llegó a crear toda una escuela famosa a nivel internacional por ir a la vanguardia del Análisis Funcional. Me deslumbraba su sencillez en medio de tanta celebridad. A lo que sumaba que fuera un hombre que practicara su fe.  
Desde hoy ese “fue pastor” implica dos nombres. El de Manuel, por cuyo apellido son conocidos varios teoremas matemáticos. Y el de Enrique, cuyo nombre no aparece en texto alguno, pero cuya “Oda al padre” esconde la sabiduría de los siglos, el sabor que algunas ideologías pretenden suprimir. Ambos, porque fueron fermento de la Buena Noticia con su quehacer temporal, son ejemplos de ese “Humanismo pleno” del que ya otro día escribiré.