En los anteriores artículos hemos visto la
necesidad de intentar entender el mundo de hoy para poder transformarlo, la
pretensión institucional de olvidar la aportación del cristianismo a la
construcción de Europa y, por último, la contribución de la fe como guarda de
la razón. Llega ahora la necesidad de poner fecha y contenido al origen de las
ideas que hoy prevalecen.
Aunque nada surge de modo espontáneo, de hoy
para mañana, que todo necesita de un periodo de incubación, si hubiera que
poner fecha al origen de las ideas actuales no dudaría en situarlo en el siglo
XVIII. Ideas que se acentuarán en el siglo XIX, que se desestabilizarán en la
primera mitad del siglo XX y que, reconvertidas en su segunda mitad, son las
que dominan este comienzo del siglo XXI.
Es a finales del siglo XVIII cuando dos
acontecimientos, la independencia de EE. UU. y la revolución francesa, devolverán
al presente un sistema de gobierno ausente durante más de dos mil años: la
Democracia. Pero es también el siglo de la Ilustración (hija del Renacimiento y
de la Reforma alemana). Con ella surge el liberalismo político y la creencia en
el progreso indefinido de la humanidad, como efecto directo e inmediato de la
“ilustración” del pueblo [RCG]. Es también el origen de las religiones
políticas y la base de la modernidad ideológica (liberalismo, nacionalismo,
marxismo, positivismo y cientifismo) que hoy padecemos. Por todo esto, como
escribió Yepes Stork, entender el presente es entender la Ilustración. Y al
revés, no entender la Ilustración es no entender el presente.
No es aventurado afirmar que el presupuesto
fundamental del que derivan las ideas ilustradas es la pérdida del sentido
trascendente de la vida, o sea, la secularización del pensamiento [RCG]. Ya,
Blake, en aquel tiempo, afirmará que la Ilustración es un oscurecimiento del
espíritu. No olvidemos que el encuentro del cristianismo con el filosofar
griego (al que cristianizó), invirtió los términos haciendo del hombre una
criatura de Dios y como tal, llamado a la trascendencia [LS], sustituyendo así
el inmanentismo clásico por el pensamiento trascendente.
Esta secularización tiene doble cara: por un
lado, la positiva desclericalización del
mundo teocrático medieval, es decir, la autonomía del poder político con
respecto a la religión; y, por otro lado, la secularización fuerte, es decir,
el proceso por el cual el hombre rompe con Dios y se erige como centro de todo,
y rechazando el culto a Dios erige el de la Humanidad, lo que Mariano Fazio
llama “religiones sustitutivas”, recordando la tesis del historiador británico
Christopher Dawson: toda civilización se sustenta en los pilares de la religión
[POS]. De hecho, la revolución francesa, como más tarde Compte, sustituirá a
Dios por la Razón, la Cruz por el árbol de la Libertad, la Gracia de Dios por
la Razón del Hombre y la Redención por la Revolución. Toda una nueva religión.
Con este punto de partida (el olvido de Dios),
es fácil comprender que el pensamiento moderno se centre en el hombre, en la
antropología. Pero es un hombre que, al vivir su vida, no cuenta ya con un
criterio objetivo, una norma o un fin que le oriente. Que es el drama del
hombre actual. (Continuará).