miércoles, 6 de enero de 2010

Tarde de Reyes Magos

Tarde de Reyes Magos

Cada uno tiene sus fiestas preferidas, las mías son las de Navidad. Hasta el punto de que, en estos días, se me hace difícil escribir sobre algo distinto. Y, ¡miren que el nuevo piloto de la Unión Europea da de sí! Pero hoy no quiero hablar de capitanes intrépidos, sino de Reyes.

Escribo Reyes, aunque en la fuente principal, el evangelio de Mateo, leo “magos que llegaron del Oriente”. Y así es como prefiero verlos, como magos. Porque esa palabra designaba a los hombres de ciencia en aquellos tiempos. Quizás porque guardaban en secreto las causas de su saber, de tal modo que el cumplimiento de sus predicciones, así como algunos de sus experimentos, parecían cosa de magia.

Pero no eran más que hombres de ciencia, dedicados al estudio, preferentemente a la astrología y que, por ello, eran muy apreciados por reyes y gobernantes. No tanto por la ciencia astronómica en sí misma, como por las consecuencias terrestres que a ella le atribuían. Los magos decidían los comienzos de las guerras, pronosticaban pestes e intuían tiempos de bonanza. Lo necesario para que el poderoso se hiciera más fuerte aun con el riesgo de equivocarse. Oficio que perduró en Europa hasta bien entrado el siglo XVII y que dio de comer a científicos tan célebres como Kepler. Después pasaron a llamarse matemáticos imperiales, que suena ya a algo más racional y menos enigmático. Y eso entiendo que eran mis queridos Reyes Magos. Más astrónomos que astrólogos, más matemáticos que adivinos.

Mis hijos me preguntan si existen los Reyes Magos y les respondo: existieron. Porque la historia de estos magos que llegaron a Jerusalén desde el Oriente es tan real como la propia Nochebuena. Sucedió en tiempos de Augusto, en los días del Rey Herodes. Y llegaron preguntando: “¿dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?”.

Cuesta pensar que habiendo recorrido cientos de kilómetros siguiendo la estrella, la pierdan precisamente antes de llegar. Pero así es la vida del científico, o eso creo, que después de días y días de progreso puede llegar un momento en el que parezca que el trabajo ha sido infructuoso. Y es consuelo en mi trabajo el que vuelvan a verla: “y la estrella que habían visto en Oriente les precedía, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el Niño”. Algunos posibles teoremas han quedado en el camino, pero la consecución de otros ha llenado el vacío de aquellos. Y hemos avanzado.

Con todo, aquella pregunta formulada ingenuamente a Herodes, desencadenó el “drama de Belén”, muchos niños inocentes perecieron, para recordarnos que la ciencia no es indiferente. Y parece converger con la opinión que, en pleno siglo XX y después del bombardeo de Iroshima y Nagasaki, expusiera el padre de la bomba atómica: “ya no se puede decir que los matemáticos no conocen el pecado”. Porque una ciencia sin ética es como una bomba que el tiempo hará estallar. Y al pensar en la ciencia no lo hagamos sólo en la Física o en las Matemáticas, pensemos también en la medicina, la economía y tantas otras.

Muchas verdades se encierran en aquel viaje de los magos de oriente que postrados ante el Niño le adoran, tal y como contemplo, ahora mientras escribo, en la felicitación navideña que he recibido de nuestro presidente Barreda. Ha tenido gusto y conciencia del hecho histórico, no como otros.

Mis hijos me preguntan si creo en los Reyes Magos y les respondo que sí. Creo que, cada año, en la tarde del cinco de enero, después de la cabalgata de reyes, me esperan en casa sus regalos. No sé si los han depositado sus pajes o ellos mismos, pero sé que a ellos se los he de agradecer. He ido a casa corriendo desde la calle Ancha. Como, después de abrir los regalos, corro ante el Belén para ver cómo dejan sus cofres a los pies del Niño y le ofrecen oro, incienso y mirra. Entonces me pregunto si eran tres, pero otro interrogante hace olvidar al anterior: ¿qué le regalaré al Niño el próximo año?

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