martes, 18 de mayo de 2010

La aparición del hombre vulgar (18-05-2010)

La aparición del hombre vulgar

La dificultad en escribir el artículo de hoy responde a la premisa autoimpuesta de no hacerlo sobre política. ¿El motivo? Quizás porque he leído demasiados artículos certeros sobre la situación actual, empezando por el del profesor Juan Velarde en la página tres del ABC del jueves pasado. Quizás porque mi vida vaya por otros derroteros, porque hay ocasiones en que la vida ordinaria del hombre vulgar que soy hace que considere absurdo perder el tiempo intentando argumentar para aquellos que no requieren de argumentos, que no es la razón lo que les mueve sino la pasión por un color.

La aparición del hombre vulgar, créanme, produce estragos. Te baja de la perfección de lo abstracto a un mundo donde la imperfección es sinónimo de normalidad, una normalidad que se erige como derecho. “Tengo derecho a ser normal”, se dice, significando con ello que nada extraordinario le es exigible. Hasta llegar al punto en que lo normal parece extraordinario Y, entonces, lo amorfo cobra vida y el hombre se desdibuja en la masa. Porque esta es la tendencia vulgar del hombre: confundirse con la masa. Pero no es la tendencia normal, pues en todo hombre y mujer hay algo que tira para arriba, que lo saca de uno mismo y lo catapulta hacia los demás.

Un tirón, por así decirlo, que se deja notar con vehemencia desde la juventud y que pierde tensión ante la falta de respuesta. Falta de tensión o flojera que no se corresponde necesariamente con la edad. Recuerdo, por ejemplo, a Nicolás Kao Shi Qian, sacerdote católico desde los 37 años, que a los 75 se unió a la comunidad trapense de Hong Kong y a los 100, en 1997, hizo los votos perpetuos, para dejar esta vida a los 110 años. Rezaba a diario por la paz del mundo y, con más de cincuenta años, construyó seis capillas y tres grandes templos dedicados a la Madre de Dios. O, sin ir tan lejos, me viene a la cabeza el misionero de Malí que, después de haber sido intervenido quirúrgicamente en Albacete, vuelve con 78 años a aquellas tierras en las que ya lleva cuarenta y ocho.

Y aunque estos ejemplos puedan parecernos extraordinarios, responden a algo normal: no se puede ser feliz sin la felicidad del otro. Pero la vulgaridad no los puede aceptar porque entiende por normal lo que es defectuoso, lo imperfecto. Se encuentra más cómoda entre la falta de compromiso y de exigencia. Quizá ese sea el motivo por el que se ataca siempre al que sobresale. Sucede en las aulas, donde el estudiante ejemplar debe soportar el vacío de los mediocres y, aún más, su ataque. Y lo mismo se puede decir de la vida social. Y si hoy triunfan socialmente los mediocres es porque no inspiran envidia ni remueven los fantasmas de la conciencia, los tirones de la primera juventud.

Y así estoy hoy, luchando entre la comodidad de esconderme en la vulgaridad y el tirón de lo auténticamente normal. Entre el deseo de buscar la belleza y el bien o de sentarme en el sofá porque “papá está muy cansado”.

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