lunes, 4 de abril de 2011

Frente a la librería (05-04-2011)

Me entretenía mirando los libros expuestos en los anaqueles de una librería, cuando alguien interrumpió mi concentración. Me trató de usted. No tendrá menos años que yo, nos conocíamos. Y, sin embargo, no me apeó del tratamiento. Tiene su empresa, nada me debe, nada necesita de mi o, al menos, eso pienso. Su respeto y sencillez, a la vez, pues me habló de cosas personales, casi me dejan mudo. También es verdad que andaba yo un poco bloqueado mentalmente. Había salido a dar una vuelta por ver si se disipaban las tinieblas que cegaban mi corazón y oscurecían mi mente, aquellas que traen la desesperanza ante las dificultades de la vida, aunque éstas sólo sean teóricas. Quizás las más temidas, pues las prácticas se disipan actuando. Pero el diálogo mantenido me sacó del ensimismamiento, se desvanecieron las nubes y hasta el cielo me pareció más azul. Era una tarde de primavera.

Tras la despedida, me acordé del Sapo de Kenneth Grahame, personaje de su libro “El viento entre los sauces”, un libro catalogado de infantil o juvenil que, como tantos libros con la misma catalogación, muestra las esencias de la vida de manera sencilla y accesible, tan sencilla y accesible que a los adultos nos parecen una simplicidad, y quizás sea este el motivo por el que nunca estamos en lo esencial. Es fácil atribuir el carácter de simple a lo sencillo. Y, así, por la sencillez de su evidencia, hasta el Teorema de Bolzano puede resultarnos simple.

Su Sapo es un personaje que pasa del desánimo al optimismo con gran rapidez. Sólo participa de los extremos. Cuando lo justo es que la tensión entre ambos lleve al equilibrio. Ante la dificultad, el Sapo dice: “esto es el final de todo”. Superada la prueba, el Sapo se hincha de orgullo y engreimiento y avanzando con la cabeza bien alta se dice: “¡qué sapo más listo soy!, ¡seguramente no hay en todo el mundo un animal que iguale mi inteligencia!” Evidentemente, ni es tan sabio, ni tan tonto, su problema es que no se conoce bien. Desconocimiento que le lleva al desequilibrio y que devuelve al primer plano la máxima socrática “conócete a ti mismo”. Algo que no es del todo sencillo o, más bien, es tarea complicada. Porque, por ejemplo, ya desde niños se nos hace creer que somos lo que no somos. Y así crecemos, minusvalorando lo que hacen los demás y elogiando lo propio. Conscientes de que llegaremos más lejos, hasta que la realidad se planta. Pero aún así, algunos creen que el parón no se debe a que no pueden sino a que no quieren, desaprovechando toda oportunidad para conocerse mejor.

Ahora bien, en una sociedad en la que todo se clasifica y encasilla –todo, hasta las personas-, al desconocimiento propio se une también el ajeno. Estamos con unos y despreciamos a otros no en función del propio conocimiento que tenemos de ellos, sino en función de prejuicios que otros han establecido. ¡Qué vergüenza cuando descubrimos que estábamos equivocados! ¡Cuánto tiempo perdido odiando! Porque la vida da muchas vueltas, sobre todo cuando uno se toma como tarea personal el conocerse y conocer a los demás.

Vuelvo la mirada a la librería, a sus anaqueles. Hay dos libros de Chesterton, ejemplo de polemista y de sentido común, dos cosas incompatibles para algunos. Pero mi mente estaba en el diálogo mantenido. Le había dicho: “es que no tenemos tiempo para todo”. Contestó: “Sí que tenemos, lo que no sabemos es aprovecharlo”.

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