lunes, 12 de diciembre de 2011

Una exigencia inscrita en la razón (13-12-2011)

Este artículo no contiene ninguna reflexión sobre lo que hoy es actualidad, así que estimado lector (lectora) puede usted pasar de esta columna, no quiero obligarle a que me acompañe en mi atrevimiento. Hace algunas semanas tomé algunas notas que hoy he decidido desarrollar. Deseoso de profundizar en la realidad invisible, tan silenciada hoy, volví a plantearme algunos de los interrogantes más viejos formulados por el hombre: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, y ¿a dónde voy? Y al hacerlo, se me figuraba que formaba parte de un grupo de chiflados, porque ¿quién, en su sano juicio, dedica tiempo a estas cuestiones? ¿El parado?, ¿el funcionario al que le han bajado, otra vez, el sueldo además de aumentarle las horas de trabajo?, ¿el comerciante que no vende a pesar de bajar los precios?, (…) Quizás, pero normalmente se dice que el que se hace tales preguntas o es un chiflado o es un privilegiado. ¿Cómo perder el tiempo –dirán algunos- en cuestiones tan poco prácticas? Necesitamos soluciones y no más preguntas, dirán otros. Y, así, de un plumazo nos cargamos el saber teórico. El “conócete a ti mismo” de Sócrates, el “sólo entre el que sepa Geometría” de Platón, el “noverim me” de Agustín, (…), se posterga en beneficio de lo práctico. Sólo caben los objetivos controlables, que es el camino del pragmatismo. Pacto fiscal para conservar el euro, pero ¿qué ideas unirán a los que hacen uso común de esa moneda?


Con todo, ya por chiflado o por privilegiado o por ser un hombre vulgar que busca dar sentido a su existencia, me aferré a aquellas preguntas a las que otros, sucesivamente, han recurrido a lo largo de la historia conscientes de que sus respuestas determinan el sentido de cada generación. Pues el que no se las plantea acaba viviendo según las respuestas de otros, inconscientemente, involuntariamente, pero hacen su vida según otros.


El mero hecho de que estas preguntas se repitan generación tras generación sugiere la idea de que hay algo en el hombre (en la mujer) que le empuja a buscar la verdad sobre su existencia y el mundo. Quizás porque en nuestra razón llevamos inscrita la exigencia de descubrir lo que vale y permanece siempre. Y digo en “nuestra razón” porque no veo fuera de ella nada que sea permanente. Ni siquiera las estrellas, fulgor de algo extinguido en el pasado. Hasta me sorprende tener que situar esta inquietud en la razón. Porque, ¿qué hace que la razón –tan corta y finita- se plantee continuamente la infinitud, la permanencia en el tiempo?


Cuenta Papini que a quien dijo saber el secreto de la inmortalidad se le replicó que lo guardara bien hasta que conociera el secreto de la felicidad. Y bien que le daría la razón la Sibila que pidió a dios la inmortalidad, pero olvidó pedirle la juventud, de manera que cuando a sus trescientos años fue visitada por Eneas estaba hecha una pasa. Pero me he desviado del tema, situándome en el final sin haber precisado el origen: ¿quién soy, ¿de dónde vengo?


He dicho que parece estar inscrito en la razón la exigencia de buscar lo que vale. Y no puedo pensar que algo valioso deje de serlo en algún momento; esto es, lo que considero valioso, lo que definimos como tal, debe resistir la impronta del tiempo o no lo es. No puede ser valioso lo que dependa de la cultura del momento, del lugar o el tiempo. No lo es, al menos, en el sentido que doy a esa palabra. Aquello que permanece siempre como tal. Exigencia que reduce la amplitud del campo de los valores.


Ahora bien, ¿los valores son evidentes? Ya he dicho que son razonables, se llega a ellos por la razón, pero esto no implica que sean evidentes. Volvemos a la realidad invisible. No se `pueden tocar, ni medir, pero la ausencia de los que son esenciales se hace notar en la propia existencia. Y lo que puede ser más paradójico, no son democráticos pero contribuyen a la buena marcha de la democracia. Esto es, no necesitan de mayorías para perpetuarse en el tiempo, pero el hecho de ser tenidos como tales por las mayorías beneficia a estas.(…)


Estimado lector o lectora que desoyó mi advertencia inicial, hasta aquí mi atrevimiento o, al menos, el que cabe en un periódico. Es martes y trece.

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