En
Turín, frente a la residencia universitaria que habitaba, está la iglesia del
Espíritu Santo. En mi primera visita estaba vacío el sagrario, así como la
propia iglesia, lo que permitió que deambulara por ella hasta leer en una placa
el nombre de Avogadro, famoso científico del siglo XIX que todo estudiante de
química conoce, al menos, por el número que lleva su nombre. Me dio alegría
descubrir que era un hombre de fe, porque me podía servir como ejemplo de buen entendimiento
ante el pretendido enfrentamiento entre fe y ciencia.
Volví
a ver su nombre en otra placa. Fue en una excursión a los Montes d´Oropa,
también en el Piamonte. Visitábamos el santuario de la Madona negra, Reginae
Montis Oropae, que allí se venera, cuando la descubrí. Junto a la placa de Avogadro había otras,
como la dedicada a Marconi, premio Nobel de Física en 1909, científico profundamente
creyente, y la de Don Bosco, que tanto hizo por la educación de los niños
pobres.
Allí, al pie
de los Alpes, mi primera reflexión tuvo que ver con la contribución de los
cristianos a la ciencia y la cultura. Así como a la falta de complejos de un
pueblo -el italiano- que no duda en glorificar a aquellos grandes hombres que,
independientemente de su religión o quizás por ella, contribuyeron al avance de
toda una civilización. Todo lo contrario que en España, donde concejales
ignorantes y hasta ministras -también ignorantes, pues no encuentro
calificativo más bondadoso- pretendieron quitar de su pedestal a muchos de
nuestros hombres insignes.
Pero, todavía
fui más allá, remonté los siglos hasta llegar a la cuna de la civilización
europea, calificando de necios a aquellos que niegan sus raíces cristianas. Que
la Madonna me perdone, me dije, pero tengo a mi favor que negar las evidencias,
así como renegar de la propia historia, es de necios. Y eso hizo la mayoría de
aquellos eurodiputados que redactaron aquella primera constitución de la Unión Europea
que silencia cualquier rastro de cristianismo en su origen. Por suerte, aquella
constitución -y no el cristianismo- quedó en el olvido. Aunque tal como están
las cosas no debe extrañarnos que vuelva a ser propuesta.
Volvamos a
Turín, no para hacer propaganda de esta egregia ciudad del Piamonte, sino
porque todavía iba a depararme alguna sorpresa más. Esta vez fue en sus calles.
Porque al menos dos de sus vías llevan el nombre de matemáticos famosos,
también hombres de fe, que mis estudiantes conocen por teoremas vistos en clase.
Ellos son Lagrange (+1813), cuya estatua adorna una de las plazas y da nombre a
una de sus vías principales, y Bolzano (sacerdote católico fallecido en 1848;
aunque también pudiera referirse a la ciudad italiana de Bolzano). Otra vez, creyentes
que tienen a la ciencia como pedestal.
No
sé si esto que cuento es significativo para usted -querido lector-, pero sí lo
es para mí. No es que yo crea porque haya científicos que creen, pero se habla
mucho de que la fe puede ser un obstáculo para el progreso científico y me encanta
descubrir ejemplos que contradicen esta afirmación. La enumeración de
científicos creyentes podría llenar muchas páginas, pero no es el objetivo de
estas letrillas. Tampoco hace falta decir que en tal relación figurarían muchos
científicos de nuestro siglo, pues sólo pretendo narrar aquí el entusiasmo que
sentí ante unos encuentros inesperados. Quizás, hasta haya alguien que pueda
sentir lo mismo que yo.
Pero todavía
quedaban algunos personajes más. Fue en la vía Garibaldi, frente a la iglesia
de san Dalmacio mártir, donde una amiga -agnóstica- me recomendó ver los
monumentos a la caridad. Hay tres -dijo-, son los edificios del Cottolengo, de
don Bosco y de la Marquesa de Barolo. Y la forma en que lo dijo, como orgullosa
de ellos, me asombró. La realidad derrite toda ideología.
No llegué a
verlos, mi espacio se movía en torno al Convitto Umberto Primo, próximo a las
tiendas de la Juve y el Torino -que sí visité-, pero aprendí que esos insignes
modelos de caridad social para discapacitados que son los cottolengos tuvieron
su origen en Turín por obra de san José Benito Cottolengo, también en el siglo
XIX, ( …).
Pensé,
de nuevo, en la inmensa labor social que ha hecho la Iglesia por medio de sus
fieles y en el cariño con el que los turineses lo reconocen. Y pensé también en
España, …, que la Madonna me perdone.
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