La fe es un don que hay que agradecer y
trabajar, con esfuerzo y ayuda de la gracia, hasta alcanzar el límite de la
unidad de vida. Tiene la fe un nombre: Cristo. Por eso, la característica de la
espiritualidad cristiana es ir creciendo hasta configurarse plenamente con él.
Orientarse, cada vez más, según la “lógica de Cristo”. Esta lógica está
desarrollada en su “revelación”. Por eso pudo decir Guardini que con ella las
cosas regresan a su lugar.
Escribí el anterior artículo motivado
por la alegría de ver que “las cosas regresan a su lugar”. Y porque no supe expresarlo,
hoy escribo otro. Tenía necesidad de contar la alegría que me supuso saber que
alguien con autoridad (moral e intelectual) devolvía la “creación” al lugar que
tenía cuando siendo niño empecé a dar los primeros pasos en la fe. Las cosas
regresan a su lugar. Nada de aquellos años ha dejado de iluminarse y, ante cada
nuevo fogonazo, desbordo de alegría.
La “alegre noticia” se va conformando.
Una pieza aquí, otra allá, va adquiriendo forma, sentido, en medio del
misterio. Vivo en un estado de ánimo semejante al del matemático que vislumbra
que su investigación va en la dirección correcta. Incluido el sentimiento de
inquietud que provoca la mera posibilidad de no llegar a tiempo de encajar
todas las piezas. No, no se trata de entenderlo todo. Conozco mis limitaciones.
Se trata de pensar por mi cuenta los pensamientos de Dios. Aprender a pensar
como Él. Y si, en su maravillosa pedagogía, comenzó por la “creación”, fue por
algo, fue porque “la verdad no la crea el hombre por sí mismo, sino que la
recibe respetuosamente de la creación de Dios”.
Durante años, hablo de mis años y desde
mi ignorancia, la verdad de la “creación” ha sido como silenciada. Por más que
ya en 1950 -por citar algo que tengo a mano- el Papa Pío XII escribiera en su
encíclica Humani Generis algo tan
evidente como que “la evolución presupone la creación”, la gente sólo se
atrevía a considerarla como un cuento. La Edad Moderna rechazó al Creador por
tan largo tiempo que acabó olvidándolo, dice Guardini. Olvido de Dios, decía el
Papa Benedicto XVI. Lo que es una prueba más de la importancia de realizar una buena
catequesis de la creación.
Entenderá ahora, querido lector, mi
alegría cuando el Papa Benedicto XVI reivindicó la importancia de la misma. Así
como la que supuso leer la encíclica Laudato
si’. La urgencia imprimida en las palabras del primero pedía algo más,
quizás la fuerza de una encíclica. Y ahí estaba.
Cuando escribo estas líneas, ya se ha hablado
mucho sobre ella. Por suerte, después de las primeras críticas -internas, sobre
todo- al Santo Padre tanto por la conveniencia del tema como por su contenido,
han aparecido los que -en mi opinión- aciertan en considerarla una encíclica
profética que continúa el magisterio -y hasta lo completa- de sus más
inmediatos predecesores (Benedicto XVI, san Juan Pablo II, beato Pablo VI, …). El Papa Francisco no se sube
al carro de la ecología para hacer un guiño a nadie, sino que sigue en el
camino que el Pedagogo divino inició hace más de cien mil años, “en el
principio”.
No se pone del lado de ninguna teoría
científica que, incluso es cuestionada por algunos científicos. No da pie a
otro caso Galileo. Lo que hace es aprovechar una hipótesis, extendida entre la
mayoría y que preocupa desde hace tiempo a las Conferencias Episcopales, para
recordar una verdad fundamental: la creación divina. El mundo como obra de
Dios.
Recordar, en el sentido bíblico, es
actualizar las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. Una
historia que es consecuencia del amor de un Padre Creador. Un acontecimiento
que no es sólo un “ayer”, sino también un “hoy”. Su mano sigue estando presente
hasta en el menor de los seres; hasta el último ser lleva impresa su divina
huella. Hasta el bosón de Higgs la lleva.
Volviendo al inicio de este artículo: la
fe significa ponerse a sí mismo dentro de este orden. Reconocer que el mundo es
propiedad de Dios, quien lo confió a la
responsabilidad del hombre. Sólo así las cosas regresarán a su lugar.
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