Dibujos de dragones, nubes y
montañas. Tardes de academias y pediatra. Noches de cuentos y ángeles de la
guarda. Frases inocentes para las que sólo cabe “te comería a besos”. La puerta
de la casa, que se cierra con todos dentro, no se volverá a abrir hasta la
mañana. El tiempo pasa imperturbable. Y llega una noche en la que te acuestas
cuando aún brilla la luz en una habitación. Y una mañana, de madrugada, oyes
abrir y cerrar la puerta de tu casa. El hijo preocupado por obtener la nota de
corte de la Universidad a la que aspira. Los padres preocupados porque su hijo
todavía no ha vuelto, “dijo que salía con sus amigos”. ¿Qué hará?, ¿con quién
estará? Pero el tiempo pasará imperturbable y, con él, se sucederán nuevos
afanes. El tiempo no se para, sólo cambia el espacio.
El espacio es el momento, las
circunstancias, el límite que acota la plenitud, el resultado inmediato, el
camino corto, el horizonte menor, la estación de escala hacia la meta que nos
atrae. El tiempo, en cambio, es la plenitud, lo que mueve a la voluntad a
poseerlo todo, el camino largo, el horizonte mayor, la utopía que nos abre al
futuro como atractiva causa final. Por eso, el tiempo es superior al espacio. Idea
que desarrolla el papa Francisco en su Evangelii Gaudium y que retoma
posteriormente, en Amoris Laetitia, aplicándola a la tarea de los padres y a la
educación. Y a eso vamos.
Nos habíamos quedado en ¿qué
hará el hijo?, ¿con quién estará? Naturales
interrogantes que no deben convertirse en obsesión, porque la gran cuestión -dirá
el papa- no es dónde está el hijo físicamente o con quién está en este momento,
“sino dónde está en un sentido existencial, dónde está posicionado desde el
punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su
proyecto de vida”. Lo que nos retrotrae a la educación impartida. A la cuestión
bipolar entre haber intentado controlar todas las situaciones por las que podía
pasar el hijo, que es intentar dominar el espacio, y el haberse ocupado de
generar procesos que le permitan desarrollarse en el tiempo. Por eso el papa
siempre hace las mismas preguntas a los padres: ¿intentáis comprender dónde
están los hijos realmente en su camino?, ¿dónde está realmente su alma, lo sabéis?
Y, sobre todo, ¿queréis saberlo?
Frente a esta tensión entre el
tiempo y el espacio, entre la plenitud y el límite, que todos llevamos dentro,
hay que saber darle prioridad al tiempo. Ocuparse de iniciar procesos más que
de poseer espacios. No obsesionarse con resultados inmediatos, no enloquecer por
tener todo resuelto en el presente. Lo que interesa, en cambio, es “generar en
el hijo, con mucho amor, procesos de maduración de su libertad, de
capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica autonomía”. Hacerle
ver hasta qué punto le conviene a él mismo obrar el bien. Nada de ansiedad,
pero sí convicciones claras y tenacidad. Así tendrá los instrumentos que
necesita para saber defenderse y actuar con inteligencia y astucia en
circunstancias difíciles.
Giussani decía a la juventud
que se acercaba a él: “no es importante lo que consigáis hacer: es decisivo lo
que logréis ser”. No importa tanto la hora o la nota de corte, como que llegue
a alcanzar la plenitud de la existencia humana. Y esta se logra con el tiempo,
no depende del espacio sino al revés. Es un proceso posible y un camino largo
donde puede causar daño la cizaña (el enemigo) pero, como en la parábola, saldrá
vencedora la bondad del trigo que se manifestará con el tiempo. O,
parafraseando a Tatiana Gòricheva, este es el sosiego triunfal del tiempo de
Dios que contrasta con el hipertiempo (una dimensión menos, como saben mis
alumnos) de nuestro siglo.
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