Diez años antes, en 1606, con 42 años, todavía
explicaba desde su cátedra de la Universidad de Padua el sistema tolemaico (un
sistema matemático complejo de deferentes y epiciclos que supone que el Sol
gira alrededor de la Tierra). Aunque quizás llevara ya años convencido de la
verdad de la teoría copernicana (la Tierra gira en torno al Sol), como parece
deducirse de la carta dirigida a Kepler en agosto de 1597 justificándose por no
hacer público su copernicanismo.
Lo cierto es que ya desde 1605
había convertido la observación y la experimentación en el fundamento de su
ciencia. Con este método, mediante observaciones astronómicas con el telescopio
que él mismo inventa en 1609, realiza una serie de descubrimientos que le
llevan a escribir el Siderius Nuntius
(El mensajero celeste, según alguna
traducción), publicado en Venecia en marzo de 1610 y dedicado al Gran Duque de
Toscana Cosme II de Médicis.
Escrito
en latín y dirigido por tanto a un público culto, da noticia -entre otras- del
descubrimiento de los satélites de Júpiter, sus cuatro “lunas”, a las que
bautiza con el nombre de Planetas Mediceos. Descubrimiento que mostraba que la
Tierra no era el centro de todos los movimientos; lo que, según Brandmüller, causó
un impacto social análogo al de la llegada del primer hombre a la Luna. Pero el
libro es, a la vez, la primera prueba pública de que se adhiere al sistema
copernicano
Es
acertado suponer que este “bestseller” le trajo la estima de muchos y la enemistad
de otros tantos, pues el éxito va acompañado siempre de la envidia. Pero en
este caso había algo más, estaba el hecho de que en el libro se aceptaba como
cierto el sistema copernicano, lo que contribuyó a que a los envidiosos se les
unieran los que no compartían esa teoría.
No
perdamos de vista que la teoría heliocéntrica (propuesta ya por Aristarco de
Samos en el siglo III a.C. y no demostrada hasta 1684 por Newton) cobró
actualidad en 1543 con la publicación del libro de Copérnico De revolutionibus orbium celestium y
que, desde entonces, el mundo académico andaba dividido. Por un lado, los
defensores de la astronomía de Tolomeo; por otro, los copernicanos. E, incluso,
en algunas Universidades (como la de Salamanca) se explicaban simultánea e
indistintamente ambas teorías, aunque con el tiempo prevaleciera sólo una de
ellas.
A este clima de simple
discusión académica contribuyó el que en el prólogo de De revolutionibus figurara que la teoría expuesta era tan sólo una “hipótesis”.
Palabra que (sugerida por el predicador luterano Osiander, amigo de Copérnico) permitió
sortear con éxito el escollo del pasaje bíblico de Josué (Jos 10, 13) con el
que Martin Lutero atacó a Copérnico cuatro años antes de su publicación. No
obstante, como veremos, la sombra de Josué iba a ser alargada.
Por
otra parte, en ese principio de siglo XVII, en el que Galileo publicaba su Siderius, hacía su aparición la ciencia
útil en contraposición -explica S. Drake- a la ciencia pura. La experimentación
frente a la razón, el saber qué hacer la próxima vez frente a la comprensión de
las causas de las cosas. La búsqueda de leyes frente a la búsqueda de causas.
La filosofía natural
aristotélica, con su colección de conclusiones, se enfrentaba a un método, en
el que iba a sobresalir Galileo, fundamentado en la experimentación y las
matemáticas, ajeno a todo sistema cerrado. Quizás por ello, sus primeros
enemigos fueron los eruditos de Pisa (nadie es profeta en su tierra). En el
otro lado estaba Kepler (que desde 1601, tras la muerte de Tycho Brahe, era matemático
y astrónomo en la corte del emperador Rodolfo II), que lo llenó de elogios y
que, en ese mismo año, publicó su carta copernicana Dissertatio cum Nuntio Sidereo, sobre las observaciones hechas por
Galileo. ¡Por fin -debió de pensar el de Praga-, se ha retratado!
Pero a estas alturas, Galileo
ya sabía de polémicas. Como pasa también actualmente en universidades donde
coexisten dos escuelas, ya había tenido enfrentamientos en la de Padua. Por
ejemplo, el provocado a consecuencia de la aparición de una supernova en
octubre de 1604. En esta ocasión, basándose en sus mediciones, pronunció tres
conferencias en las que echaba por tierra la teoría de Aristóteles sobre las
estrellas. De inmediato, Cesare Cremonini (profesor de filosofía en Padua)
salió en defensa del estagirita dando lugar a una discusión que continuaría en
1605. Así pues, la polémica suscitada en la Universidad de Pisa, a la que Galileo
acababa de volver en ese 1610, no debió de pillarle desprevenido.
Llegados aquí, estimado
lector, conviene remarcar que hasta 1610 los enfrentamientos entre los
partidarios de las dos teorías son de carácter académico, por no decir
científico (aunque cabe) ya que la ciencia tal como se entiende hoy estaba
empezando a dar sus primeros pasos (aunque, en opinión de Pierre Duhem, la
verdadera revolución científica se dio en el siglo XIV y no en el XVII). Por
tanto, la pregunta es: ¿qué sucedió después?, ¿qué pasó para que el año 1616
fuera un año señalado en la historia de Galileo?
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