sábado, 31 de diciembre de 2016

Galileo, 1616 (I)

Diez años antes, en 1606, con 42 años, todavía explicaba desde su cátedra de la Universidad de Padua el sistema tolemaico (un sistema matemático complejo de deferentes y epiciclos que supone que el Sol gira alrededor de la Tierra). Aunque quizás llevara ya años convencido de la verdad de la teoría copernicana (la Tierra gira en torno al Sol), como parece deducirse de la carta dirigida a Kepler en agosto de 1597 justificándose por no hacer público su copernicanismo.
Lo cierto es que ya desde 1605 había convertido la observación y la experimentación en el fundamento de su ciencia. Con este método, mediante observaciones astronómicas con el telescopio que él mismo inventa en 1609, realiza una serie de descubrimientos que le llevan a escribir el Siderius Nuntius (El mensajero celeste, según alguna traducción), publicado en Venecia en marzo de 1610 y dedicado al Gran Duque de Toscana Cosme II de Médicis.
            Escrito en latín y dirigido por tanto a un público culto, da noticia -entre otras- del descubrimiento de los satélites de Júpiter, sus cuatro “lunas”, a las que bautiza con el nombre de Planetas Mediceos. Descubrimiento que mostraba que la Tierra no era el centro de todos los movimientos; lo que, según Brandmüller, causó un impacto social análogo al de la llegada del primer hombre a la Luna. Pero el libro es, a la vez, la primera prueba pública de que se adhiere al sistema copernicano
            Es acertado suponer que este “bestseller” le trajo la estima de muchos y la enemistad de otros tantos, pues el éxito va acompañado siempre de la envidia. Pero en este caso había algo más, estaba el hecho de que en el libro se aceptaba como cierto el sistema copernicano, lo que contribuyó a que a los envidiosos se les unieran los que no compartían esa teoría.
            No perdamos de vista que la teoría heliocéntrica (propuesta ya por Aristarco de Samos en el siglo III a.C. y no demostrada hasta 1684 por Newton) cobró actualidad en 1543 con la publicación del libro de Copérnico De revolutionibus orbium celestium y que, desde entonces, el mundo académico andaba dividido. Por un lado, los defensores de la astronomía de Tolomeo; por otro, los copernicanos. E, incluso, en algunas Universidades (como la de Salamanca) se explicaban simultánea e indistintamente ambas teorías, aunque con el tiempo prevaleciera sólo una de ellas.
A este clima de simple discusión académica contribuyó el que en el prólogo de De revolutionibus figurara que la teoría expuesta era tan sólo una “hipótesis”. Palabra que (sugerida por el predicador luterano Osiander, amigo de Copérnico) permitió sortear con éxito el escollo del pasaje bíblico de Josué (Jos 10, 13) con el que Martin Lutero atacó a Copérnico cuatro años antes de su publicación. No obstante, como veremos, la sombra de Josué iba a ser alargada.
            Por otra parte, en ese principio de siglo XVII, en el que Galileo publicaba su Siderius, hacía su aparición la ciencia útil en contraposición -explica S. Drake- a la ciencia pura. La experimentación frente a la razón, el saber qué hacer la próxima vez frente a la comprensión de las causas de las cosas. La búsqueda de leyes frente a la búsqueda de causas.
La filosofía natural aristotélica, con su colección de conclusiones, se enfrentaba a un método, en el que iba a sobresalir Galileo, fundamentado en la experimentación y las matemáticas, ajeno a todo sistema cerrado. Quizás por ello, sus primeros enemigos fueron los eruditos de Pisa (nadie es profeta en su tierra). En el otro lado estaba Kepler (que desde 1601, tras la muerte de Tycho Brahe, era matemático y astrónomo en la corte del emperador Rodolfo II), que lo llenó de elogios y que, en ese mismo año, publicó su carta copernicana Dissertatio cum Nuntio Sidereo, sobre las observaciones hechas por Galileo. ¡Por fin -debió de pensar el de Praga-, se ha retratado!
Pero a estas alturas, Galileo ya sabía de polémicas. Como pasa también actualmente en universidades donde coexisten dos escuelas, ya había tenido enfrentamientos en la de Padua. Por ejemplo, el provocado a consecuencia de la aparición de una supernova en octubre de 1604. En esta ocasión, basándose en sus mediciones, pronunció tres conferencias en las que echaba por tierra la teoría de Aristóteles sobre las estrellas. De inmediato, Cesare Cremonini (profesor de filosofía en Padua) salió en defensa del estagirita dando lugar a una discusión que continuaría en 1605. Así pues, la polémica suscitada en la Universidad de Pisa, a la que Galileo acababa de volver en ese 1610, no debió de pillarle desprevenido.

Llegados aquí, estimado lector, conviene remarcar que hasta 1610 los enfrentamientos entre los partidarios de las dos teorías son de carácter académico, por no decir científico (aunque cabe) ya que la ciencia tal como se entiende hoy estaba empezando a dar sus primeros pasos (aunque, en opinión de Pierre Duhem, la verdadera revolución científica se dio en el siglo XIV y no en el XVII). Por tanto, la pregunta es: ¿qué sucedió después?, ¿qué pasó para que el año 1616 fuera un año señalado en la historia de Galileo?

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