Detengámonos
en la carta a Castelli, que el lector encontrará fácilmente en internet, porque
puede ayudar a conocer un poco más a Galileo. La dividiré en tres partes. Una
primera, donde muestra estar informado del encuentro en la Corte por medio del
relato de Niccolò Arrighetti. Otra, en la que considera el hecho de que algunos
recurran a las Sagradas Escrituras en las discusiones sobre filosofía natural (física).
Y, finalmente, la demostración de que el pasaje de Josué concuerda perfectamente
con el sistema de Copérnico, a la vez que prueba “la falsedad e imposibilidad del sistema del mundo aristotélico y
ptolemaico”.
Primeramente,
se muestra satisfecho de Castelli cuyo prestigio profesional en la Universidad
ha reducido el número de sus rivales a “unos
pocos”, así como del placer que encuentran “sus Altezas” con sus respuestas.
Después, da una lección sobre el modo de entender las Sagradas Escrituras y no
porque lo diga yo, sino que es el mismo Papa san Juan Pablo II quien afirmará,
más de trescientos años después (1979), que: “Galileo formuló importantes normas de tipo epistemológico, que son
indispensable para reconciliar la Sagrada Escritura y la ciencia”. Incluso
tomará palabras de esta carta, citándola, que incluirá posteriormente en su
encíclica Fides et ratio (1998). Estas
normas o criterios provienen de los Padres de la Iglesia tal como había propuesto
el Concilio de Trento y concuerdan, como explica Artigas, con el Magisterio de
la Iglesia expresado más recientemente en las encíclicas Providentissimus Deus (León XIII) y Divino afflante Spiritu (Pío XII) o la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II. Hasta
el punto de que hoy resulta difícil entender cómo no fueron bien recibidas por
algunos. Lo que evidencia la complejidad del caso Galileo, así como la
importancia de analizar la historia en el contexto del momento y no con
parámetros o criterios posteriores.
Es
verdad, dirá Galileo, que jamás las Sagradas Escrituras pueden mentir o errar,
pero sí pueden errar sus intérpretes y comentaristas. Y la tendencia más grave
es entenderlas siempre en su sentido literal. Por ello, es necesario que haya
sabios intérpretes que den el verdadero significado e indiquen las razones
especiales que les hace expresarse de ese modo.
Galileo
tenía muy clara la legítima autonomía de la ciencia (algo nuevo que empezaba a
ver la luz siguiendo sus propios pasos), pero no como algo independiente de la
fe, sino al contrario. Pues ambas, “las
Sagradas Escrituras y la naturaleza proceden igualmente del verbo Divino,
aquélla en tanto que es revelación del Espíritu Santo, ésta en tanto que es
fiel ejecutora de las órdenes de Dios”. Ahora bien, “la autoridad de las Sagradas Escrituras no ha tenido otra intención
que enseñar a los hombres los artículos y proposiciones que, necesarios para su
salvación y sobrepasando toda razón humana, no podían ser enseñados y creíbles
por otra ciencia ni por otro medio, sino por boca del Espíritu Santo”. En
cambio, es “posible creer que Dios, que
nos ha dado los sentidos, la razón y el intelecto, haya querido darnos otro
medio de conocer lo que podemos alcanzar con ellos, sobre todo en las ciencias
de las que las Escrituras no nos ofrecen más que ínfimas parcelas dispersas”.
Como
tenía claro que se trataba de dos verdades a las que se llegaba por caminos
distintos, “y siendo evidente que dos
verdades nunca pueden contradecirse”, insistía en que “en el debate sobre cuestiones naturales sólo se debería recurrir a
ellas (a las Escrituras) en última instancia”. Más aún, lo que la
experiencia sensible o una demostración necesaria nos obliga a concluir no puede ser revocado o puesto en dudad por
un pasaje de la Escrituras tomado al pie de la letra. De ahí que los sabios
interpretadores no deben tomar de manera literal pasajes que contradigan lo
probado experimentalmente pues, si lo hacen, están faltando a la verdad en dos
sentidos: contradicen la ley de la naturaleza dada por Dios y, a la vez, añaden
verdades de fe que no lo son.
Esta
era la posición de Galileo, posición que contaba -como ya hemos dicho- con los
sólidos precedentes de los Padres de la Iglesia. Por esta razón, dirá Drake, Galileo
se sentía seguro en su postura. Y no era para menos. O, al menos, eso nos
parece ahora, a posteriori.
De
la carta, hizo varias copias (algunas de ellas modificadas) para difundirlas
entre sus amigos, aunque alguna cayó en manos de sus enemigos o, al menos, de
los enemigos de la teoría copernicana a la que hace mención en su última parte,
aquella en la que parece que por -reducción al absurdo- demuestra su íntima
compatibilidad con el manido pasaje de Josué.
Con
ella, Galileo intervenía públicamente en un debate que había saltado a la calle
y que, en opinión de Brandmuller, era materia de conversación en amplios
círculos: “Copérnico y la Biblia”. Y la respuesta no tardará en llegar. (Continuará)
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