Las matemáticas trabajan con
espacios de n dimensiones, pudiendo ser n cualquier número; y lo mejor de todo
es que sus resultados son aplicables a la realidad. Se empieza trabajando en
una dimensión para acabar el bachillerato con el espacio de tres dimensiones
que será ampliado en cursos posteriores. Curiosamente, no sucede lo mismo en
eso que llaman “enseñar para la vida”. En
esta ciencia no se pasa de la dimensión dos. La vida se enfoca como la de un “planilandés”:
izquierda, derecha, adelante y atrás, pero nunca arriba o adentro, con lo que
se pierde la profundidad y la altura-grandeza de la propia vida. Quizás `por
ello la vida está hoy tan devaluada, sobre todo la de los otros, léase aborto,
eutanasia, suicidio, violencia familiar, por ejemplo.
Hay quien se conforma con poco o
no necesita más o, también, no es capaz de más. Y conforma su vida como en un
plano cartesiano. Tan poca importancia hemos dado a la vida que casi parece más
un sobrevivir. Estamos para sobrevivir. Comemos, bebemos, viajamos, wasapeamos,
nos divertimos, pues ya está bien. Y a los demás que los zurzan. O nos metemos
en una ONG (¡qué bueno que existen!) cargados de voluntarismo hasta que nos
aburrimos. Todo es acción. De hecho, en la escuela priva la máxima del enseñar
a hacer. Hoy se hacen muchas cosas pero se piensan pocas. El propio
voluntarismo es excusa de su falta de eficacia. Y se vuelve a hacer.
Da alegría oír a Ricky Rubio
decir que meditaba antes de cada partido del mundial de baloncesto. No ha dicho
sobre qué, pero está claro que cuando estaba en ello no hacía nada. No botaba
la pelota, no hacía mates, se retiraba a meditar. Pensar antes de hacer,
contemplar antes de hacer. Esta es la dimensión que falta, la que no se enseña,
la dimensión trascendente del hombre. Lo que le distingue de los animales. Los
animales hacen. Los hombres, en cambio, piensan no sólo lo que hacen sino
también por qué y por quién lo hacen. Y hay un momento en el que el plano
sofoca al que piensa, lo ahoga, y se hace necesario mirar alto, mirar profundo.
Más de una generación ha sido
privada, por principios ideológicos, de la posibilidad de considerar lo
transcendente, lo que no se hace o no se toca, lo espiritual. El hacer
individualista y materialista ha matado el espíritu de una civilización que ha
dado frutos espectaculares desde la contemplación. Porque detrás de la acción,
detrás de la materia, hay un soporte que constituye la dimensión clarificadora
que todo lo vence (¡hasta la muerte!). No sé por qué nos negamos a enseñarlo a
nuestros jóvenes.
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