El estudiante de Matemáticas
descubre las maravillas de la recta Real, el joven profesor las muestra y … ,
ya viejo, las obvia. Deslumbramiento, anuncio de la luz, oscuridad. La falta de
entusiasmo de los oyentes y el imperio de la utilidad relega al olvido la
fuente del conocimiento. Pero la llama
prendida antaño sigue encendida y un día, muchos años después, mientras enseña
lo inútil a un alumnado que quiere aprender lo que “dicen” que no sirve para
nada, vuelve el resplandor que ciega, vuelve la maravilla, con esa alegría que
necesita ser comunicada y ve más allá de lo que en un principio vio.
Análogamente, en la vida de
piedad. La costumbre cristiana de tener la imagen del niño Jesús en algún lugar
de la casa, sea o no Navidad, hace de ella una fuente de piedad. Pasar a su
lado es ocasión para besarle los pies o, para los más osados, la cara. Afecto
completado con palabras del corazón que nadie pronunciaría en voz alta. Costumbre
antigua, devoción de muchos santos como san Antonio de Padua, san Cayetano,
santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz y, más recientemente, san Josemaría,
quienes tomaban al Niño en sus abrazos, lo mecían , le cantaban, le arrullaban.
En la infancia aprendemos la
piedad de los mayores. Después aparecen los reparos. Para algunos, cursilería.
Falta de reciedumbre, para otros. Beatería, extravagancia, ausencia de espíritu
crítico, huida de lo esencial, autoengaño, sometimiento. Pero, con el tiempo,
cuando coges al Niño en tus brazos, le miras a la cara y le hablas, todo reparo
se desvanece. Deslumbramiento, oscuridad, anuncio de la luz. Entonces, ante la
ternura, ante la manifestación de lo eterno en lo temporal, maravilla el
misterio de que Dios se presente así, “en un niño, para ser recibido en
nuestros brazos”. Alegría y asombro que “nos pone ante el misterio de la vida”.
Para esto estoy aquí. ¿Verdad que es así?
Dios ha nacido. Feliz Navidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario