Me
gustaría dejar claro, aunque pueda repetirme, que este debate que involucra a
filósofos y teólogos no es contra la persona de Galileo, sino contra la teoría
que expone. Los filósofos están contra ella porque echa por tierra parte de la
Física de Aristóteles, así como su método. Para ellos, además, lo que está en
juego es su pan de cada día, porque ¿qué pasaría si parte de lo que enseñan se
demuestra falso? Con los teólogos se añade una cuestión más crucial. Para éstos,
si la teoría copernicana era cierta entonces había pasajes de la Escritura mal
interpretados y, como consecuencia, ideas tan intuitivas a enseñar, como por
ejemplo la centralidad de la figura del hombre en la creación, que iban a
necesitar una revisión. Pero, lo que más les molestaba era que Galileo, que no
era teólogo, pretendiera darles lecciones -¡a ellos!- de cómo debían
interpretarse las Escrituras.
Con
todo, a semejanza de la figura de Adolf Eichman en la obra de Hannah Arendt,
donde la acción de un mediocre con poder deviene en desastre, bastó con que
surgiera un mediocre, tal como el dominico Tommaso Caccini (39 años), anhelante
de fama y posición, para dar inicio al desastre. Y, lejos de ser una anécdota
reducida al púlpito, fue todo un principio.
A
comienzos de 1615, no parecía que pudiera tener consecuencias. Hasta el hermano
de Caccini, Mateo, le recrimina desde Roma: “qué estupidez dejarse convencer como un palomo por otros palomos [en
referencia a Colombe]; por favor, deja ya
de predicar sobre estas cuestiones”. Incluso el padre Luigi Maraffi (predicador
general de los dominicos en Roma) se disculpaba por carta el 10 de enero: “Enterado del escándalo, he sentido un
infinito disgusto”.
No obstante, el príncipe Federico
Cesi (director de la Accademia dei Lincei), sabiendo que su amigo Galileo sigue
dándole vueltas al modo de interpretar las Escrituras, le escribe el 12 de
enero aconsejándole cautela ante “esos
enemigos del conocimiento” y le traslada la opinión del cardenal Belarmino
sobre Copérnico: lo tiene por “herético”,
pues “el movimiento de la tierra es, sin
lugar a dudas, contrario a la Escritura” y siempre ha tenido la duda de
consultar a la Congregación del Índice para prohibirlo.
Le advierte Cesi del cuidado que
debe tener en su posible respuesta a Tommaso porque puede despertar a la
Congregación del Índice y, como consecuencia, correr el riesgo de que se prohíba el Copérnico. Le aconseja centrarse,
más bien, en el odio manifestado a las Matemáticas (“arte diabólico”) y a los matemáticos en general, a los que Caccini
solicita “expulsar de todos los estados”.
Para ello le sugiere que gente de religión amante de las matemáticas y otros
catedráticos de Matemáticas de Italia hagan ruido en Roma. Que difundan que las
palabras de Caccini lesionan notablemente este saber, pero siempre -insiste- “sin tocar el
punto del movimiento de la tierra”. Con el paso de los años,
estas consideraciones que dice Cesi escribir “apresuradamente”, se demostrarán acertadas, denotando el profundo
conocimiento que poseía el príncipe de la dinámica romana.
En efecto, la caja de los truenos
se había abierto. De hecho, Nicolô Lorini (el de “un tal Ipérnico”), pensando que la Carta a Castelli es una réplica a la homilía mencionada (algo
absurdo pues distan un año en el tiempo), escribe el 7 de febrero una carta al
cardenal Sfondrati, secretario de la Inquisición en Roma, acompañándola con una
copia de la Carta a Castelli en la
que él mismo ha subrayado algunas frases “sospechosas”.
No sé qué pensar sobre las
intenciones de esta denuncia informal y secreta de Lorini (protagonista también
en nuestro artículo V). Quiero pensar que como él dice “es una acción llena de santísimo celo”, “un amoroso aviso entre yo y usted [el cardenal]”, obligado como
buen cristiano, como buen hijo de Santo Domingo y por el bien, “en particular, de todos los teólogos y
predicadores”.
Sorprende, no obstante, que en
diciembre de 1614 le dijera a Castelli que le pareció un exceso el sermón de
Caccini y que, ahora, a comienzos de 1615, tome cartas en el asunto.
Aparentemente no quiere iniciar ningún proceso pero, como miembro antiguo de la
Orden de los Predicadores, es indudable que sería consciente de lo que
ocurriría. Quizás, como dice, siente la obligación moral de advertir que “tengan [en Roma] los ojos bien abiertos en materia semejante [interpretación de las
Escrituras] por si hay necesidad de algún
tipo de corrección”. Como también es cierto que recoge la opinión de los
demás religiosos del convento de San Marcos, los cuales “encuentran [en la Carta] muchas
proposiciones que son a la vez sospechosas o temerarias”.
Desde luego, habla a su favor el que
en su carta no mencione en ningún momento a Galileo y prefiera echar el
problema sobre los hombros de los “llamados
Galileanos”, a los que califica de “hombres de bien y buenos cristianos, pero un poco
obstinados y duros en sus opiniones” que con “bello ingenio dicen miles de impertinencias que
siembran por toda nuestra ciudad”. En fin, quiero interpretar la carta
de Nicolô Lorini como la de “un hombre celoso de su Fe” y, en
consecuencia, lógica y sin pretensiones destructoras.
Para acabar, repasemos lo que
echa en cara a esos “galileanos”. Le preocupa que digan cosas tales como: que ciertas maneras de relatar las Sagradas
Escrituras son inconveniencias, que en la disputa de los fenómenos naturales se
deje la Escritura en último lugar, que sus intérpretes a menudo se equivocan al
exponerla, que la Escritura no debería ser forzada para imponer artículos
concernientes a la fe, que en las cosas naturales tiene más fuerza el argumento
filosófico o astronómico que el sagrado y divino y, finalmente, que cuando
Josué mandó al sol pararse debe entenderse que el mandato fue hecho al primer
móvil y no al sol en sí mismo. En suma, que
exponen las Sagradas Escrituras a su manera y en contra de la exposición
común de los Santos Padres, además de que pisotean toda la filosofía de
Aristóteles. (Continuará)
(*) En julio de 2018 está el capítulo anterior.
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