Si presencia una
junta de evaluación, observará que gran parte del tiempo se lo lleva el
alumnado con problemas psicológicos, si no psiquiátricos. Problemas derivados,
en su mayoría, de situaciones familiares que menoscaban la necesidad de
seguridad que precisan a esas edades o de fallidas relaciones de amistad. Situaciones
que generan desconfianza junto a una sensación de desafecto. Más allá de las
aulas, las estadísticas hablan de un aumento de suicidios y de violencia
juvenil. Y uno se pregunta, ¿cómo, en una sociedad tan próspera, hay tanto
desamor y tan pocas ganas de vivir? ¿Qué estamos enseñando a las nuevas
generaciones?
Una cosa está clara,
no les enseñamos a vivir. Pero ¿de qué viven los hombres? Para los que tenemos
vida, y los jóvenes la tienen en abundancia, cabe decir que vivimos de
esperanza. Algo que en estos días tenebrosos resulta más que evidente. Sólo el
que tiene esperanza puede esperar. El optimismo es esperar que las cosas
mejoren, pero tiene el inconveniente de que no sea así, que el presente
fatigoso continúe. La esperanza, la esperanza que da vida, supera al optimismo.
¿Cómo debe ser, pues, esa esperanza? Primeramente, debe ser una esperanza que
lleve hacia una meta. En segundo lugar, debemos estar seguros de que esa meta
existe. Por último, esa meta debe ser tan grande que justifique el esfuerzo del
camino, que mantenga las ganas de vivir aun en esos días que más que vivir
parece que es sobrevivir. ¿De qué género es esa esperanza y qué certeza
proporciona?
No puede ser algo
material, que con el tiempo se descompone. Debe ser algo que trascienda el
tiempo y el espacio. Tampoco puede ser una idea, no puede venir de una
elucubración, por muy consoladora que parezca. Debe proporcionar luz
continuamente, sin espacio para las sombras, sin dudas. Debe ser roca firme a
la que poder agarrarse en medio de tantos pesares, acogedora y tierna ante
tanto desafecto e individualismo. Debe ser así y no de otro modo, nada de
relativo. Sí, digámoslo ya, Jesucristo es esa esperanza. No es una idea, es una
Presencia. Él es el único fundamento que resiste, el único que proporciona
certeza absoluta. Un fundamento que no se nos puede quitar ni siquiera con la
muerte.
Charles Péguy lo
dice con palabras más hermosas: “La esperanza ve lo que aún no es, pero será. Ama
lo que aún no es, pero será. Por un camino empinado, arenoso, difícil. Por una
carretera empinada. Arrastrada, colgada de los brazos de sus hermanas mayores
[fe y caridad], que la toman de la mano, avanza la pequeña Esperanza”.
Lamentablemente, de esta esperanza firme no se
habla hoy a los jóvenes. Lo he dicho muchas veces, en privado y en público: el
silencio, si no la mofa, que esta sociedad mantiene sobre esa esperanza es
causa del desgarramiento humano, de la tristeza de tantos jóvenes. Por eso,
siempre he recordado a los padres que no basta con dar a sus hijos amor,
comunicación y tiempo, que es importante, deben darles también la esperanza
cierta que viene de la buena noticia que predicó Jesucristo. Darles a conocer a
Jesucristo. No basta con darles una carrera o enseñarles un oficio. Han de
enseñar con su vida y su palabra de qué viven los hombres (varones y mujeres). Dichosos
los que han puesto su confianza en el Señor.
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