lunes, 15 de marzo de 2010

Tomando aire (16-03-2010)

Tomando aire

Acabo de leer “El castillo de mi madre”, publicado por Marcel Pagnol en 1958, como continuación a “La gloria de mi padre” que vio la luz un año antes. Su lectura ha coincidido con el fallecimiento de Miguel Delibes al que muchas páginas del libro me lo han recordado. No voy a hablar de Delibes, al que toda la prensa del fin de semana ha elogiado y al que voces más expertas han colocado en el Parnaso. Poco podría añadir, salvo que durante mucho tiempo dije que mi libro favorito era “El camino”. Después vinieron otros y ahora no sabría cuál elegir. Pero tampoco importa, porque, como digo, no soy un experto.

Quizá, escribir sobre un libro no forme parte del repertorio de los artículos de opinión, más aún cuando hay tantos temas apropiados para sacar el colmillo, ninguno de los cuales deja bonito a Zapatero. Pero hay veces en los que uno prefiere alejarse de la podredumbre y la provocación para respirar un poco de aire puro, a pesar de escribir entre el humo de la pipa –a mi manera, siempre he sido un reaccionario-.

Lo hice el sábado por la mañana, escapándome con mis hijos, un grupo de alumnos y profesores del instituto, a repoblar –junto a un puñado de ecologistas profesionales- los montes de Pozo Lorente que el fuego del verano pasado redujo a cenizas. Después de la labor de campo –en la que anduve de mirón- tan bien dirigida por profesores y ecologistas y mejor secundada, si cabe, por el alumnado, vino la marcha de bajada hasta el valle que nos llevaría al pueblo. Descendimos, recorriendo lo largo de la alambrada que separa el monte del campo militar de maniobras. Que separa la zona rocosa de la fértil tierra que ahora ocupa el campo de maniobras. Andar y pensar, escribió el literato Josep Pla, y eso es lo que yo hacía.

Al lado, mi amigo Pedro, maestro difícil de superar, iba desgranando la historia de aquella tierra y anécdotas de su infancia relacionadas con las aldeas que quedaron en el campo de maniobras y de las que hoy sólo quedan las paredes, esperando que algún obús las deje en el olvido para siempre. Es la morriña de la infancia, los lugares, los juegos, los amigos, la familia.

Paredes y tierras que también me evocaban otro tiempo. Un tiempo en el que, subido en la cabina del camión militar que arrastraba una de las tres piezas de nuestra batería, recorría aquellos caminos. Las órdenes “carguen” y “fuego” dadas a mis artilleros. Las medidas tomadas con el goniómetro y el manejo de las tablas que ayudaban a no errar la puntería. El frio que, como nunca antes había experimentado, congelaba las manos y hacía difícil las operaciones, hasta las más naturales. El calor nocturno entre las paredes de una aldea que sobrevivía para comodidad del mando y que me ayudó en la lectura de “La cabaña del tío Tom”. Un tiempo, en definitiva, en el que como se decía antes “serví a la patria” y del que guardo recuerdos entrañables, tanto de personas como del oficio de artillero. Oficio antiguo, denostado hoy por pacifistas radicales y, sin embargo, indispensable para garantizar la paz de las naciones.

Acabó la marcha como mejor podía acabar, comiendo en el restaurante “La perdiz” de Pozo Lorente. Un lugar con clase y calidad suficientes para entusiasmar a los más exigentes y que propició la alegre tertulia en la que resumiríamos los esfuerzos y anécdotas de la mañana.

Fue al anochecer cuando el cuadro quedó completo. Si a lo largo del día había despejado la mente mediante el contacto con la naturaleza, la noche trajo el aire puro que emanaba de las páginas del “El castillo de mi madre”. Literatura costumbrista repleta de valores no contaminados todavía por la progresía. La infancia sin complicaciones mentales, la amistad sin sexualidad, la familia tradicional sin complejos, la madre sin el temor de ser nada más -y nada menos- que ama de casa, la lealtad sin componendas, el agradecimiento sin segundas intenciones, el lenguaje sin tacos, el amor a la naturaleza sin la pretensión de endiosar a los animales y, cómo no, un respeto mutuo que lleva hasta el sacrificio. Ciertamente, una familia modélica y, quizás por ello, poco real –aun siendo una novela autobiográfica- pero que no conviene pasar por alto sin haber intentado imitarla previamente. Porque el error de la progresía es dar por superados aquellos valores que nunca ha sido capaz de vivir.

Finalizo, como siempre, tras una relectura del artículo en la que observo que he contado muchas cosas personales. Que me perdone el lector –o lectora-, pero uno se va haciendo mayor y ya se sabe que, además del deber de hacer un plan de pensiones, se siente la obligación de contar las propias batallitas. Siempre servirán para algo, digo yo. Hasta el próximo martes.

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