martes, 5 de octubre de 2010

Compañeros que se silencian (05-10-2010)

Compañeros que se silencian

No tengo recuerdo de mi aparición en el mundo, ni sé de nadie que lo tenga. Pero lo que sí puedo garantizar es que, desde el principio, estuve rodeado de mucha gente. De mi final no sé nada, pero estoy convencido de que aunque sea en la más completa soledad, tal soledad no será más que aparente. Y si mi ignorancia no justifica tal afirmación, tampoco entiendo por qué tiene que ser cierta su contraria. Esto es, no entiendo por qué se dice que el hombre nace y muere solo o, al menos, no lo entiendo como lo dan a entender muchos.

Es cierto que nadie me preguntó si quería nacer, como nadie me preguntó si quería comer. Los expertos dicen que ya en el vientre de mi madre oía sus latidos, su voz y la de aquellos con los que ella dialogaba. Que sentía sus miedos y alegrías, que podía saber cuándo ella lloraba o reía. Aun estando en su vientre, intuyo también las muchas veces que estuve presente en los encuentros familiares. Las preguntas ¿cómo te encuentras? o ¿cómo va el niño? que ahora hago a las embarazadas me lo confirman. Sin lugar a duda había expectación a mi alrededor porque lo había en torno a mi madre. Así que no pude nacer solo. Pero es más, antes de ser concebido y tal como sucede a todo niño, estaba en la mente de Dios. Lo que añade algunos espectadores más a mi nacimiento, al nacimiento de cualquier niño. Todos ellos, espectadores comprometidos, anhelantes, interesados. Y el ángel de la guarda era uno de ellos.

Y después de escribir las últimas frases, quizás las únicas verdades que comparten todos los niños al nacer, y digo cualquier niño, sea de donde sea, me viene a la mente la predicación de Pablo en el Areópago. Y eso que no pretendo predicar sino recordar algo que hoy se quiere olvidar. Cuando Pablo en el Areópago, después de su feliz introducción, pronunció la palabra resurrección los griegos que le oían dijeron que ya le escucharían otro día, que había ido demasiado lejos en sus afirmaciones, algo así como te creo pero hueles a vino. Y les aseguro que, a igual que Pablo, no he tomado vino. Pero, conociendo lo que acaeció a Pablo, no lo tomaré a mal si ya han dejado de leer. Prosigo, pues, para el resto.

En cuanto a la muerte sucede algo análogo a lo dicho más arriba para el nacimiento. Aunque tal como avanza la eutanasia se abre la posibilidad de que pregunten si deseo morir e, incluso, que la recomienden. El argumento sería algo así: como no puede tener una vida digna, y aquí habría que ver qué entiende por vida digna el que me la va a quitar, basta con que dé su autorización para ponerle punto y final. Desde luego que no me hablarán de usted, sino con el tuteo propio de nuestra época. Entonces no sé qué pasará, como no lo sé si la muerte me coge por sorpresa. De lo que sí tengo certidumbre es que en ese instante Dios y sus ángeles estarán pendientes de mi, como lo están de cualquier hombre al llegar a su final. Lo que hace que nadie muera en soledad.

Creo, por el contrario, que la soledad es más propia del que está vivo que de aquel que nace o muere. Es propia del que no cuenta con Dios y del que muy cercano a Él se siente no merecedor de su querer, pero esto último sólo se da en los santos como una prueba que han de pasar. Así que para el resto de los comunes, como el aquí presente, la soledad no es más que una ausencia de Dios que se nota de manera especial cuando uno se siente abandonado por la falta de humanidad. Pero, ¿qué esperábamos? Los hombres, en su libertad, pueden tomar decisiones que sólo competen a Dios, pero no pueden resolverlas como Él.

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