martes, 12 de octubre de 2010

Un día luminoso y festivo (12-10-2010)

Un día luminoso y festivo

En el mercadillo, alguien se paró ante el puesto de un paquistaní con quien entabló conversación. Creía el extranjero conocer la historia de España y se sorprendió cuando su interlocutor comenzó diciendo que las raíces culturales de España son romanas y cristianas. Que lo del califato de Córdoba vino mucho después. Que los cimientos de su mezquita son los muros de una iglesia que los tolerantes musulmanes tuvieron a bien arrasar. De poco más pudieron hablar, pues el negocio es el negocio y la clientela esperaba. Aunque de nada hubiera servido seguir pues el extranjero sólo conocía nuestra historia por lo que sus correligionarios decían del Andalus. Y no estaba dispuesto a aceptar que en España hubiera existido cultura alguna anterior a la musulmana. Pero qué más da si un extranjero no conoce nuestra historia, el problema está en que algunos españoles la desconocen. Que olvidan que no nacimos ayer y que no es tan simple, ni tan negra, como algunos la quieren pintar.

Mi recuerdo del día de la Hispanidad es el de un día luminoso y festivo, en el que mi madre me ponía bonito para ir a misa. Una comida en familia en la que el abuelo materno recordaba la pérdida de Cuba acaecida, en parte, gracias a la intervención norteamericana que siguió al hundimiento del Maine. Auténtica patraña de intromisión, según él, en la que perdió a uno de sus hermanos. Después de la comida venía la sobremesa y, por supuesto, Agustina de Aragón, protagonista de la película de la tarde que, año tras año, la televisión española ofrecía a sus espectadores. Era tiempo de héroes y de heroínas para un país que hacía tan solo una veintena de años había enterrado en una guerra fratricida a un sinfín de futuras promesas. ¿Por qué siempre tienen que morir los mejores? ¿Quizás porque son los únicos capaces de arriesgar sus vidas por algo que vale la pena?

Pero la Hispanidad era también el día de la raza, palabra que hoy puede ser malinterpretada por haber justificado el exterminio de algunas tanto en el pasado siglo como en el actual. Que no era el sentido que entonces le dábamos, sino todo lo contrario. Pensar en la Hispanidad era atravesar el océano para querer y sentirnos queridos por aquellos que en la otra orilla compartían nuestra lengua y religión. Dos realidades que habían hecho posible el interés mutuo y que, como consecuencia, habían puesto una base cultural común. La lengua de Gabriel García Vázquez, de Mario Vargas Llosa, de Camilo José Cela, Vicente Aleixandre, Benavente, Echegaray y Juan Ramón Jiménez. La religión de san Martín de Porres, de santa Rosa de Lima, de Ignacio, Teresa y Francisco Javier. Entre otros. La Hispanidad era también el recuerdo de aquellos que, desde Cristóbal Colón, habían hecho grande a España. Historia de héroes y villanos, pero sobre todo de héroes, muchos de ellos anónimos. Una historia política común que algunos criollos, con la ayuda de imperios rivales, consiguieron independizar. Y una historia, por excelencia, de Evangelización.

La Hispanidad es el logro de un pueblo que fue capaz de mirar alto y lejos para resolver sus problemas. De un pueblo que salió de sí mismo para dejar de ser pueblerino. La mejor lección para una España que hoy acusa la miopía del antihéroe. Una España que vuelve a los reinos de taifa como si hubiera nacido ayer. Sin acritud: otra vez los moros a las puertas.

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