lunes, 21 de marzo de 2011

Indignación y dolor (22-03-2011)

Indignación y dolor

Bertolt Brecht sostenía que “un solo hombre con un puro en el patio de butacas, durante una representación de Shakespeare, podría causar el ocaso de la cultura occidental”, y no lo decía porque pensaba que era malo fumar, sino porque pensaba que no era propio hacerlo ante lo que él entendía como cumbre de la cultura. Quien entra en una mezquita o en el recinto cercado de un templo indio, se quita los zapatos. Los judíos se cubren la cabeza no solo en la sinagoga, sino siempre que hacen su oración. Los indios de nuevo México se sienten ofendidos cuando un visitante se acerca tan sólo a la entrada de sus lugares subterráneos de culto. (…) El sentido de esas acciones y criterios es el de ser una muestra de respeto y veneración.

Lamentablemente, siempre habrá radicales que se caractericen por la falta de respeto a los demás, ya hacia sus personas o hacia sus creencias. Contamos con ello. Y, como ciudadanos, apelaremos a la Justicia para que no queden impunes sus acciones. Intentaremos sufrir con paciencia sus provocaciones e, incluso, podremos entablar un debate, pero sus acciones serán siempre denunciadas. No solo en interés de aquellos que las sufren, sino por el de la sociedad en general. Porque la impunidad consentida por el que se desentiende mirando a otro lado acaba por agotar los espacios a los que uno puede mirar. La violencia impune es fuente de mayor violencia y elimina cualquier espacio de libertad.

Puedo a posteriori desmenuzar los sentimientos de indignación y dolor que experimenté tras escuchar de una testigo lo sucedido días atrás en la capilla universitaria de la Complutense. Puedo separar mi indignación como ciudadano de mi dolor como católico, pero solo a posteriori. Pues mientras duraba la narración, y mientras que dure esta vida, son dos estados intrínsecamente unidos, inseparables. Pero por respeto a mis amigos no creyentes debía analizar la situación con la objetividad de un ciudadano. Análisis que me llevó a escribir las primeras líneas de este artículo que justifican la indignación que puedo compartir con ellos.

Aunque quizás podamos compartir algo más, quizás hasta podamos compartir el dolor por la ofensa recibida. Pongámonos en un caso análogo. Pensaba en la indignación de todos ellos cuando les contara que unos incontrolados –mujeres en su mayoría- habían invadido la casa de un vecino, que ante sus hijos habían proferido obscenidades y desnudado sus pechos, que habían hecho caso omiso a sus palabras y quejas. Pero pensaba también en que se dolerían conmigo cuando les relatara que habían humillado a sus ancianos padres y destrozado lo que más estima, aquello que tenía casi como sagrado. Y, en efecto, quedaron dolidos.
En un país en el que más del ochenta por ciento de sus habitantes se declara católico, es difícil que los que no lo son ignoren la realidad que encierra todo Sagrario. Así que no tengo necesidad de explicarlo. En consecuencia, a todo español o española de buena voluntad le es comprensible el dolor de aquellos ante su profanación. No es cuestión de debatir si allí está o no está Dios, lo que cuenta aquí es el respeto hacia los que creen que sí está.

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