miércoles, 22 de febrero de 2012

Miércoles de ceniza (21-02-2012)

Mañana es miércoles de ceniza, comienzo de la Cuaresma. Cuarenta días con los que preparar la fiesta por excelencia del cristianismo: la Resurrección de Jesús, llamado el Cristo. Porque si Jesucristo no ha resucitado vana es nuestra fe.


Cada uno de esos cuarenta días se convierte en una oportunidad para no llegar con las manos vacías a ese gran día. Un tiempo de oración, penitencia y limosna que prepara al cristiano para contemplar con provecho ese hecho extraordinario en el que alguien, que está muerto, se devuelve a sí mismo la vida. Acontecimiento que es prueba, a su vez, de la divinidad del resucitado. La pesada piedra que hacía de puerta ha sido corrida y los lienzos con los que se le amortajó están doblados sobre la piedra en la que reposaba. Los soldados romanos que vigilaban dicen con ingenuidad que, mientras dormían, vinieron sus apóstoles y robaron el cadáver. Pero si dormían, ¿cómo vieron que robaban el cuerpo del crucificado?


La mañana de este miércoles tiene un sabor especial. Las misas se suceden y los fieles hacen cola para recibir en la frente la ceniza con la que el sacerdote que la impone les recuerda que son polvo y en polvo se han de convertir. Palabras que nos sitúan ante la realidad inefable de la muerte, así como la de nuestra poquedad. Realidad que, sin embargo, se llena de luz por medio de esa otra realidad, misteriosa realidad, de la resurrección. Y, es que, como decía el filósofo francés Gabriel Marcel, “venimos del misterio (la creación), vivimos del misterio (la Encarnación) y vamos hacia el misterio (la Resurrección)”. Y aunque la liturgia de la misa es hoy sobrecogedora, “las palabras humanas se quedan siempre más acá del misterio de Dios”. Sólo, en el corazón de cada fiel, el silencio de su meditación puede ir más allá de donde las palabras se quedan limitadas, más allá de donde los cantos no alcanzan a expresar lo inefable.


Me gusta asistir en solitario a esta misa, aun cuando me sienta acompañado y reforzado por la presencia de tantos otros, y es porque deseo que nunca acabe, que no haya quien me distraiga a la salida. No que me distraiga de mis pensamientos, sino que me distraiga de Dios, del Dios que va conmigo y que me ha dado de nuevo la oportunidad de recordar lo esencial: que si es verdad que voy a morir, también es verdad que puedo resucitar. Pero, claro, como decía M.F. Kovalska, “resucitaré en Jesús, pero primero tengo que vivir en Él”. Vivir en Él, vivir como Él. O, como señalaba san Francisco de Sales, “nadie va al cielo con los ojos secos”.


Polvo pues, pero “polvo enamorado”, como decían aquellos versos de Espronceda. Y, como enamorado, egoísta a veces, pero generoso y entregado en la mayoría de ellas.


Comienza un tiempo que a mí, en particular, se me hace cuesta arriba y no comprendo por qué hay quienes banalizan las penitencias que recomienda la Iglesia, quizás porque nunca las han intentado vivir, quizás porque todo lo que suene a Iglesia es motivo, para ellos, de chirigota.


A Tomás Moro, ese “recuerda que has de morir” (memento moris) le traía el recuerdo de que tenía que vivir (memento vivere) y así el miércoles de ceniza se torna en miércoles de vida. Pero que tu oración, tu limosna y tu ayuno lo “note, no la gente, sino tu Padre …; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.


Sacudo la ceniza de la frente, comienza un nuevo día, un nuevo tiempo litúrgico; el mismo horario por fuera, distintos propósitos por dentro.

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