martes, 3 de abril de 2012

Semana Santa (y II) (03-04-2012)

En esta semana en la que conmemoramos de manera singular el dolor del Hombre-Dios, recuerdo que alguien dijo que lo esencial para el hombre es encontrar el sentido del dolor. Pero tengo para mí que se quedó corto en su afirmación, pues lo esencial para el hombre –esto pienso- es encontrar el sentido de la vida; sea en medio del dolor, en medio de la alegría o en sus abundantes momentos ordinarios.


En la vida, las luces y las sombras se entrelazan como en una cuerda de esparto. Y si es verdad que hay que buscar la luz que debe conquistar la oscuridad, también debemos pedir una Luz que pueda conquistar la luz. Y, un año más, esta semana nos muestra cuál puede ser esa Luz.


Al paso de las imágenes que arrastran o llevan sobre sus hombros los cofrades, podemos pensar en la fuerza de la fe y no dudo que alguien también invoque al arte, como el filósofo Gilson que al contemplar el esplendor y majestuosidad de las catedrales deseaba que fueran consideradas no sólo como obras de la fe sino también como fruto de la geometría. Fe y geometría, fe y trabajo bien hecho –decía- están en la base de su belleza. Y lo decía porque, desde su fe, veía el peligro, ya vivido en los tiempos de san Pablo, de que los cristianos se desentendieran equivocadamente de lo humano mientras esperaban la nueva Jerusalén celestial.


Pero si hubo un tiempo en el que –con razón- se miraba con horror aquella caricatura de cristiano que es el beato, hoy en cambio, nos hemos situado en el polo opuesto; y este es el caso del hombre que nos ocupa, un hombre al que no hace falta recordar la importancia de la Geometría, del trabajo, pues ha puesto en ella toda su confianza hasta el punto de dar de lado a la Fe. O, al menos, no sabe dónde situar a ésta.


Por eso, al mirar las obras de los hombres de hoy (insisto), creo que es apropiado dar la vuelta al comentario de Gilson y afirmar: sí, la Geometría ha sido clave en el progreso, pero también la Fe.

Decía el profesor sir Arthur Clutton-Brock que “las grandes cosas de la historia las han hecho los grandes amantes, los santos, los hombres de ciencia y los artistas. El problema de la civilización es dar la oportunidad a cada hombre de ser santo, hombre de ciencia o artista. Pero este problema no se puede afrontar, menos aún solucionar, a menos que los hombres deseen ser santos, hombres de ciencia o artistas y, si lo van a desear de forma continua y consciente, se les debe enseñar qué significa ser esas cosas”.


Enseñar, pues, para poder desear. Pero no se puede desear algo si no se conoce. Nuestros jóvenes conocen hoy bastante sobre los hombres de ciencia y los artistas, pero poco o nada se les dice de los santos. No porque no los haya en estos siglos, repletos de mártires como nunca los ha habido, sino porque prefieren silenciarlos. Los santos son esos hombres y mujeres que recuerdan el valor del heroísmo tanto en lo grande como en lo pequeño. Un heroísmo cargado de olvido de sí que contrasta con tanta figura de escaparate que sólo sabe de derechos y seguridades.


Hemos querido dar a nuestros hijos lo que nunca hemos tenido, pero hemos olvidado darles lo que sí tuvimos: la esperanza en un Dios infinitamente misericordioso y la posibilidad de que ellos le sigan de cerca. Les hemos protegido tanto que nada saben de heroísmo. No podemos quejarnos de que no vibren ante esas imágenes de los pasos de la semana Santa, porque no les hemos enseñado a vibrar, porque ni siquiera pueden desear vibrar ya que no conocen la dimensión trascendente de ese calvario.



Un calvario que será, paradójicamente, luz para las penas y las alegrías, así como para ese trabajo bien hecho que tanta falta hace a nuestra sociedad. Trabajo bien hecho, sí, que sólo puede iluminar la fe hasta sus más recónditos recovecos.

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