En mi tierra,
tan llena de marjales, eran abundantes los mosquitos. En las noches de verano y
a la luz de la bombilla que iluminaba el porche de las casas, los mosquitos se
cebaban con los tertuliantes mientras las palomillas circundaban el foco
eléctrico. Por suerte, los murciélagos no cesaban de volar en líneas continuas,
aunque con puntos no derivables, a la caza de todo insecto volátil. Ahora un punto anguloso, después uno de
retroceso y siempre algún mosquito menos. Durante el día, se veían muchas
libélulas examinando la superficie del agua y posándose sobre los juncos. Los
niños jugábamos a cogerlas por sus alas para atarles después un hilo de coser
por el abdomen. “No aprietes tanto”,
decía alguno; pero el encanto de la libélula se acababa cuando la capturabas,
desde entonces su vuelo ya no era el mismo. También en las frescas fuentes de
las montañas colindantes a las que nos acercábamos de excursión, se
multiplicaban los renacuajos escondidos entre el verdín y no era raro ver un
sapo, ese primo deforme de las ranas.
El verano era
fauna y deporte, imaginación y enredo. Juegos entre las primeras olas de la
mar, pesca de tellinas y carreras en la piscina, mientras los padres cumplían
con su horario de trabajo, porque entonces había trabajo y se podía soñar en
prosperar. Casi a media noche y derrengados de tanto jugar volvíamos a la
tertulia con los primos mayores. Hablaban ellos y sus amigos mientras los
pequeños escuchábamos. Todavía recuerdo la noche en la que llegó la noticia del
aprobado de la reválida a parte de algunos de ellos. Aquella noche la palabra
reválida quedó grabada para siempre en el cajón de los temores. Tener estudios
era esencial, aprobar era una obsesión, el estudio llenaba la vida durante nueve
meses y la reválida parecía el obstáculo a los sueños. Y llegó la reválida y la
selectividad, y todo pasó. El secreto estaba en trabajar, como trabajaban los
padres para que los hijos fuesen más que ellos. La obsesión de mi abuela era
que sus hijos no fueran agricultores.
(…) He vuelto
este fin de semana a los mosquitos y a la reválida. Los mosquitos, que habían
desaparecido en estos últimos años, han vuelto por sus fueros porque –me dicen-
“ya no hay dinero para fumigar”. Y lo
peor es que ya no estamos acostumbrados a ellos. Y algo análogo pasa con la
reválida. Muchos han perdido la costumbre de estudiar para pasar de curso. Pero
si los mosquitos pueden ser un inconveniente, no sucede lo mismo con la
reválida. Quien quiere algo debe esforzarse por conseguirlo.
La situación
actual de España requiere un cambio de mentalidad. Hay que acabar con el “todo gratis por mi cara bonita”. Ayudemos al que no tiene mientras demuestre
competencia y esfuerzo; tracemos pasarelas para su rectificación, pero no
olvidemos que “ya no hay dinero para
fumigar”. Y si te pica, te rascas o estudias. Lo primero, lo de rascarse,
es una solución momentánea que acaba siendo perniciosa; lo segundo, lo de
estudiar, empieza siendo tarea laboriosa y se convierte, a la larga, en la mejor
solución. Bienvenida sea la selección por el trabajo bien hecho.
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