Me temo que,
por mucho que escriba, me voy a quedar corto. Incluso puedo parecer repetitivo.
Y, sin embargo, nunca he vivido con tanta intensidad lo que está sucediendo en
España. Pero, por más que me aleje del problema para captarlo en su totalidad,
me resulta difícil hacer una descripción original y hasta lo objetivo se me
escapa oculto por el velo de los sentimientos, los míos y los de aquellos que
me rodean. Hay cosas que no me atrevo a decir y otras que ya se han dicho.
A pesar del
rescate bancario, la cuerda está tensada al máximo y lo que suceda esta semana
será decisivo. Estamos al borde del precipicio. Si el BCE no compra deuda
española, habrá intervención. Cada día que pasa implica más años de hipoteca,
años en los que nuestro país andará como un paria entre sus socios -¿socios?-
europeos. Más aún si España realiza una quita. Pero, por el momento, bastaría la
compra de deuda que dé un poco de respiro, un poco de tiempo. Empezamos a hacer
tarde los deberes y, desde entonces, vamos a contrarreloj. Pero, si ya la compraron
cuando todavía no habíamos movido un dedo, ¿por qué no ahora? Se me antoja que
la respuesta tiene menos que ver con los números que con el deseo de escenificar
un ahogamiento hasta la humillación. Nos quieren parias, porque piensan que lo
somos.
Estamos
haciendo los deberes, pero no se fían. Se ha voceado que carecemos de liquidez e,
incluso, de solvencia. Se alimenta una creciente desconfianza dentro de nuestro
propio país. Se anuncia un otoño caliente que llenará las calles de odio y
fuego. Se tiene una percepción negativa del destino de las anteriores ayudas. Se
piensa que con ellas se ha fomentado la vagancia. Y, en algunos casos, así ha
sido. Pero la desconfianza proviene, sobre todo, de que no creen sostenible un Estado
con diecisiete Autonomías como las nuestras. Reinos de taifa, agujeros negros
de la economía nacional, paraísos de políticos de medio pelo. Consuelos para el
partido que pierde el Gobierno de la nación.
Y si esta es
la situación, ¿qué podemos hacer? Una pregunta con dos direcciones; la primera,
se dirige a la política general, a las medidas que puede tomar el Gobierno y
cuya respuesta dejo en manos de los expertos del mismo. La segunda, que reformulo así: ¿qué puedo
hacer yo?, entra en el ámbito de las decisiones que puedo tomar y para las que
tengo campo de maniobra. Evidentemente, las posibles respuestas varían dentro
de un amplio espectro de situaciones personales que van desde haber alcanzado
el precipicio hasta encontrarse en camino hacia él. En cualquier caso, la
respuesta afecta a la propia vida, al propio estado en el que uno se encuentra,
sin familia o con familia detrás.
Es cierto que
nunca hubiera pensado que algún día llegaría a hacerme tal pregunta. Pero ha
sido formulada -yo mismo la he enunciado- y necesita una respuesta. ¿Qué respuesta daré? ¿Me enfadaré diciendo que
yo no tengo la culpa de lo que ha sucedido? ¿Pasaré los días lamentándome del
destino? Pero, ¡si es mi vida!, ¡es tu vida! Puede que las circunstancias, dantescas
para algunos, hayan cambiado extraordinariamente el panorama de mi vida; pero
si quiero una vida lograda –algo que tiene más que ver con la libertad interior
que con la comodidad exterior- tendré que adaptarme al nuevo panorama. Y ante
una pregunta exigente sólo cabe una respuesta personal exigente. ¿Qué soy, de
qué dispongo, qué quiero, hasta dónde puedo? Se trata de contemplar la vida de
otro modo para que siga siendo una vida lograda.
Que ¿es
difícil? Ya lo sé, por eso decimos que estamos en crisis, una crisis global y
otra personal. La primera está en manos del BCE o de nuestro Gobierno; la
segunda está en nuestras manos, en nuestro modo de mirar la vida en cada
momento.
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