El Siglo de
Oro español fue tiempo de ilusión y esperanza, algo que se echa en falta en la
España de hoy. Un tiempo aquél de santos y de héroes, cuyo recuerdo han
intentado pervertir algunos historiadores, más preocupados en poner el énfasis
en las sombras –incluso distorsionando los hechos- por mucho que estas fueran
menores que sus luces.
Por suerte, la
realidad se impone y cada poco tiempo surgen motivos que ayudan a comprender
mejor la grandeza de aquellos personajes. San Juan de Ávila fue uno de ellos y,
cinco siglos después, su vida y obra le ha merecido el título de Doctor de la
Iglesia. Sacerdote, cuyo testimonio y escritos son representativos de toda una
época, destacó por su espiritualidad sacerdotal capaz de generar un estilo de
sacerdote que marcó los siglos posteriores al XVI y que hoy se presenta, de
nuevo –pues ya era Patrono del clero secular español-, como modelo a imitar. Metido
de lleno en un siglo de reforma y convencido de que la renovación de la Iglesia
pasaba necesariamente por la renovación del sacerdote, impulsó un estilo
caracterizado por su doctrina eminente. El estilo del sacerdote santo y sabio.
Nacido en
Almodóvar del Campo (Ciudad Real), hijo de familia cristiana y rica, pues
poseía una mina de plata, fue enviado a estudiar Leyes a la Universidad de
Salamanca, de la que volvió defraudado y sin título. Vivió entonces dedicado a
la oración y la penitencia, hasta que por consejo de un franciscano pasó a la
Universidad de Alcalá de Henares donde se graduó con honores destacando sobre
el resto de sus compañeros, entre los que cabe mencionar a Domingo de Soto y
Tomás de Villanueva. Ordenado sacerdote cuando ya habían fallecido sus padres, repartió
la mina de plata entre los pobres y, tras su primera Misa, celebró el
acontecimiento invitando a doce menesterosos. Convencido de la misión
evangelizadora de la Iglesia quiso sumarse a los ya 15000 sacerdotes que habían
partido hacia el nuevo mundo, topándose con la negativa del arzobispo de
Sevilla que le obligó –bajo pena de excomunión- a quedarse en Andalucía, “sus
indios –le dijo- están en el sur de España”. Comenzó entonces una labor de
predicación a la que se le fue sumando el apoyo de otros tantos sacerdotes.
Un hecho marcó
un antes y un después en su vida: el proceso al que fue sometido por la
Inquisición. Proceso que duró dos años, de 1531 a 1533, pasando uno de ellos en
prisión. Le acusaban de algunas afirmaciones hechas en su predicación, aunque
no era nada nuevo pues siempre vivió marginado y bajo sospecha a causa de su
ascendencia judía. Durante el proceso tuvo oportunidad de mostrar su fidelidad
a la Iglesia y adquirió un conocimiento profundo de la cruz de Cristo que
mantendrá presente a lo largo de su vida. Debido a las graves y duras acusaciones,
el proceso pintaba tan mal que alguien susurró “está tan mal que sólo puede
estar en manos de Dios”, a lo que el santo contestó “que no podía estar en
mejores manos”.
En la cárcel
empezó a escribir su obra más famosa, “Audii filia”, dirigida a Sancha Garrido
y también la carta 64 de su “Epistolario”. El proceso concluyó con jolgorio y
alegría después de que la defensa presentara a cincuenta y cinco testigos que replicaron
a los cinco denunciantes.
En 1535 se
afincó en Córdoba, dedicó 20 años a la predicación, fundó quince Colegios
Mayores y Menores, así como la Universidad de Baeza, la primera Universidad
andaluza de aquél tiempo. Sus últimos quince años los pasó en silencio,
retirado en Montilla con dos de sus discípulos, dedicado a contestar las cartas
que le llegaban. Destaca la correspondencia que mantuvo con san Juan de la
Cruz, santa Teresa de Jesús, san Ignacio
de Loyola, san Pedro de Alcántara, san Juan de Ribera o san Francisco de Borja,
entre otros. Solicitada su participación en el Concilio de Trento se limitó, ya
enfermo, a enviar un memorándum sobre la figura del sacerdote que sirvió de
directriz a los miembros conciliares. Murió en Montilla (Córdoba), el año 1569.
Más de
seiscientos años después de su muerte, el próximo siete de octubre, cuatro días
antes del inicio del Año de la Fe proclamado por su santidad Benedicto XVI, la
Iglesia volverá a proponer su figura. “Para que todos volvamos a invertir en
eternidad –dirá don Santiago Bohígues, autor de una de las tesinas sobre san
Juan de Ávila- y para que se seleccione y forme bien a los sacerdotes
promocionando la santidad entre ellos”.
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