En la tarde de hoy se inicia un nuevo
Cónclave. Y yo, que no entiendo de quinielas, he decidido unirme a este
acontecimiento divulgando algunas de las ideas expuestas por Joseph Ratzinger
en su conferencia de Bratislava (1992) recogida en el libro “Verdad, valores,
poder”. Evidentemente, lo que suene mal es de mi cosecha. (…)
Llevamos tiempo hablando de la
corrupción de los políticos, como si fuera el único tipo de corrupción que
existe en nuestro país. Pero no sólo no lo es, sino que tampoco es el único
tipo de corrupción que se da en nuestra política. Y, por mucho que los medios
de comunicación nos coman el coco con la primera, lo cierto es que la otra
corrupción es peor por ser -entre otras- la causa de aquella.
Los políticos surgen de entre el
pueblo, como los que gobiernan emanan de las urnas. Esto es la democracia, que
consigue la participación de todos en el poder y es “el mejor aval de la
libertad individual y el respeto a los derechos humanos”. Pero entre esa
libertad individual y ese respeto a los derechos humanos debe haber algo, un
contenido, un orden en las libertades, por el que cada persona sea capaz de “reconocer
su propio bien en el bien común perseguido por los gobernantes”. Un contenido,
pues, que haga que la libertad individual defienda los derechos humanos. Pero
es, precisamente en este contenido, donde no nos ponemos de acuerdo. Más aún,
es la necesidad de ese contenido lo que algunos niegan.
Y, sin embargo, al hablar del “propio
bien” y de “reconocer el bien común”, aparecen dos nuevos conceptos: lo justo y
lo bello. Esto es, al mismo tiempo que la libertad caracteriza la forma de vida
democrática, lo justo y lo bello se presenta como su contenido. De manera que,
si aceptamos como lógica la necesidad de un contenido, este debe de venir dado
por lo que es justo y bello, que eso es el bien. Pero, ¿de qué bien hablamos y
quién decide ese bien? Y, es más, ¿puede imponerse ese bien a una parte de
ciudadanos que no lo consideran como tal?
La democracia actual y, de manera
especial, sus políticos, elude su
contenido y se inclina por el relativismo. Lo justo y lo bello lo construye a
instancias de la libertad y la vacía así de contenido. Concibe lo justo como
aquello que los órganos competentes disponen que es justo, siendo su único
sostén el procedimiento. Y, lo bueno, como aquello que conlleva la decisión de
la mayoría. Esto es, la praxis por delante de lo que es justo o bello. El
procedimiento en lugar de lo justo, la cantidad como única razón para definir el
bien. Con esto se cumple lo que dijo alguno: “ser sin cualidades: he ahí el
modelo de hombre democrático”.
Como ejemplo de esta democracia
relativista y vacía se alza la figura de Pilato. Con su pregunta “¿Qué es la
verdad?” está dada también la respuesta. La verdad es inalcanzable. De hecho,
sin dar tiempo a respuesta alguna, se dirige a la multitud para resolver el
asunto en litigio con el voto popular. “Como no sabe lo que es justo, confía el
problema a la mayoría para que decida con su voto”. No hay más verdad que la de
la mayoría. A Pilato, para enviar a un justo a la muerte, sólo le hace falta
contar con la mayoría, es decir, tener apoyos suficientes.
Este es el peligro de poner la praxis
por delante de lo justo y lo bello. Un peligro que se puede desvanecerse al
considerar las siguientes preguntas de Ratzinger: ¿cómo justificar los valores
fundamentales que no están sujetos al juego de las mayorías y minorías? ¿Cómo
los podemos conocer? Preguntas que, al formularlas, devuelven la confianza en
la razón humana, a la vez que abren un camino fundamental para el mejoramiento
de nuestra democracia.
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