Abro las páginas de cualquier
periódico, recorro sus titulares y una palabra me viene de pronto: decadencia. Otros
han hablado de ella, pero a nosotros nos ha tocado experimentarla.
Tenía razón Kapuscinski: “La
imaginación de la Edad Media creó las catedrales. Nuestra imaginación actual no
sería capaz de volverlas a inventar”. Y, si aquella fue calificada por algunos
como una edad oscura –que no lo fue-, la que nos ha tocado es mucho más
siniestra. Y lo peor es que esta nueva oscuridad ha sobrevenido de un modo
vertiginoso.
Por su coincidencia con un tiempo de
esplendor tecnológico que ha conllevado un notable estado de bienestar, la
decadencia de Occidente no se manifiesta de un modo evidente. Ni siquiera la
actual crisis económica la escenifica. Tampoco se puede medir aún con
parámetros materiales -que el declive hará surgir con el tiempo-, pero basta un
solo parámetro para intuir su existencia: el hombre (varón y hembra). Y, al escribir
“hombre”, advierto que también éste es para algunos algo material. El hombre
como un conglomerado de moléculas que responden a reacciones bioquímicas. Definición
acientífica que manifiesta la profundidad de la mencionada decadencia.
No es que la depravación y miseria del
hombre sea mayor que en otro tiempo, ni siquiera es menor su grandeza. Lo que
sucede es que el hombre de Occidente ha perdido de vista lo que le permitió
superarse. Su memoria sólo alcanza a lo inmediato, a lo próximo; como un
rascacielos que sólo se enorgullece de sus últimas alturas y que ha olvidado el
papel fundamental de sus cimientos, así anda el hombre de hoy.
Es natural que cada generación rechace
a la anterior, pero rechazar todo de todas las anteriores es otra cosa. “¿Cómo
puedo saber quién soy –se pregunta Jack Escarcha en el Origen de los
Guardianes- si ni siquiera sé quien era?”
No nacimos ayer, ni nuestros
predecesores fueron tan ingenuos como pretenden hacernos creer algunos. Parece
que el hombre maduro haya nacido hoy, pero quienes lo encarnan presentan los mismos
vicios, el mismo egoísmo, la misma hipocresía y la misma sed de poder que ha
atravesado la Historia de la Humanidad desde sus orígenes. Solo que lo que antes
eran llamados vicios, egoísmo, hipocresía o sed de poder, ahora los llaman
“logros”. La infidelidad matrimonial, el aborto, la ideología de género, …, son
algunos de ellos.
Y del mismo modo que llaman “logro” a
lo que era tenido como “vicio” por el saber greco-cristiano que aupó nuestra
civilización, toda una propaganda fuertemente subvencionada se alza ahora contra
aquellas virtudes que permitieron a nuestros antepasados su construcción. Refinamiento
de los vicios hasta su auto-justificación, encubrimiento de las auténticas
virtudes hasta su olvido.
Y en esto radica nuestra decadencia,
en un olvido de lo que hizo posible ir a más y en un vuelco de lo
auténticamente valioso, fruto de no atreverse a aceptar que hay acciones que
pueden ser malas. Malas para el hombre y malas para toda una civilización. Una
aceptación que no puede darse sin la
consideración del ser, lo bello, lo bueno y lo verdadero. Algo que, en este
tiempo, no pasa por la mente de los que nos dominan –que no son precisamente
los políticos, ni los que se llaman gobernantes-, presos como están del
pragmatismo y relativismo imperante, del todo vale.
Con todo, tengo para mí que esta decadencia no
arrasará nuestra civilización original –la judeo-cristiana-, sino que –en el
peor de los casos- perdurará en sus formas en otro u otros continentes. Las raíces de Europa -¡que son cristianas!-
sólo serán trasplantadas y hasta es posible que la misma Europa llegue a tiempo
de reencontrarlas. En eso estamos.
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