Llueve
como anteayer. “No se equivocan ya”, me dicen, en referencia a los meteorólogos.
Tal como predijeron, ayer salió un sol hermoso y pudimos hacer la travesía
programada. El agua caída corría por las veredas; su sonido y frescor alegraba
la caminata. Nunca había visto tanto caudal en ese riachuelo que se unirá al
Jándula en unos kilómetros. Hoy, en cambio, nos refugiamos en el porche del
hotel La Mirada o en sus espacios interiores.
No
recuerdo un domingo de Resurrección como este. Con lluvia y niebla que impide
ver el santuario de la Virgen de la Cabeza que, a menos de un kilómetro y sobre
un cerro, parece haber desaparecido. Sólo las campanas que llaman a Misa de
doce confirman su presencia. Espero que escampe y que la mañanita de niebla
pueda transformarse, como dicen en Albacete, en tarde de paseo.
Aprovecho
el mal tiempo para escribir. Como bibliografía, un libro de Joseph Ratzinger[i]
pues toda salida al campo me lleva a reflexionar sobre la Creación. Además de
que la tengo fresca pues en la noche del sábado, en la celebración de la Vigilia
Pascual, la primera lectura traía el relato del Génesis sobre ella. “En el
principio Dios creó el cielo y la tierra”, así empieza el “eco de la historia
de Dios con su pueblo”, “el empeño de Dios por hacerse progresivamente
comprensible al hombre” que es, al mismo tiempo, “la expresión del esfuerzo
humano por comprender progresivamente a Dios”.
Se
sabe que creación y evolución no se contraponen, que ambas hipótesis son
compatibles. Ni siquiera la teoría del Big Bang, enunciada por el sacerdote
católico Lemaître y desarrollada en un principio por el premio Nobel George
Gamow, contradice la creación de la nada pues no hay modelo físico convincente
para el primer diez elevado a menos 33 segundo del universo. Mutación y
selección pudo ser el camino, pero la intervención de un Dios creador en el
origen, y en la continuidad del Universo, es la hipótesis racional que “aclara
más y mejor todas las demás teorías”. Así lo sugiere el orden de la Naturaleza
que inspira las leyes científicas. Mutación y selección “dirigidas” por tanto,
en contra del azar con el que dogmatizaba Monod.
En
la citada Vigilia, memoria de la madrugada del primer domingo de resurrección,
el que luce por sí mismo, el que ilumina a los demás domingos, también a aquel
“séptimo día” (el Sabbat de los judíos) en el que Dios descansó, los sacerdotes
trinitarios que concelebraban regalaron un librito[ii]
a los participantes. Transcribo los dos primeros renglones: “Creer en Dios no
consiste en creer que Dios existe. Creer en Dios es creer que Dios interviene
en la historia y en mi vida”. Y esta es la dirección que tomo. No entro en cuestiones
existenciales, ni pierdo el tiempo con el dios relojero. La cuestión es: ¿cómo
este relato del Génesis interviene en la historia?, ¿de qué manera esta imagen,
bella, sencilla y grandiosa a la vez, enseña verdades esenciales a una
civilización que vislumbra las más lejanas galaxias y descompone la materia en partes
infinitesimales?
Fue
en el exilio babilónico -dirá Ratzinger- cuando la Creación se convirtió en el
tema dominante, en la tabla de salvación del pueblo elegido. Habiendo perdido la
tierra prometida y su Templo, habiendo desaparecido el pueblo del mapa, sólo
cabía pensar que su Dios era un dios débil. La fe había quedado vaciada de
contenido. Pero fue por medio del relato de la Creación como empezaron a
conocer el nuevo rostro de Dios.
No
era el Dios de una sola tierra, sino que lo era de todas. En sus manos estaban
todos los pueblos. Era el Creador de todo, en quien residía todo poder. Había
que confiar en él. El origen del Universo no era el resultado de una lucha
entre fuerzas enfrentadas, sino el resultado de una decisión libre de Dios. Se
ajustaba a un plan ordenado que hablaba de la sabiduría de Dios. Los astros y
los animales no eran dioses, sino criaturas creadas por él y, por tanto, no
había motivo para temerlos. La Razón de Dios entregaba así el Universo a la
razón del hombre.
Por
otro lado, Dios les había manifestado su amor al crearles a su imagen y
semejanza. Sin necesidad alguna, por su propia libertad, les había creado y,
además, como él. Y si, al término de cada día, el Creador repetía como
estribillo: “vio Dios que era bueno”, después de crear al hombre y a la mujer cambió
notablemente: “vio Dios cuanto había hecho, y todo era MUY bueno”, lo que
entrañaba la bondad de todo lo creado y, especialmente, la del propio hombre.
Era un Dios bueno que creaba algo bueno.
Finalmente,
con la santificación del séptimo día mediante el descanso, el pueblo judío
entrevió la señal de alianza entre Dios y el hombre. Había que liberarse de la
esclavitud de los quehaceres, contemplar las maravillas del poder divino,
participar de su serenidad y libertad. Casi puede decirse que “la Creación estaba
dirigida hacia el Sabbat”. Un día de adoración que, a diferencia de otras
religiones, contiene en sí misma una moral.
Han
pasado milenios y aquel primer mensaje del Creador sigue siendo válido, un Dios
poderoso, sabio, que actúa libremente con amor y bondad infinita, cuya delicia
es estar con los hijos de los hombres. Pero la intervención de Dios no ha
cesado y hay que leer el Antiguo Testamento a la luz de Nuevo para que la imagen
bíblica de la Creación alcance su forma definitiva y equilibrada: “En el
principio la Palabra existía y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios
…” (ver Jn 1, 1-3). Somos “hechura suya, creados en Cristo Jesús para las obras
buenas, que Dios preparó para que por ellas caminemos” (Ef 2, 10). Pero esto lo
dejamos para otro momento.
Salgo
de Andújar con agua por todas partes, cruzo los nuevos túneles de Despeñaperros
que llevan a los campos inundados de Ciudad Real. Me maravillo ante la obra de ingeniería tanto
como ante la precisión de las predicciones meteorológicas. Es la razón humana
que participa de la Razón de Dios. Inundaciones. La Naturaleza que sigue sus
leyes. Muerte. Consecuencia del pecado que cambió la creación original. Y por
fin, la resurrección de Cristo que renueva la creación “pacificando, mediante
la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1, 20). Y
nosotros, esperando “nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la
justicia” (2 Pe 3, 13).
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