Cada tarde, hacia las ocho, el niño cogía su
bicicleta y se alejaba pedaleando. “Ahora vengo”, gritaba; sin dar tiempo a
preguntar “de dónde”.
Le seguí una tarde, sin que pareciera
importarle. Pedaleamos hacia la escollera del puerto, la del faro. Y cerca de
él, a la sombra de una pequeña construcción, dejamos las bicicletas para
sentarnos en uno de los bancos de piedra.
“Y ahora, …, ¿qué hacemos?”, le dije.
“¡Mirar!”, contestó.
Y miré el mar de aguas oscuras que agitado
por el viento se me figuraba lleno de poder; miré el golfo en toda su amplitud,
con las playas y edificios de sus orillas y las viejas montañas a su espalda;
miré la montaña más alta, la de las antenas de repetición, la que en días de
poniente se alcanza a ver la isla de Formentera; miré el puerto con sus barcos,
almacenes y grúas. Y todo lo que ví me pareció grandioso, de una belleza
sorprendente.
“Hoy
hay temporal”, me dijo el niño, como adivinando mi vértigo ante aquella
inmensidad en movimiento. Vértigo que -pensé- pudo ser la sensación que llevó a
los primeros hombres a llenar el mundo de dioses. El mar y sus dioses. La
aparente pequeñez del hombre ante la grandeza de la Naturaleza. La fragilidad
humana ante el poder de lo incontrolable e imprevisible. También ahora, donde
una mayoría sólo sabe de pronósticos, mientras que sólo unos pocos conocen los
métodos de cálculo. Creemos saber, pero seguimos en manos de unos pocos. Vivimos
más de la fe en otros que de nuestros propios conocimientos. Y, cuando decimos “¿a
dónde llegará el hombre?”, más bien debiéramos decir ¿a dónde nos llevarán esos
pocos hombres?
Hay algo en el corazón del hombre que lo ha
llevado siempre a la trascendencia, y la maravilla de la Naturaleza ha
contribuido a ello. Pero, una vez dominada ésta, sangrada hasta sus profundidades,
el hombre ha dejado de mirar afuera para concentrarse en sí mismo. Nunca como
ahora el hombre se ha sentido tan rey de su destino. Rey con súbditos en un
mundo que presume de ciudadanía. La admiración ante lo que le rodea se ha
tornado en admiración por sí mismo.
Por suerte, frente a ese mar turbulento está
la costa. Siempre se puede encontrar la costa, esa otra infinitud que limita a
la primera. La costa supone la tierra firme, la seguridad. Siempre hay una
orilla a la que recurrir. Dios, Cristo resucitado es esa orilla. Cristo, Dios
en el tiempo, esperándonos en la orilla. Esperándonos Dios que es padre,
maestro, amigo. Esperándonos con una misericordia que no tiene límites, como se
figura a los ojos esa inmensidad de las tierras de la Mancha, mi tierra
adoptiva. Hijos adoptivos de Dios, por la gracia.
Esto pensaba hasta que las primeras luces
aparecieron en la costa y los últimos pescadores recogían sus cañas. Entonces,
el niño decidió volver. Durante los primeros kilómetros, la visión contemplada
llenaba mi espíritu. Poco a poco, el calor y la humedad iba borrando de la
mente aquella maravilla. El pensamiento se volvió práctico: dificultad de
pedaleo, necesidad de agua fría, deseos de piscina, … Volvía el hombre vulgar,
el que olvida hasta lo maravilloso, el que se sumerge en mar turbulento de las
opiniones. Pero con la confianza de que, desde ese día, la orilla, la costa, ya
no fuera sólo una multitud de granos de arena, ni ruido de olas que se rompen, sino
un lugar de encuentro en el que el Amigo espera.
“¡Mirar!”, me dijo el niño.
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