Ver es creer, decía Platón. Quien cree ve,
escribe Francisco en su primera encíclica. Pero para un mundo que proclama la experiencia
sensible como justificación de todo conocimiento, la segunda afirmación puede
parecer excesiva. Demasiada aventurada para jugarse la vida o, al menos,
demasiada arriesgada para dejar en sus manos el camino de la propia vida. Y,
aún así, tengo para mí que esta segunda implicación completa a la primera, la
salva, hasta llegar a formar entre ambas una auténtica equivalencia. Negar una
de ellas, sea cual sea, es alejarse de la verdad.
La verdad, palabra que ha perdido hoy su
significado original, ha estallado en verdades, se ha descompuesto en
partículas divergentes. Ha sido reducida -escribirá el Papa Francisco- a la
autenticidad subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada uno, por
la sencilla razón de que la posible existencia de una verdad común da miedo. La
verdad, tu verdad, ¡qué bien las distinguía el poeta de Castilla!
Con todo, a pesar del miedo, del temor a las
exigencias, de los límites de la razón, de la inconstancia del corazón, el
hombre sigue pudiendo ser definido como aquél que busca la verdad (Juan Pablo
II). O, como decía Aristóteles, todos los hombres desean saber. Y, es que, el
juicio conforme a la verdad corresponde a la sabiduría.
Pero, y vuelvo al inicio, no hay manera de
conocerla si se busca sólo en lo sensible, en lo que la vista alcanza, en lo
medible. Pues hay una parte de ella que brota de esa otra realidad, la
invisible, que la completa. Esto es, hay diversas formas de verdad: las que se
apoyan en evidencias inmediatas o confirmadas experimentalmente, las
filosóficas y las religiosas. Todas ellas contribuyen a que la razón alcance su
fin que no es otro que la verdad en el sentido absoluto.
Y aún más, la
implicación “quien cree ve”, a pesar de lo que pueda parecer de partida, es
norma común del proceder de todo hombre. De hecho, las verdades creídas son
mucho más numerosas que las adquiridas mediante constatación personal. Por ello
afirmaba Juan Pablo II que el hombre, ser que busca la verdad, es también aquél que vive de creencias. Creencias
que surgen de la confianza en el conocimiento de otras personas.
En este
sentido cabe situar el conocimiento peculiar de la fe, un conocimiento que
procede de la vida luminosa de Jesús, cuya revelación abre un horizonte de
novedad e introduce en la historia un punto de referencia del que no se puede
prescindir. Una relación personal y una concepción sublime del mundo y del
hombre que atrajo ya desde el siglo primero.
Es esta la
verdad del amor, que abarca lo visible y lo invisible, que se desvela en un
encuentro personal y que tiene necesidad de “liberarse de su clausura en el
ámbito privado para formar parte del bien común”.
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