domingo, 3 de noviembre de 2013

Ver para creer, creer para ver

Ver es creer, decía Platón. Quien cree ve, escribe Francisco en su primera encíclica. Pero para un mundo que proclama la experiencia sensible como justificación de todo conocimiento, la segunda afirmación puede parecer excesiva. Demasiada aventurada para jugarse la vida o, al menos, demasiada arriesgada para dejar en sus manos el camino de la propia vida. Y, aún así, tengo para mí que esta segunda implicación completa a la primera, la salva, hasta llegar a formar entre ambas una auténtica equivalencia. Negar una de ellas, sea cual sea, es alejarse de la verdad.
La verdad, palabra que ha perdido hoy su significado original, ha estallado en verdades, se ha descompuesto en partículas divergentes. Ha sido reducida -escribirá el Papa Francisco- a la autenticidad subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada uno, por la sencilla razón de que la posible existencia de una verdad común da miedo. La verdad, tu verdad, ¡qué bien las distinguía el poeta de Castilla!
Con todo, a pesar del miedo, del temor a las exigencias, de los límites de la razón, de la inconstancia del corazón, el hombre sigue pudiendo ser definido como aquél que busca la verdad (Juan Pablo II). O, como decía Aristóteles, todos los hombres desean saber. Y, es que, el juicio conforme a la verdad corresponde a la sabiduría.
Pero, y vuelvo al inicio, no hay manera de conocerla si se busca sólo en lo sensible, en lo que la vista alcanza, en lo medible. Pues hay una parte de ella que brota de esa otra realidad, la invisible, que la completa. Esto es, hay diversas formas de verdad: las que se apoyan en evidencias inmediatas o confirmadas experimentalmente, las filosóficas y las religiosas. Todas ellas contribuyen a que la razón alcance su fin que no es otro que la verdad en el sentido absoluto.  
Y aún más, la implicación “quien cree ve”, a pesar de lo que pueda parecer de partida, es norma común del proceder de todo hombre. De hecho, las verdades creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante constatación personal. Por ello afirmaba Juan Pablo II que el hombre, ser que busca la verdad, es también aquél que vive de creencias. Creencias que surgen de la confianza en el conocimiento de otras personas.
En este sentido cabe situar el conocimiento peculiar de la fe, un conocimiento que procede de la vida luminosa de Jesús, cuya revelación abre un horizonte de novedad e introduce en la historia un punto de referencia del que no se puede prescindir. Una relación personal y una concepción sublime del mundo y del hombre que atrajo ya desde el siglo primero.

Es esta la verdad del amor, que abarca lo visible y lo invisible, que se desvela en un encuentro personal y que tiene necesidad de “liberarse de su clausura en el ámbito privado para formar parte del bien común”.

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